Como desprecian la ciencia, las neofeministas jamás entenderán la sexualidad masculina. Insistir en que está totalmente determinada por la cultura patriarcal solo profundizará su confusión con impulsos autoritarios para alterar masculinidades.
En los años 60, Natalia Bekhtereva, neuróloga rusa, estimulaba eléctricamente el tálamo de pacientes con párkinson. Algunos reportaron experiencias placenteras. Una mujer tuvo un orgasmo y quedó enganchada: “empezó a frecuentar el laboratorio para averiguar por la próxima sesión”.
Años antes Robert Heath, en la Universidad de Tulane, lograba efectos similares con corrientazos autoadministrados. Un gay con electrodos en el cerebro disfrutó la descarga más de mil veces, hasta “una abrumadora euforia”. Fue desconectado a pesar de sus enérgicas protestas. Algún lunático constitucionalista propondría que la estimulación placentera del cerebro sea un derecho fundamental conexo al libre desarrollo de la personalidad. Pero tales experimentos ahora están prohibidos. Tal vez hasta con animales.
La sexualidad humana es peculiar, pero comparte con otras especies un detonador cerebral del goce. A mediados del siglo pasado se descubrieron en el cerebro unos centros de placer, cuya estimulación es intensamente gratificante. Si un ratón aprende a autoestimularse con una palanca, morirá de hambre, “nadará fosos, saltará vallas o cruzará rejillas electrificadas para alcanzarla”. Como las drogas, este sexo directo es adictivo. El ratón manipulará su amada palanca hasta quedar exhausto.
La variante actual del corrientazo es un estímulo visual. Con sólo un computador o celular se puede tener goce sexual. Con la avalancha de porno en internet, es inevitable pensar en los roedores obsesionados con un mando. Ahora son nubes de hombres que, enviciados con un ratón, estimulan su cerebro de manera más novedosa e intensa que cualquier sultán turco polígamo. La pornoweb es para cualquier macho un séptimo cielo, rico en coreografías y atenciones femeninas. El cerebro sexual masculino es tan sensible a lo visual y tan obsesionado con la variedad, que se come el cuento de que tiene a su disposición un harem virtual. Las mujeres, sexualmente más sofisticadas y cerebrales, se creen menos semejante idiotez.
La dinámica de esa adicción es similar a la de las drogas. El estímulo es tan vigoroso que puede deteriorar el cableado entre neuronas y requerir dosis crecientes de excitación. Si a la escalada se suman otras emociones —sorpresa, disgusto, desprecio, miedo, vergüenza—, el enganche es más sólido. Por eso las escenas porno son cada vez más duras y estrambóticas. Algo similar les ocurre a los poderosos mujeriegos que parecen volverse adictos al sexo excéntrico y brusco.
Para una novela, Tom Wolfe gastó años observando estudiantes en los campus. En un pasaje, uno de ellos llega al dormitorio.
—¿Alguien tiene porno?
—Arriba hay revistas para una mano.
—Ya desarrollé tolerancia a las revistas, necesito un video.
No se sabe de usuarios dispuestos, como los ratones, a sacrificarse por una nueva experiencia. Pero sí de algunos que dejan de responder a los estímulos básicos tradicionales. La moda de hombres jóvenes asexuados podría provenir de un exceso de porno precoz. Si un desnudo con sonido es suficiente al principio, después se aburren con algo tan soft. Paralelamente, pierden interés sexual en sus parejas. La realidad de una mujer sin dotes de gimnasta, cadencia felina o corsetería de lujo puede implicar disfunción eréctil. La adicción al sexo virtual puede llevar a preferencias inimaginables en el ámbito doméstico. Si en la red la última faena fue con una cougar, su hija embarazada y el yerno trans con azotes del mayordomo sado, cualquier polvo tradicional parecerá insípido.
La incidencia del trastorno está lejos de conocerse. Tratar de prohibir ese comportamiento tan privado e íntimo sería no sólo inocuo sino torpe. La canasta de adicciones potenciales es en extremo variada, empieza en el azúcar y el cigarrillo, y sería un despropósito entregarles otro jugoso negocio a las mafias.
El autocibersexo sofisticado no atrae a las mujeres. Las usuarias de porno de cualquier edad son muchas menos que los hombres y la frigidez por saturación de estímulos virtuales suena a chiste flojo. Ellas también se inician sexualmente cada vez más jóvenes, están conectadas y tienen celular, pero lo utilizan para otros menesteres. Pueden ver lo que les antoje, pero les interesa menos. Como las farmacéuticas que no han encontrado el equivalente femenino del Viagra, los productores XXX buscan sin éxito la veta porno que atraiga a mujeres. La demanda femenina ni se acerca a la varonil.
Natalia Bekhtereva siguió siendo una científica respetada hasta su muerte en 2008. Les hubiera sacado plata a muchos hombres vendiéndoles fotos de las sesiones con la paciente enamorada de los electrodos. Nunca debió molestarse en leer las sandeces sexuales propuestas por neofeministas que siguen esperando al nuevo hombre, ese que buscaron soviéticos, chinos o cubanos, pero ahora educándolo con “enfoque de género”. Se quedarán mirando un chispero y tendrán que consolarse entre ellas.
