¿Son los creyentes mejores personas que los ateos?
La semana pasada hubo un fuerte debate sobre religión y moral. Todo empezó con una entrevista al ministro de Salud, Alejandro Gaviria, a propósito de la publicación de su último libro, en donde habla, entre muchas otras cosas, de su ateísmo. Alejandro Ordóñez lo acusó entonces de ser un “ateo confeso” (como si el ateísmo fuera un delito) y de atentar contra la familia, la niñez y la moral (como si el escepticismo diera para tanto).
Hay dos posiciones en ese debate: la de los simpatizantes de Ordóñez, que ven en la falta de fe una fuente inevitable de inmoralidad, y la de sus detractores, para los cuales no existe ninguna asociación entre falta de fe y maldad.
Yo no estoy de acuerdo con Ordóñez y mucho menos con la manera amañada (intelectualmente deshonesta) como asocia el ateísmo con la degradación de la familia y de los niños. Pero tampoco me convencen sus contradictores cuando dicen que la fe y la moral son cosas independientes y punto. Es verdad que hay gente buena y gente mala en las religiones y por fuera de ellas. Pero la moralidad no está repartida de la misma manera por todas partes.
En una investigación publicada en Current Biology (2015), Jean Decety mostró, a partir de una muestra de casi 1.200 niños de distintas nacionalidades, que los hijos de padres ateos eran más altruistas y más compasivos que los niños hijos de familias religiosas. Decety mide el altruismo a partir del “experimento del dictador”, que consiste en repartir algo entre los niños (en este caso calcomanías) y luego solicitarles que regalen parte de lo que recibieron para un fondo común. De otra parte, la compasión se mide a partir de reacciones que los niños tienen frente a imágenes en las que ocurre un atropello menor, como un empujón o un insulto. En ambos casos los niños ateos son más altruistas, más tolerantes y más compasivos que los niños religiosos. ¿Por qué ocurre esto? Por un sesgo psicológico que Decety denomina “licencia moral” y que consiste en que quienes cumplen con ciertas obligaciones religiosas, como rezar o ir a misa, relajan su comportamiento moral con la convicción de que en su contabilidad del bien ya tienen un saldo a favor que les permite darse ciertas licencias.
Pero como no todos los creyentes se rigen por los mismos estándares morales (Alejandro Ordóñez y el padre Francisco de Roux son católicos, pero, creo yo, obedecen a criterios morales muy distintos), tal vez lo que hay que hacer es investigar qué culturas religiosas (y no religiosas) están más asociadas con la pérdida de nuestros valores morales, es decir, con la violencia, la corrupción, la intolerancia, la falta de respeto, de compasión, etc. Tal vez así, con investigación y con datos, podamos tener una discusión más elaborada que nos dé más luces sobre lo que podemos hacer para construir una sociedad mejor. Hacer eso (discutir a partir de datos y estando dispuestos a adaptar nuestras creencias a la realidad) es justamente lo que Alejandro Gaviria propone en su nuevo libro.
La semana pasada hubo un fuerte debate sobre religión y moral. Todo empezó con una entrevista al ministro de Salud, Alejandro Gaviria, a propósito de la publicación de su último libro, en donde habla, entre muchas otras cosas, de su ateísmo. Alejandro Ordóñez lo acusó entonces de ser un “ateo confeso” (como si el ateísmo fuera un delito) y de atentar contra la familia, la niñez y la moral (como si el escepticismo diera para tanto).
Hay dos posiciones en ese debate: la de los simpatizantes de Ordóñez, que ven en la falta de fe una fuente inevitable de inmoralidad, y la de sus detractores, para los cuales no existe ninguna asociación entre falta de fe y maldad.
Yo no estoy de acuerdo con Ordóñez y mucho menos con la manera amañada (intelectualmente deshonesta) como asocia el ateísmo con la degradación de la familia y de los niños. Pero tampoco me convencen sus contradictores cuando dicen que la fe y la moral son cosas independientes y punto. Es verdad que hay gente buena y gente mala en las religiones y por fuera de ellas. Pero la moralidad no está repartida de la misma manera por todas partes.
En una investigación publicada en Current Biology (2015), Jean Decety mostró, a partir de una muestra de casi 1.200 niños de distintas nacionalidades, que los hijos de padres ateos eran más altruistas y más compasivos que los niños hijos de familias religiosas. Decety mide el altruismo a partir del “experimento del dictador”, que consiste en repartir algo entre los niños (en este caso calcomanías) y luego solicitarles que regalen parte de lo que recibieron para un fondo común. De otra parte, la compasión se mide a partir de reacciones que los niños tienen frente a imágenes en las que ocurre un atropello menor, como un empujón o un insulto. En ambos casos los niños ateos son más altruistas, más tolerantes y más compasivos que los niños religiosos. ¿Por qué ocurre esto? Por un sesgo psicológico que Decety denomina “licencia moral” y que consiste en que quienes cumplen con ciertas obligaciones religiosas, como rezar o ir a misa, relajan su comportamiento moral con la convicción de que en su contabilidad del bien ya tienen un saldo a favor que les permite darse ciertas licencias.
Pero como no todos los creyentes se rigen por los mismos estándares morales (Alejandro Ordóñez y el padre Francisco de Roux son católicos, pero, creo yo, obedecen a criterios morales muy distintos), tal vez lo que hay que hacer es investigar qué culturas religiosas (y no religiosas) están más asociadas con la pérdida de nuestros valores morales, es decir, con la violencia, la corrupción, la intolerancia, la falta de respeto, de compasión, etc. Tal vez así, con investigación y con datos, podamos tener una discusión más elaborada que nos dé más luces sobre lo que podemos hacer para construir una sociedad mejor. Hacer eso (discutir a partir de datos y estando dispuestos a adaptar nuestras creencias a la realidad) es justamente lo que Alejandro Gaviria propone en su nuevo libro.