Aunque parezca insólito, por el maltrato y el desprecio español hacia ellos, “los indios veían en el conquistador a un dios”. Esta paradoja es aún más desconcertante para las mujeres, particularmente atraídas por los invasores.
Casi la totalidad (94%) de quienes vinieron eran hombres. No eran hábiles trabajadores, ni labriegos, ni artesanos. Las autoridades españolas intentaron ser selectivas con las autorizaciones para viajar al nuevo mundo. Abogados, por ejemplo, al igual que “delincuentes, pillos o pícaros” no podían emigrar por “su afición a los pleitos, su pasión por la trácala y su capacidad de engullir bienes y fortunas en procesos interminables”. Pero la realidad estuvo lejos de los deseos oficiales: en la tripulación de las Tres Carabelas ya venían presidiarios. A La Española llegó “la más escogida colección de gentuza que nunca se juntó: exsoldados, nobles arruinados, aventureros, criminales y convictos”. En una carta al emperador, Hernán Cortés se quejaba porque “la mayoría de los españoles que han venido aquí son de baja calidad, violentos, viciosos”. Para Miguel de Cervantes, América era “refugio y amparo de los desesperados, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores”.
Además del lumpen, vinieron individuos con escasos chances de supervivencia en su tierra natal. “Campesinos sin tierra, artesanos sin trabajo, gente sin oficio, segundones perjudicados por el mayorazgo que favorecía al primogénito, marginados o perseguidos”. A ellos se sumaron aventureros y cazafortunas que buscaban conquistar con las armas, o con suerte, “la fama, la honra y la riqueza” que ya no podían conseguir en la Península. Su ambición, como la de cualquier hidalgo de la época, era vivir de manera opulenta sin trabajar.
Funcionarios coloniales se quejaban permanentemente porque campesinos y artesanos al llegar a América se negaban a ejercer sus oficios, para vivir como si fuesen señores. Tras 20 años de experiencia en México, un misionero franciscano anota que “nunca hacen otra cosa que demandar, y por mucho que les den nunca están contentos; a doquiera que están todo lo enconan y corrompen, hediondos como carne dañada, y no se aplican a hacer nada sino mandar; son zánganos que comen la miel que labran las pobres abejas”. Recuerda a muchos políticos colombianos contemporáneos, civiles o armados.
En el nuevo mundo, esta manada de cafres que nunca habían visto un cuerpo femenino “sin pesados ropajes ni siquiera en la pintura de la época, monotemática, obsesivamente religiosa”, encontraron gente liberada, mujeres desinhibidas que tenían sexo lúdico y consideraban intrascendente la virginidad. En Cuba, cuenta un cronista, “en la fiesta de boda, la novia fornica con todos los asistentes a la celebración”.
Las mujeres aborígenes prefirieron a los españoles en parte por la intuición de que un hijo mestizo tendría mejores posibilidades en ese mundo de foráneos que, formateados con represión cristiana, reaccionaban impulsivamente ante los atributos físicos femeninos. Su actitud era poco modesta, todo lo contrario: prepotente y soberbia. Fungían de amos y señores. Además, como pareja preferían a sus coterráneas y después a las indígenas de tez más clara.
Miguel Díaz llegó con Colón a La Española y huyó con seis amigos tras una pelea. Fueron acogidos por la cacica Osema, bautizada luego Catalina, quien se enamoró perdidamente de Díaz y tuvo con él dos hijos, los primeros mestizos legitimados en América.
Poco después del descubrimiento, muchas mujeres aborígenes se decoloraban la piel para parecer blancas. Un cronista anota que en La Española, “como tienen envidia de ver a las mujeres hispanas, toman las raíces del guao y las asan muy bien… las convierten en pasta de ungüento (que) se untan en la cara y el pescuezo… Al cabo de nueve días quedan tan blancas que no las conocerían”.
¿Por qué a las mujeres nativas les gustaban esos hombres tan vagos, sucios, desagradables, prepotentes y violentos que venían de ultramar? Una posible respuesta la ofrece la teoría darwinista de la selección sexual. Nada más visceralmente atractivo para una mujer que un hombre inmune a una plaga que diezma a su grupo. Esta observación es tan universal que aplica a cualquier hembra, de cualquier especie. Las señales —fidedignas o engañosas— de buena salud son el principal criterio para el deseo de apareamiento, incluso por encima del acceso a recursos. Tanto, que muchos animales presentan complejas e inútiles características —como la cola del pavo real— que los incomodan para alimentarse o que atraen depredadores, poniendo en riesgo su supervivencia, con tal de poder enviar el mensaje de que están sanos, vigorosos y transmitirán genes resistentes a las enfermedades.
Así, una razón escueta para explicar la preferencia de algunas mujeres indígenas por la piel blanca al elegir al padre de sus hijos es que se trataba de una señal inconfundible de buena salud, de inmunidad a las epidemias que mataban al resto de la población.
