La visión común de la Conquista por los españoles es una fábula que ha contribuido a la mala comprensión de dónde venimos, de nuestro mestizaje.
Una versión de la historia económica de América Latina, Las venas abiertas de Eduardo Galeano, es el ensayo más popular sobre nuestra dificultad para desarrollarnos. Allí se silencia la principal ventaja de los españoles para conquistar y evangelizar el continente: la viruela y otras enfermedades contagiosas. La hazaña del descubrimiento impulsado por la codicia y el afán de convertir herejes es insuficiente para explicar cómo un puñado de españoles conquistaron a una población indígena 100 veces superior. El número de aborígenes americanos superaba los 100 millones. En 1618, “la población inicial de México, cercana a los 20 millones, se había desplomado a cerca de 1,6 millones”. Algo similar ocurrió en el Perú a la llegada de Pizarro en 1531 para conquistar con 168 hombres el Imperio Inca con población de varios millones. La viruela llevaba cinco años matando gente, incluyendo al emperador Huayna Cápac y a su sucesor.
En 1530 el gobernador de Cuba le escribía al rey que la “pestilencia el año pasado se habrá lleuado al tercio de los que había”. Torquemada cita epidemias de tifus, que no afectaron a los españoles: una en 1545 que ocasionó 800.000 muertes y la de 1575 en la que perecieron dos millones de indios. El padre Betanzos escribía que “en Tlaxcala mueren ordinariamente 1.000 indios al día… en este pueblo de Tepetlaoztoc, donde agora estoy, ya pasan harto de 14.000 que son muertos”. La población borinqueña en Puerto Rico fue diezmada por la viruela.
La desaparición de 9 de cada 10 habitantes de culturas tan avanzadas como la azteca y la inca no se puede explicar en términos militares. Para eso se hubieran requerido todas las armas y la pólvora disponibles en ese momento no sólo en España sino en Europa.
Antonio Caballero, en la Historia de Colombia y sus oligarquías (1498 - 2017), sentencia que la Conquista fue un “genocidio que despobló hasta los huesos un continente habitado por decenas de millones de personas: en parte a causa de la violencia vesánica de los invasores y en parte aún mayor por la aparición de mortíferas epidemias de enfermedades nuevas y desconocidas”. Pensé que debía haber una nueva acepción para el vocablo genocidio, pero no, la Real Academia lo define aún como “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Dado ese paso, no faltará el lunático que agregue que los españoles vinieron, con premeditación y alevosía, a inocular distintos virus en los aborígenes.
Fuera de las epidemias, otra razón natural que los detractores de la Conquista rara vez mencionan es el mestizaje, “que redujo la población india puesto que cada mestizo que nacía era un indio menos”. Así se dio “el más gigantesco proceso de mezcla racial que ha producido la humanidad”.
Parte de ese mestizaje fue forzado. Como anota Magnus Mörner, “la captura de mujeres fue un elemento más en la esclavización de los indios”. Muchos de los soldados de la Conquista eran veteranos de guerras acostumbrados a múltiples atropellos. “Creíanse caballeros y eran, en realidad, salteadores de caminos… junto al oro, las hembras constituyeron parte principal del botín de guerra”.
Los excesos no fueron exclusividad española. Donde los indígenas no pudieron ser vencidos, como en Chile, “las españolas pasan a integrar los serrallos de los caciques”. Una mujer cristiana fue capturada por un cacique como concubina, pero las otras mancebas, “celosas por el favor que recibía, la asesinaron y luego dijeron que la había devorado un caimán mientras se bañaba en un río”.
En las sociedades indígenas, las mujeres servían para el intercambio, “las hembras eran objetos que se vendían por interés económico o se regalaban como signo de amistad, para lo cual eran educadas en la más completa sumisión al hombre” anota Ricardo Herren. Vasco Núñez de Balboa mantuvo estrecha amistad con el cacique Careta, Chimú, quien le entregó a una de sus hijas. “La criatura era de tan corta edad que entró como pupila en la casa de Balboa hasta que se convirtió en una joven hermosa y pasó a los aposentos del conquistador como su principal concubina”. Aún hay rezagos de la infame costumbre de disponer de niñas indígenas como mostró el reciente escándalo con la etnia wayuu.
Fulvia, una aborigen bautizada que hacía parte del harem de Balboa, le salvó la vida denunciando una conspiración contra él. “No será la única india que, por amor y devoción a algún español, no duda en traicionar a los suyos. La misma historia se repite a lo largo de todo el continente”. El burdo guion sobre la Conquista exige matices y correcciones. “La verdad es la verdad, y merece ser conocida”.
