Pasé buena parte de mi infancia en el Valle de San Nicolás, al oriente de Medellín. En esos años lejanos había poca gente en el valle y los cinco pueblos que allí se asientan, Rionegro, Guarne, Marinilla, El Santuario y La Ceja, eran pequeños y cada uno tenía su propia identidad. Hoy, debido a la migración masiva desde Medellín, los pueblos, sobre todo Rionegro y La Ceja, se han convertido en pequeñas ciudades que crecen de manera desordenada.
De esos años recuerdo a un grupo de ambientalistas que proponía convertir el monte de El Capiro, ubicado en la parte sur del valle, en un gran parque público. Esa campaña fracasó y hoy las urbanizaciones llegan casi hasta la cumbre del monte. Estas luchas nunca han sido fáciles. Los ambientalistas, de ayer y de hoy, se enfrentan a la cultura antioqueña de “bosque arrasado”, la cual tiene en el himno y, en su célebre “hacha que mis mayores me dejaron por herencia”, una fiel consagración.
¿Por qué cuento todo esto? Porque el miércoles pasado se llevó a cabo en La Ceja una audiencia pública para el otorgamiento de una licencia ambiental solicitada por los promotores del proyecto Gravas La Colina. Los mineros pretenden extraer más de un millón trescientas mil toneladas de piedra y arena en un área de 21 hectáreas, ubicadas en todo lo alto del cerro de San Nicolás, que divide los municipios de La Ceja y La Unión, y en donde nacen buena parte de las aguas que bañan el valle.
La participación en la audiencia de las comunidades afectadas fue masiva. Están bien organizadas y se oponen de manera frontal al proyecto, como también se oponen las alcaldesas de La Ceja y de la Unión. La sesión duró unas seis horas y la gente salió optimista. A mí me alegró ver tantos defensores de la montaña, pero no veo con optimismo lo que se viene. Primero, por la dimensión del impacto negativo del proyecto, reconocido incluso por la misma minera. En la zona hay, por lo menos, cinco fuentes de agua y otras de recarga de acuíferos. Toda esa agua se perderá. De otra parte, el impacto social, económico, turístico y vial será calamitoso. Y segundo, porque no veo de parte de Cornare, la entidad encargada de otorgar la licencia, una posición clara respecto a la protección de los derechos ambientales. Ya en el pasado esa corporación expidió dos resoluciones que rebajaron el nivel de protección de los cerros de San Nicolás, lo cual, a mi juicio, viola el principio de “no regresividad” de la protección del medio ambiente. Además, Cornare parece desconocer la prohibición constitucional de afectar las aguas que nacen en las montañas, consagrada en la sentencia de la Corte Constitucional C-035 de 2016. También parece olvidar el artículo 80 de la constitución, en el que le ordena al Estado planificar “el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución”.
Sin embargo, no pierdo la esperanza de que se niegue la licencia. La cultura del bosque arrasado ya no es tan fuerte como lo era antes y son muchos los que hoy se oponen con vigor y sabiduría a esa cultura. No hay que olvidar tampoco que hay otra parte del himno antioqueño que habla de las montañas y que dice esto: “deja que aspiren mis hijos tus olorosas esencias”. Ojalá que los encargados de tomar las decisiones sobre el futuro de este proyecto piensen en las “esencias montañosas” que nuestros hijos y nietos van a respirar, y en las aguas que van a beber.
P. S. Tengo una casa en los cerros de San Nicolás y es allí donde, por lo general, escribo, y espero seguir haciéndolo mientras la montaña siga viva.
Pasé buena parte de mi infancia en el Valle de San Nicolás, al oriente de Medellín. En esos años lejanos había poca gente en el valle y los cinco pueblos que allí se asientan, Rionegro, Guarne, Marinilla, El Santuario y La Ceja, eran pequeños y cada uno tenía su propia identidad. Hoy, debido a la migración masiva desde Medellín, los pueblos, sobre todo Rionegro y La Ceja, se han convertido en pequeñas ciudades que crecen de manera desordenada.
De esos años recuerdo a un grupo de ambientalistas que proponía convertir el monte de El Capiro, ubicado en la parte sur del valle, en un gran parque público. Esa campaña fracasó y hoy las urbanizaciones llegan casi hasta la cumbre del monte. Estas luchas nunca han sido fáciles. Los ambientalistas, de ayer y de hoy, se enfrentan a la cultura antioqueña de “bosque arrasado”, la cual tiene en el himno y, en su célebre “hacha que mis mayores me dejaron por herencia”, una fiel consagración.
¿Por qué cuento todo esto? Porque el miércoles pasado se llevó a cabo en La Ceja una audiencia pública para el otorgamiento de una licencia ambiental solicitada por los promotores del proyecto Gravas La Colina. Los mineros pretenden extraer más de un millón trescientas mil toneladas de piedra y arena en un área de 21 hectáreas, ubicadas en todo lo alto del cerro de San Nicolás, que divide los municipios de La Ceja y La Unión, y en donde nacen buena parte de las aguas que bañan el valle.
La participación en la audiencia de las comunidades afectadas fue masiva. Están bien organizadas y se oponen de manera frontal al proyecto, como también se oponen las alcaldesas de La Ceja y de la Unión. La sesión duró unas seis horas y la gente salió optimista. A mí me alegró ver tantos defensores de la montaña, pero no veo con optimismo lo que se viene. Primero, por la dimensión del impacto negativo del proyecto, reconocido incluso por la misma minera. En la zona hay, por lo menos, cinco fuentes de agua y otras de recarga de acuíferos. Toda esa agua se perderá. De otra parte, el impacto social, económico, turístico y vial será calamitoso. Y segundo, porque no veo de parte de Cornare, la entidad encargada de otorgar la licencia, una posición clara respecto a la protección de los derechos ambientales. Ya en el pasado esa corporación expidió dos resoluciones que rebajaron el nivel de protección de los cerros de San Nicolás, lo cual, a mi juicio, viola el principio de “no regresividad” de la protección del medio ambiente. Además, Cornare parece desconocer la prohibición constitucional de afectar las aguas que nacen en las montañas, consagrada en la sentencia de la Corte Constitucional C-035 de 2016. También parece olvidar el artículo 80 de la constitución, en el que le ordena al Estado planificar “el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución”.
Sin embargo, no pierdo la esperanza de que se niegue la licencia. La cultura del bosque arrasado ya no es tan fuerte como lo era antes y son muchos los que hoy se oponen con vigor y sabiduría a esa cultura. No hay que olvidar tampoco que hay otra parte del himno antioqueño que habla de las montañas y que dice esto: “deja que aspiren mis hijos tus olorosas esencias”. Ojalá que los encargados de tomar las decisiones sobre el futuro de este proyecto piensen en las “esencias montañosas” que nuestros hijos y nietos van a respirar, y en las aguas que van a beber.
P. S. Tengo una casa en los cerros de San Nicolás y es allí donde, por lo general, escribo, y espero seguir haciéndolo mientras la montaña siga viva.