Aunque parezca insólito, por el maltrato y el desprecio español hacia ellos, “los indios veían en el conquistador a un dios”. Esta paradoja es aún más desconcertante para las mujeres, particularmente atraídas por los invasores.
Casi la totalidad (94%) de quienes vinieron eran hombres. No eran hábiles trabajadores, ni labriegos, ni artesanos. Las autoridades españolas intentaron ser selectivas con las autorizaciones para viajar al nuevo mundo. Abogados, por ejemplo, al igual que “delincuentes, pillos o pícaros” no podían emigrar por “su afición a los pleitos, su pasión por la trácala y su capacidad de engullir bienes y fortunas en procesos interminables”. Pero la realidad estuvo lejos de los deseos oficiales: en la tripulación de las Tres Carabelas ya venían presidiarios. A La Española llegó “la más escogida colección de gentuza que nunca se juntó: exsoldados, nobles arruinados, aventureros, criminales y convictos”. En una carta al emperador, Hernán Cortés se quejaba porque “la mayoría de los españoles que han venido aquí son de baja calidad, violentos, viciosos”. Para Miguel de Cervantes, América era “refugio y amparo de los desesperados, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores”.
Además del lumpen, vinieron individuos con escasos chances de supervivencia en su tierra natal. “Campesinos sin tierra, artesanos sin trabajo, gente sin oficio, segundones perjudicados por el mayorazgo que favorecía al primogénito, marginados o perseguidos”. A ellos se sumaron aventureros y cazafortunas que buscaban conquistar con las armas, o con suerte, “la fama, la honra y la riqueza” que ya no podían conseguir en la Península. Su ambición, como la de cualquier hidalgo de la época, era vivir de manera opulenta sin trabajar.
Funcionarios coloniales se quejaban permanentemente porque campesinos y artesanos al llegar a América se negaban a ejercer sus oficios, para vivir como si fuesen señores. Tras 20 años de experiencia en México, un misionero franciscano anota que “nunca hacen otra cosa que demandar, y por mucho que les den nunca están contentos; a doquiera que están todo lo enconan y corrompen, hediondos como carne dañada, y no se aplican a hacer nada sino mandar; son zánganos que comen la miel que labran las pobres abejas”. Recuerda a muchos políticos colombianos contemporáneos, civiles o armados.
En el nuevo mundo, esta manada de cafres que nunca habían visto un cuerpo femenino “sin pesados ropajes ni siquiera en la pintura de la época, monotemática, obsesivamente religiosa”, encontraron gente liberada, mujeres desinhibidas que tenían sexo lúdico y consideraban intrascendente la virginidad. En Cuba, cuenta un cronista, “en la fiesta de boda, la novia fornica con todos los asistentes a la celebración”.
Las mujeres aborígenes prefirieron a los españoles en parte por la intuición de que un hijo mestizo tendría mejores posibilidades en ese mundo de foráneos que, formateados con represión cristiana, reaccionaban impulsivamente ante los atributos físicos femeninos. Su actitud era poco modesta, todo lo contrario: prepotente y soberbia. Fungían de amos y señores. Además, como pareja preferían a sus coterráneas y después a las indígenas de tez más clara.
Miguel Díaz llegó con Colón a La Española y huyó con seis amigos tras una pelea. Fueron acogidos por la cacica Osema, bautizada luego Catalina, quien se enamoró perdidamente de Díaz y tuvo con él dos hijos, los primeros mestizos legitimados en América.
Poco después del descubrimiento, muchas mujeres aborígenes se decoloraban la piel para parecer blancas. Un cronista anota que en La Española, “como tienen envidia de ver a las mujeres hispanas, toman las raíces del guao y las asan muy bien… las convierten en pasta de ungüento (que) se untan en la cara y el pescuezo… Al cabo de nueve días quedan tan blancas que no las conocerían”.
¿Por qué a las mujeres nativas les gustaban esos hombres tan vagos, sucios, desagradables, prepotentes y violentos que venían de ultramar? Una posible respuesta la ofrece la teoría darwinista de la selección sexual. Nada más visceralmente atractivo para una mujer que un hombre inmune a una plaga que diezma a su grupo. Esta observación es tan universal que aplica a cualquier hembra, de cualquier especie. Las señales —fidedignas o engañosas— de buena salud son el principal criterio para el deseo de apareamiento, incluso por encima del acceso a recursos. Tanto, que muchos animales presentan complejas e inútiles características —como la cola del pavo real— que los incomodan para alimentarse o que atraen depredadores, poniendo en riesgo su supervivencia, con tal de poder enviar el mensaje de que están sanos, vigorosos y transmitirán genes resistentes a las enfermedades.
Así, una razón escueta para explicar la preferencia de algunas mujeres indígenas por la piel blanca al elegir al padre de sus hijos es que se trataba de una señal inconfundible de buena salud, de inmunidad a las epidemias que mataban al resto de la población.