“A mí en realidad el sexo me interesa muy poco”. Con esa frase lapidaria soltada donde la terapista que visitaba con Santiago para salvar su matrimonio, Carolina cerraba un ciclo de tres años.
Se habían conocido en una oficina de consultores. Ella salía de una aventura breve e intensa con un compañero de universidad que se esfumó. Antes, había tenido un noviazgo formal con un ejecutivo trabajador y desabrido. Aunque se iban a casar, Carolina quiso tener más mundo antes de embarcarse en algo definitivo: cortó, probó varias cositas, rumbeó como loca, pero conservó su virginidad. Santiago, un poco mayor, había tenido varias novias, todas sexualmente activas. Se había iniciado con una separada y arrancando carrera en Bogotá había convivido con otra mujer mayor que él. Tal vez por eso, a diferencia de algunos amigos, nunca le atrajo el reto de seducir primíparas. Las prefería no necesariamente maduras, pero por lo menos experimentadas. Torpe en el arte de insistir y confiado en que la luna de miel era un ritual suficientemente testeado, se dejó convencer por esa novia cautivadora pero casta, ya atípica para la época.
Así, se casaron sin haber tirado antes. Los argumentos de Carolina fueron simples. “El condón es un lío y no me interesa aprender algo tan inseguro y pasajero”. Santiago tampoco pudo aportar ese know how. Siempre habían hecho la tarea por él, con pepas, T o diafragmas. La parafernalia contraceptiva, según ella, era mejor asumirla por canales institucionales. Opinaba además que las casas de amigos, los moteles, los potreros, los parqueaderos o los polvos de sofá eran un bajonazo.
La tan esperada noche de bodas, como predijo la Beauvoir, fue un desastre. El idílico paraje en nada contribuyó a que fluyera el romance. Ella frenó en seco en los preámbulos y él, que sentía haber aguantado demasiado, no tuvo suficiente paciencia ni destreza. Insólitamente, terminaron hablando de la niñez y de la suegra. Sólo al cuarto día el matrimonio pudo consumarse. Nada digno de celebrar.
Santiago recuerda que el primer orgasmo de Carolina, como al sexto encuentro, fue espectacular. Durante el resto de luna de miel no hubo muchas réplicas y nunca algo tan intenso. Al instalarse en Bogotá, ambos dejaron la oficina para continuar sus respectivas carreras. En la cama, con pequeñas disculpas, llamadas, documentos por revisar, cansancios y jaquecas, ella logró imponer su rutina. El polvo semanal era los sábados, a media mañana, justo después del baño y ya reposado el desayuno. Ni siquiera tan magra frecuencia y tan elaborado ritual garantizaban que ella siempre llegara. Santiago insiste en que él se esmeraba. Es más, precisa, “era la primera vez que tenía conciencia de que tocaba aplicarse de tal manera”.
En las charlas con la terapista volvieron a salir a flote los recuerdos de infancia y la mamá de Carolina. Las escenas eran casi de Buñuel. La señora que a medianoche, en bata y con rulos, entraba a la habitación de las hijas a despertarlas “porque su papá no ha vuelto ni ha llamado”. El discurso que seguía, entre amargado y resignado, acompañado con leche y galletas, era siempre una variante sobre lo insensibles y sinvergüenzas que pueden llegar a ser los hombres. Más o menos similar al que persiste, ahora para algunas agravado con “el violador eres tú”: de Guatemala a Guatepeor.
Sería obvio pensar que la aversión de Carolina hacia el sexo la compartió con su hermana y compañera de habitación. Pero no. Sobre Patricia, las secuelas de la cátedra nocturna contra el tenebroso sexo masculino fueron las opuestas. “Desde la universidad, ella se los comía a todos”, afirma Santiago sin titubeos. Para él, conocer a esas dos hermanas tan similares —mismo colegio, misma familia, mismos amigos— y tan distintas en la cama bastó para quedar desconcertado y afirmar que no entiende a las mujeres.
Carolina, cincuenta y tantos actualmente, pertenece a esa generación en la que más de una de cada tres mujeres colombianas consideran que “no sienten deseo ni placer sexual”. A pesar de una incidencia tan alta, no es fácil conseguir testimonios reales de mujeres frígidas, de eso poco se habla. Fue arduo convencer a Santiago para que contara detalles de su experiencia. Me recomendó referirme a Fernanda del Carpio que, según él, encaja bien en el perfil. “La frecuencia deseada de esa cachaca en Macondo debió ser como la de Carolina. El camisón blanco hasta los tobillos, mangas hasta los puños y resignación al sacrificio de víctima expiatoria son una buena caricatura de lo que viví en la luna de miel”, anotó.
Si las mujeres deben aprender a tener orgasmos y los hombres a controlarlos, vaya uno a saber por qué ahora se pregona que la sexualidad masculina y femenina sólo difieren por factores educativos y culturales, como la represión.