Como desprecian la ciencia, las neofeministas jamás entenderán la sexualidad masculina. Insistir en que está totalmente determinada por la cultura patriarcal solo profundizará su confusión con impulsos autoritarios para alterar masculinidades.
En los años 60, Natalia Bekhtereva, neuróloga rusa, estimulaba eléctricamente el tálamo de pacientes con párkinson. Algunos reportaron experiencias placenteras. Una mujer tuvo un orgasmo y quedó enganchada: “empezó a frecuentar el laboratorio para averiguar por la próxima sesión”.
Años antes Robert Heath, en la Universidad de Tulane, lograba efectos similares con corrientazos autoadministrados. Un gay con electrodos en el cerebro disfrutó la descarga más de mil veces, hasta “una abrumadora euforia”. Fue desconectado a pesar de sus enérgicas protestas. Algún lunático constitucionalista propondría que la estimulación placentera del cerebro sea un derecho fundamental conexo al libre desarrollo de la personalidad. Pero tales experimentos ahora están prohibidos. Tal vez hasta con animales.
La sexualidad humana es peculiar, pero comparte con otras especies un detonador cerebral del goce. A mediados del siglo pasado se descubrieron en el cerebro unos centros de placer, cuya estimulación es intensamente gratificante. Si un ratón aprende a autoestimularse con una palanca, morirá de hambre, “nadará fosos, saltará vallas o cruzará rejillas electrificadas para alcanzarla”. Como las drogas, este sexo directo es adictivo. El ratón manipulará su amada palanca hasta quedar exhausto.
La variante actual del corrientazo es un estímulo visual. Con sólo un computador o celular se puede tener goce sexual. Con la avalancha de porno en internet, es inevitable pensar en los roedores obsesionados con un mando. Ahora son nubes de hombres que, enviciados con un ratón, estimulan su cerebro de manera más novedosa e intensa que cualquier sultán turco polígamo. La pornoweb es para cualquier macho un séptimo cielo, rico en coreografías y atenciones femeninas. El cerebro sexual masculino es tan sensible a lo visual y tan obsesionado con la variedad, que se come el cuento de que tiene a su disposición un harem virtual. Las mujeres, sexualmente más sofisticadas y cerebrales, se creen menos semejante idiotez.
La dinámica de esa adicción es similar a la de las drogas. El estímulo es tan vigoroso que puede deteriorar el cableado entre neuronas y requerir dosis crecientes de excitación. Si a la escalada se suman otras emociones —sorpresa, disgusto, desprecio, miedo, vergüenza—, el enganche es más sólido. Por eso las escenas porno son cada vez más duras y estrambóticas. Algo similar les ocurre a los poderosos mujeriegos que parecen volverse adictos al sexo excéntrico y brusco.
Para una novela, Tom Wolfe gastó años observando estudiantes en los campus. En un pasaje, uno de ellos llega al dormitorio.
—¿Alguien tiene porno?
—Arriba hay revistas para una mano.
—Ya desarrollé tolerancia a las revistas, necesito un video.
No se sabe de usuarios dispuestos, como los ratones, a sacrificarse por una nueva experiencia. Pero sí de algunos que dejan de responder a los estímulos básicos tradicionales. La moda de hombres jóvenes asexuados podría provenir de un exceso de porno precoz. Si un desnudo con sonido es suficiente al principio, después se aburren con algo tan soft. Paralelamente, pierden interés sexual en sus parejas. La realidad de una mujer sin dotes de gimnasta, cadencia felina o corsetería de lujo puede implicar disfunción eréctil. La adicción al sexo virtual puede llevar a preferencias inimaginables en el ámbito doméstico. Si en la red la última faena fue con una cougar, su hija embarazada y el yerno trans con azotes del mayordomo sado, cualquier polvo tradicional parecerá insípido.
La incidencia del trastorno está lejos de conocerse. Tratar de prohibir ese comportamiento tan privado e íntimo sería no sólo inocuo sino torpe. La canasta de adicciones potenciales es en extremo variada, empieza en el azúcar y el cigarrillo, y sería un despropósito entregarles otro jugoso negocio a las mafias.
El autocibersexo sofisticado no atrae a las mujeres. Las usuarias de porno de cualquier edad son muchas menos que los hombres y la frigidez por saturación de estímulos virtuales suena a chiste flojo. Ellas también se inician sexualmente cada vez más jóvenes, están conectadas y tienen celular, pero lo utilizan para otros menesteres. Pueden ver lo que les antoje, pero les interesa menos. Como las farmacéuticas que no han encontrado el equivalente femenino del Viagra, los productores XXX buscan sin éxito la veta porno que atraiga a mujeres. La demanda femenina ni se acerca a la varonil.
Natalia Bekhtereva siguió siendo una científica respetada hasta su muerte en 2008. Les hubiera sacado plata a muchos hombres vendiéndoles fotos de las sesiones con la paciente enamorada de los electrodos. Nunca debió molestarse en leer las sandeces sexuales propuestas por neofeministas que siguen esperando al nuevo hombre, ese que buscaron soviéticos, chinos o cubanos, pero ahora educándolo con “enfoque de género”. Se quedarán mirando un chispero y tendrán que consolarse entre ellas.