El profesor Robert P. George, de la Universidad de Princeton, cuenta que de tanto en tanto les pregunta a sus estudiantes qué posición habrían tenido sobre la esclavitud si hubiesen sido blancos en Georgia, al sur de los Estados Unidos, a principios del siglo XIX, es decir, antes de la abolición de la esclavitud. Casi todos responden que habrían sido abolicionistas. Pero es casi seguro que habrían sido esclavistas como lo fueron todos en esa época. A los humanos no solo nos cuesta ponernos en los zapatos de los otros, sino imaginar lo que haríamos si estuviésemos en circunstancias completamente diferentes a las presentes. Las personas de mi edad solemos hacer una lista de cosas que ocurrían cuando éramos niños y que hoy son, a todas luces, inaceptables, como conducir con tragos o ser indiferentes ante el confinamiento de las mujeres en el hogar. Éramos indolentes y no lo sabíamos. Soy un defensor de la naturaleza y del medio ambiente y nací en el seno de una familia que ama la naturaleza, pero cuando era niño mataba pájaros con cauchera y gozaba pescando truchas en las quebradas y no recuerdo haber sentido congoja alguna con el chapaleo agonizante de esos animales en mis manos. Cuando pienso que ese joven y yo somos la misma persona, dudo de mis certezas actuales.
Nuestra mente está bien diseñada para proclamar y defender principios, no para entender el comportamiento humano como un resultado de las circunstancias. Estamos más predispuestos para la indignación virtuosa que para entender una realidad llena de causas y efectos, por eso nuestra psiquis se acomoda mejor al oficio del sacerdote que al del científico. Los psicólogos hablan del “error fundamental de atribución”, que refleja nuestra tendencia a apañarnos con una explicación de todo lo que ocurre en la que solo hay sujetos, no contextos, ni condicionantes, ni estructuras, ni azar. Vemos la vida como actores de un culebrón de televisión en el que todo depende de lo que hacen los malos y los buenos.
Tenemos en cuenta las circunstancias para justificar nuestros fracasos, pero cuando se trata del fracaso de los otros solo su persona cuenta. Si alguien no hace bien su trabajo pensamos que eso se debe, por ejemplo, a su pereza, pero cuando nosotros no hacemos bien el trabajo pensamos que eso se debe, por ejemplo, al hecho de tener un jefe autoritario.
Reconocer esos sesgos y controlarlos es parte de la difícil tarea de vivir en sociedad. Eso implica dudar más de nuestra indignación virtuosa y de nuestro afán de castigo. Claro, nada de esto supone abandonar nuestro apego a los principios (ese sacerdote que todos llevamos dentro) o no sentir indignación ante lo que creemos injusto; solo supone que deberíamos pensar dos veces antes de juzgar y ser conscientes de lo mucho que cuentan el azar, la genética y los contextos sociales. Amos Oz lo dice mejor que yo: “No puedo dejar de pensar muy a menudo que, con una leve modificación de mis genes o de las circunstancias de mis padres, podría ser él o ella, podría ser un poblador de la orilla occidental, podría ser un extremista ultraortodoxo, podría ser un judío oriental de un país del Tercer Mundo, podría ser alguien diferente. Podría ser uno de mis enemigos. Imaginarlo es siempre una práctica socorrida”. Pero si les parece que esta cita es muy lejana, muy judía, cito a García Márquez cuando decía que “en Colombia todos somos capaces de todo”.
El profesor Robert P. George, de la Universidad de Princeton, cuenta que de tanto en tanto les pregunta a sus estudiantes qué posición habrían tenido sobre la esclavitud si hubiesen sido blancos en Georgia, al sur de los Estados Unidos, a principios del siglo XIX, es decir, antes de la abolición de la esclavitud. Casi todos responden que habrían sido abolicionistas. Pero es casi seguro que habrían sido esclavistas como lo fueron todos en esa época. A los humanos no solo nos cuesta ponernos en los zapatos de los otros, sino imaginar lo que haríamos si estuviésemos en circunstancias completamente diferentes a las presentes. Las personas de mi edad solemos hacer una lista de cosas que ocurrían cuando éramos niños y que hoy son, a todas luces, inaceptables, como conducir con tragos o ser indiferentes ante el confinamiento de las mujeres en el hogar. Éramos indolentes y no lo sabíamos. Soy un defensor de la naturaleza y del medio ambiente y nací en el seno de una familia que ama la naturaleza, pero cuando era niño mataba pájaros con cauchera y gozaba pescando truchas en las quebradas y no recuerdo haber sentido congoja alguna con el chapaleo agonizante de esos animales en mis manos. Cuando pienso que ese joven y yo somos la misma persona, dudo de mis certezas actuales.
Nuestra mente está bien diseñada para proclamar y defender principios, no para entender el comportamiento humano como un resultado de las circunstancias. Estamos más predispuestos para la indignación virtuosa que para entender una realidad llena de causas y efectos, por eso nuestra psiquis se acomoda mejor al oficio del sacerdote que al del científico. Los psicólogos hablan del “error fundamental de atribución”, que refleja nuestra tendencia a apañarnos con una explicación de todo lo que ocurre en la que solo hay sujetos, no contextos, ni condicionantes, ni estructuras, ni azar. Vemos la vida como actores de un culebrón de televisión en el que todo depende de lo que hacen los malos y los buenos.
Tenemos en cuenta las circunstancias para justificar nuestros fracasos, pero cuando se trata del fracaso de los otros solo su persona cuenta. Si alguien no hace bien su trabajo pensamos que eso se debe, por ejemplo, a su pereza, pero cuando nosotros no hacemos bien el trabajo pensamos que eso se debe, por ejemplo, al hecho de tener un jefe autoritario.
Reconocer esos sesgos y controlarlos es parte de la difícil tarea de vivir en sociedad. Eso implica dudar más de nuestra indignación virtuosa y de nuestro afán de castigo. Claro, nada de esto supone abandonar nuestro apego a los principios (ese sacerdote que todos llevamos dentro) o no sentir indignación ante lo que creemos injusto; solo supone que deberíamos pensar dos veces antes de juzgar y ser conscientes de lo mucho que cuentan el azar, la genética y los contextos sociales. Amos Oz lo dice mejor que yo: “No puedo dejar de pensar muy a menudo que, con una leve modificación de mis genes o de las circunstancias de mis padres, podría ser él o ella, podría ser un poblador de la orilla occidental, podría ser un extremista ultraortodoxo, podría ser un judío oriental de un país del Tercer Mundo, podría ser alguien diferente. Podría ser uno de mis enemigos. Imaginarlo es siempre una práctica socorrida”. Pero si les parece que esta cita es muy lejana, muy judía, cito a García Márquez cuando decía que “en Colombia todos somos capaces de todo”.