Con alta dosis de cinismo, un dizque honorable senador confesó que las Farc ordenaron el asesinato de Álvaro Gómez y el de Jesús Antonio Chucho Bejarano.
Sobre el primer atentado ha habido debate y críticas a la JEP por ayudar a que presuntos involucrados en un crimen de Estado en pleno Proceso 8.000 lavaran su imagen. Sobre el segundo hay menos dudas. Siempre se sospechó que las Farc habían planeado y ejecutado a mansalva su infame ataque cuando, en septiembre de 1999, Chucho se dirigía al salón de clases, en la Universidad Nacional de Colombia.
Al igual que otros grupos dedicados en el mundo al terrorismo —“sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”—, las Farc-Ep no le perdonaron a un intelectual de la talla de Bejarano atreverse a criticarlos como hizo con todos los “actores armados” del conflicto colombiano. No podían reprocharle pertenecer a la oligarquía tradicional. Tatiana Acevedo hizo la tarea de revisar su impecable trayectoria y cuenta que él había dicho: “Soy un hombre de provincia… de una tierra de paz… una tierra que sabe cuánto cuesta la guerra... no son ya necesarios los apellidos y los padrinazgos para desempeñar funciones en el Gobierno”. Lo mataron cobardemente en lo que debía ser un territorio libre de violencia, la universidad, por tener claridad sobre “el proceso de deslegitimación que a lo largo de los años 80 vivió no solo el Estado, sino también la subversión armada”.
Un proceso similar de reacción violenta contra quienes fueron sus aliados en la lucha contra la dictadura franquista lo tuvo “la banda terrorista Eta”, como se denomina sin ningún aspaviento en España a esa organización criminal, cuando “eligió intelectuales antifranquistas como blanco”. A partir del 2000 esta “socialización del sufrimiento”, el cínico lema etarra para la nueva estrategia del terror, dejó 23 personas asesinadas, con ataques concentrados en “la intelectualidad socialista y antifranquista”.
Un ícono de esta sangrienta campaña fue José Ramón Recalde, dueño de la Librería Lagun, situada en el casco antiguo de San Sebastián, que primero fue símbolo de resistencia contra el franquismo para luego convertirse en bastión de la lucha antiterrorista. Los fanáticos de la violencia no toleran críticas y mucho menos a quienes consideran traidores, como las Farc veían a Bejarano. Así, el célebre centro de reunión de intelectuales vascos que buscaban defender la cohesión, la pluralidad y los valores democráticos se convirtió tanto en un referente ético de la ciudadanía como en objetivo militar de la banda, siendo objeto de numerosos ataques de kale borroka, la violencia callejera para apoyar el nacionalismo extremo.
En Zucule, el boletín interno de Eta, se señala a finales del 2000 que aunque el librero Recalde había sido “militante antifranquista” se había convertido en enemigo “por su militancia contraria a la liberación de Euskal Herría”. Años antes los políticos socialistas del PSOE ya eran considerados objetivo militar. Haber militado en contra de la dictadura dejó de ser obstáculo para matar. A Eta “le preocupaba mucho la influencia intelectual de los constitucionalistas procedentes del antifranquismo”. Se sentían poco amenazados por la élite pensante “sofisticada, dirigida a minorías”. Los verdaderos enemigos eran “los intelectuales generadores de pensamiento que lo socializaban en los medios de comunicación”, tal como lograba hacer Chucho Bejarano.
El 14 de septiembre de 2000, al llegar a su casa, Recalde recibió un tiro de frente disparado por un joven que salió corriendo. Su esposa lo llevó al hospital. La bala le destrozó la cara, pero la inexperiencia del terrorista le salvó la vida por unos milímetros.
Menos suerte corrió Samuel Paty, el profesor de historia en un colegio de secundaria francés al que un hombre armado con un cuchillo de 32 centímetros esperó hace unos días a la salida del establecimiento, lo siguió hasta su casa y lo decapitó. Tras el ataque, el asesino fotografió el cadáver y subió la imagen a Twitter con una nota dirigida al presidente Macron. “En el nombre de Alá, el todo misericordioso… he ejecutado a uno de los perros del infierno que han osado rebajar a Mahoma”.
Paty educaba futuros ciudadanos. “Era sonriente y alegre, próximo a los alumnos y orgulloso de ellos” anota una joven de 14 años. Expuesto a inmigrantes de las procedencias y religiones más diversas, en una clase que acabó mal había discutido con sus alumnos los atentados de 2015 contra el semanario Charlie Hebdo. El docente advirtió que quien no quisiera mirar las caricaturas del profeta del islam que iba a mostrar podía “cerrar los ojos, desviar la vista o salir de clase”. El padre de un alumno protestó y activó en redes sociales una campaña furibunda contra Paty acusándolo de difundir pornografía. Cinco años después del “Je suis Charlie” nace en Francia otra consigna solidaria: “Je suis prof”, como Chucho.