La visión común de la Conquista por los españoles es una fábula que ha contribuido a la mala comprensión de dónde venimos, de nuestro mestizaje.
Una versión de la historia económica de América Latina, Las venas abiertas de Eduardo Galeano, es el ensayo más popular sobre nuestra dificultad para desarrollarnos. Allí se silencia la principal ventaja de los españoles para conquistar y evangelizar el continente: la viruela y otras enfermedades contagiosas. La hazaña del descubrimiento impulsado por la codicia y el afán de convertir herejes es insuficiente para explicar cómo un puñado de españoles conquistaron a una población indígena 100 veces superior. El número de aborígenes americanos superaba los 100 millones. En 1618, “la población inicial de México, cercana a los 20 millones, se había desplomado a cerca de 1,6 millones”. Algo similar ocurrió en el Perú a la llegada de Pizarro en 1531 para conquistar con 168 hombres el Imperio Inca con población de varios millones. La viruela llevaba cinco años matando gente, incluyendo al emperador Huayna Cápac y a su sucesor.
En 1530 el gobernador de Cuba le escribía al rey que la “pestilencia el año pasado se habrá lleuado al tercio de los que había”. Torquemada cita epidemias de tifus, que no afectaron a los españoles: una en 1545 que ocasionó 800.000 muertes y la de 1575 en la que perecieron dos millones de indios. El padre Betanzos escribía que “en Tlaxcala mueren ordinariamente 1.000 indios al día… en este pueblo de Tepetlaoztoc, donde agora estoy, ya pasan harto de 14.000 que son muertos”. La población borinqueña en Puerto Rico fue diezmada por la viruela.
La desaparición de 9 de cada 10 habitantes de culturas tan avanzadas como la azteca y la inca no se puede explicar en términos militares. Para eso se hubieran requerido todas las armas y la pólvora disponibles en ese momento no sólo en España sino en Europa.
Antonio Caballero, en la Historia de Colombia y sus oligarquías (1498 - 2017), sentencia que la Conquista fue un “genocidio que despobló hasta los huesos un continente habitado por decenas de millones de personas: en parte a causa de la violencia vesánica de los invasores y en parte aún mayor por la aparición de mortíferas epidemias de enfermedades nuevas y desconocidas”. Pensé que debía haber una nueva acepción para el vocablo genocidio, pero no, la Real Academia lo define aún como “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Dado ese paso, no faltará el lunático que agregue que los españoles vinieron, con premeditación y alevosía, a inocular distintos virus en los aborígenes.
Fuera de las epidemias, otra razón natural que los detractores de la Conquista rara vez mencionan es el mestizaje, “que redujo la población india puesto que cada mestizo que nacía era un indio menos”. Así se dio “el más gigantesco proceso de mezcla racial que ha producido la humanidad”.
Parte de ese mestizaje fue forzado. Como anota Magnus Mörner, “la captura de mujeres fue un elemento más en la esclavización de los indios”. Muchos de los soldados de la Conquista eran veteranos de guerras acostumbrados a múltiples atropellos. “Creíanse caballeros y eran, en realidad, salteadores de caminos… junto al oro, las hembras constituyeron parte principal del botín de guerra”.
Los excesos no fueron exclusividad española. Donde los indígenas no pudieron ser vencidos, como en Chile, “las españolas pasan a integrar los serrallos de los caciques”. Una mujer cristiana fue capturada por un cacique como concubina, pero las otras mancebas, “celosas por el favor que recibía, la asesinaron y luego dijeron que la había devorado un caimán mientras se bañaba en un río”.
En las sociedades indígenas, las mujeres servían para el intercambio, “las hembras eran objetos que se vendían por interés económico o se regalaban como signo de amistad, para lo cual eran educadas en la más completa sumisión al hombre” anota Ricardo Herren. Vasco Núñez de Balboa mantuvo estrecha amistad con el cacique Careta, Chimú, quien le entregó a una de sus hijas. “La criatura era de tan corta edad que entró como pupila en la casa de Balboa hasta que se convirtió en una joven hermosa y pasó a los aposentos del conquistador como su principal concubina”. Aún hay rezagos de la infame costumbre de disponer de niñas indígenas como mostró el reciente escándalo con la etnia wayuu.
Fulvia, una aborigen bautizada que hacía parte del harem de Balboa, le salvó la vida denunciando una conspiración contra él. “No será la única india que, por amor y devoción a algún español, no duda en traicionar a los suyos. La misma historia se repite a lo largo de todo el continente”. El burdo guion sobre la Conquista exige matices y correcciones. “La verdad es la verdad, y merece ser conocida”.