“A mí en realidad el sexo me interesa muy poco”. Con esa frase lapidaria soltada donde la terapista que visitaba con Santiago para salvar su matrimonio, Carolina cerraba un ciclo de tres años.
Se habían conocido en una oficina de consultores. Ella salía de una aventura breve e intensa con un compañero de universidad que se esfumó. Antes, había tenido un noviazgo formal con un ejecutivo trabajador y desabrido. Aunque se iban a casar, Carolina quiso tener más mundo antes de embarcarse en algo definitivo: cortó, probó varias cositas, rumbeó como loca, pero conservó su virginidad. Santiago, un poco mayor, había tenido varias novias, todas sexualmente activas. Se había iniciado con una separada y arrancando carrera en Bogotá había convivido con otra mujer mayor que él. Tal vez por eso, a diferencia de algunos amigos, nunca le atrajo el reto de seducir primíparas. Las prefería no necesariamente maduras, pero por lo menos experimentadas. Torpe en el arte de insistir y confiado en que la luna de miel era un ritual suficientemente testeado, se dejó convencer por esa novia cautivadora pero casta, ya atípica para la época.
Así, se casaron sin haber tirado antes. Los argumentos de Carolina fueron simples. “El condón es un lío y no me interesa aprender algo tan inseguro y pasajero”. Santiago tampoco pudo aportar ese know how. Siempre habían hecho la tarea por él, con pepas, T o diafragmas. La parafernalia contraceptiva, según ella, era mejor asumirla por canales institucionales. Opinaba además que las casas de amigos, los moteles, los potreros, los parqueaderos o los polvos de sofá eran un bajonazo.
La tan esperada noche de bodas, como predijo la Beauvoir, fue un desastre. El idílico paraje en nada contribuyó a que fluyera el romance. Ella frenó en seco en los preámbulos y él, que sentía haber aguantado demasiado, no tuvo suficiente paciencia ni destreza. Insólitamente, terminaron hablando de la niñez y de la suegra. Sólo al cuarto día el matrimonio pudo consumarse. Nada digno de celebrar.
Santiago recuerda que el primer orgasmo de Carolina, como al sexto encuentro, fue espectacular. Durante el resto de luna de miel no hubo muchas réplicas y nunca algo tan intenso. Al instalarse en Bogotá, ambos dejaron la oficina para continuar sus respectivas carreras. En la cama, con pequeñas disculpas, llamadas, documentos por revisar, cansancios y jaquecas, ella logró imponer su rutina. El polvo semanal era los sábados, a media mañana, justo después del baño y ya reposado el desayuno. Ni siquiera tan magra frecuencia y tan elaborado ritual garantizaban que ella siempre llegara. Santiago insiste en que él se esmeraba. Es más, precisa, “era la primera vez que tenía conciencia de que tocaba aplicarse de tal manera”.
En las charlas con la terapista volvieron a salir a flote los recuerdos de infancia y la mamá de Carolina. Las escenas eran casi de Buñuel. La señora que a medianoche, en bata y con rulos, entraba a la habitación de las hijas a despertarlas “porque su papá no ha vuelto ni ha llamado”. El discurso que seguía, entre amargado y resignado, acompañado con leche y galletas, era siempre una variante sobre lo insensibles y sinvergüenzas que pueden llegar a ser los hombres. Más o menos similar al que persiste, ahora para algunas agravado con “el violador eres tú”: de Guatemala a Guatepeor.
Sería obvio pensar que la aversión de Carolina hacia el sexo la compartió con su hermana y compañera de habitación. Pero no. Sobre Patricia, las secuelas de la cátedra nocturna contra el tenebroso sexo masculino fueron las opuestas. “Desde la universidad, ella se los comía a todos”, afirma Santiago sin titubeos. Para él, conocer a esas dos hermanas tan similares —mismo colegio, misma familia, mismos amigos— y tan distintas en la cama bastó para quedar desconcertado y afirmar que no entiende a las mujeres.
Carolina, cincuenta y tantos actualmente, pertenece a esa generación en la que más de una de cada tres mujeres colombianas consideran que “no sienten deseo ni placer sexual”. A pesar de una incidencia tan alta, no es fácil conseguir testimonios reales de mujeres frígidas, de eso poco se habla. Fue arduo convencer a Santiago para que contara detalles de su experiencia. Me recomendó referirme a Fernanda del Carpio que, según él, encaja bien en el perfil. “La frecuencia deseada de esa cachaca en Macondo debió ser como la de Carolina. El camisón blanco hasta los tobillos, mangas hasta los puños y resignación al sacrificio de víctima expiatoria son una buena caricatura de lo que viví en la luna de miel”, anotó.
Si las mujeres deben aprender a tener orgasmos y los hombres a controlarlos, vaya uno a saber por qué ahora se pregona que la sexualidad masculina y femenina sólo difieren por factores educativos y culturales, como la represión.