Con alta dosis de cinismo, un dizque honorable senador confesó que las Farc ordenaron el asesinato de Álvaro Gómez y el de Jesús Antonio Chucho Bejarano.
Sobre el primer atentado ha habido debate y críticas a la JEP por ayudar a que presuntos involucrados en un crimen de Estado en pleno Proceso 8.000 lavaran su imagen. Sobre el segundo hay menos dudas. Siempre se sospechó que las Farc habían planeado y ejecutado a mansalva su infame ataque cuando, en septiembre de 1999, Chucho se dirigía al salón de clases, en la Universidad Nacional de Colombia.
Al igual que otros grupos dedicados en el mundo al terrorismo —“sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”—, las Farc-Ep no le perdonaron a un intelectual de la talla de Bejarano atreverse a criticarlos como hizo con todos los “actores armados” del conflicto colombiano. No podían reprocharle pertenecer a la oligarquía tradicional. Tatiana Acevedo hizo la tarea de revisar su impecable trayectoria y cuenta que él había dicho: “Soy un hombre de provincia… de una tierra de paz… una tierra que sabe cuánto cuesta la guerra... no son ya necesarios los apellidos y los padrinazgos para desempeñar funciones en el Gobierno”. Lo mataron cobardemente en lo que debía ser un territorio libre de violencia, la universidad, por tener claridad sobre “el proceso de deslegitimación que a lo largo de los años 80 vivió no solo el Estado, sino también la subversión armada”.
Un proceso similar de reacción violenta contra quienes fueron sus aliados en la lucha contra la dictadura franquista lo tuvo “la banda terrorista Eta”, como se denomina sin ningún aspaviento en España a esa organización criminal, cuando “eligió intelectuales antifranquistas como blanco”. A partir del 2000 esta “socialización del sufrimiento”, el cínico lema etarra para la nueva estrategia del terror, dejó 23 personas asesinadas, con ataques concentrados en “la intelectualidad socialista y antifranquista”.
Un ícono de esta sangrienta campaña fue José Ramón Recalde, dueño de la Librería Lagun, situada en el casco antiguo de San Sebastián, que primero fue símbolo de resistencia contra el franquismo para luego convertirse en bastión de la lucha antiterrorista. Los fanáticos de la violencia no toleran críticas y mucho menos a quienes consideran traidores, como las Farc veían a Bejarano. Así, el célebre centro de reunión de intelectuales vascos que buscaban defender la cohesión, la pluralidad y los valores democráticos se convirtió tanto en un referente ético de la ciudadanía como en objetivo militar de la banda, siendo objeto de numerosos ataques de kale borroka, la violencia callejera para apoyar el nacionalismo extremo.
En Zucule, el boletín interno de Eta, se señala a finales del 2000 que aunque el librero Recalde había sido “militante antifranquista” se había convertido en enemigo “por su militancia contraria a la liberación de Euskal Herría”. Años antes los políticos socialistas del PSOE ya eran considerados objetivo militar. Haber militado en contra de la dictadura dejó de ser obstáculo para matar. A Eta “le preocupaba mucho la influencia intelectual de los constitucionalistas procedentes del antifranquismo”. Se sentían poco amenazados por la élite pensante “sofisticada, dirigida a minorías”. Los verdaderos enemigos eran “los intelectuales generadores de pensamiento que lo socializaban en los medios de comunicación”, tal como lograba hacer Chucho Bejarano.
El 14 de septiembre de 2000, al llegar a su casa, Recalde recibió un tiro de frente disparado por un joven que salió corriendo. Su esposa lo llevó al hospital. La bala le destrozó la cara, pero la inexperiencia del terrorista le salvó la vida por unos milímetros.
Menos suerte corrió Samuel Paty, el profesor de historia en un colegio de secundaria francés al que un hombre armado con un cuchillo de 32 centímetros esperó hace unos días a la salida del establecimiento, lo siguió hasta su casa y lo decapitó. Tras el ataque, el asesino fotografió el cadáver y subió la imagen a Twitter con una nota dirigida al presidente Macron. “En el nombre de Alá, el todo misericordioso… he ejecutado a uno de los perros del infierno que han osado rebajar a Mahoma”.
Paty educaba futuros ciudadanos. “Era sonriente y alegre, próximo a los alumnos y orgulloso de ellos” anota una joven de 14 años. Expuesto a inmigrantes de las procedencias y religiones más diversas, en una clase que acabó mal había discutido con sus alumnos los atentados de 2015 contra el semanario Charlie Hebdo. El docente advirtió que quien no quisiera mirar las caricaturas del profeta del islam que iba a mostrar podía “cerrar los ojos, desviar la vista o salir de clase”. El padre de un alumno protestó y activó en redes sociales una campaña furibunda contra Paty acusándolo de difundir pornografía. Cinco años después del “Je suis Charlie” nace en Francia otra consigna solidaria: “Je suis prof”, como Chucho.