Pobre país. Tras décadas de conflicto armado que nunca terminó, enfrenta una amenaza de mortalidad incierta agravada por protestas y levantamientos sociales seguros.
Parte de la tragedia es compartida con muchos países. El confinamiento forzado, un harakiri colectivo, no es fatalidad, ni depende de la indomable naturaleza. Lo cultiva con esmero una insólita mezcla de protagonistas que llevan a Colombia hacia un despeñadero donde además de coronavirus habrá hambre, otras enfermedades, protestas y tal vez muertes más difusas e impredecibles.
La principal responsabilidad del sacrificio en rebaño recae sobre la élite epidemiológica mundial. Ante el embate del Covid-19 en Wuhan, China, esta burocracia entró en pánico. Sin bases sólidas, con supuesto respaldo científico, hizo proyecciones apocalípticas sobre ese primer foco de infección. Anunció 100 mil contagios diarios nuevos, millones en pocas semanas. Después de tres meses, el total de infectados chinos no pasa de 90 mil, unos mil al día, la centésima parte de lo pronosticado. En ese lapso, el virus llegó a 200 países, con algo más de 600 mil casos de contagio y 29 mil muertes.
En Colombia, “a 28 de marzo, se reportan 539 casos confirmados y seis muertes” resume un informe de la Universidad de Antioquia. Un día después, entrevistada por el diario de mayor circulación nacional, la directora del Instituto Nacional de Salud (INS) declaró que, para Colombia, con modelos matemáticos, “estiman en 4 millones los contagios; 80% con síntomas leves”. Una responsable del manejo de la crisis ignoró información a su alcance para anunciar una pandemia con un número de personas afectadas 6.4 veces superior a las reportadas en el mundo en los últimos 90 días.
Médica, epidemióloga y economista, esta funcionaria debió aprender de intervalos de confianza. Las proyecciones jamás se hacen con certeza: se estima, con determinada probabilidad, un rango cuya amplitud depende de los datos. Un epidemiólogo de Stanford con sobrados pergaminos anota que con tal deficiencia en las pruebas “no sabemos si estamos dejando de captar infecciones por un factor de tres o 300… ¿Cómo pueden los políticos saber si están haciendo más bien que mal?”. Aunque los decesos por el virus se deberían poder contar, para la mortalidad se mencionan rangos entre 1/100 y 1/2000.
Inducida por desatinos científicos aterradores, una burocracia con vocación autoritaria está en su salsa, aupada por intelectuales progres cuya obsesiva y al parecer única prioridad es derrotar al neoliberalismo. Por algo aplaudieron fervorosamente un proceso de paz laxo con criminales que buscan lo mismo. La obcecación anticapitalista la ilustran personajes aplaudiendo el cese de actividades que provocará la ruina del sistema. Algunos ya adoptaron la mortalidad del 1%: más de medio millón de muertes que justifican barbaridades para evitarlas.
Ideologías agazapadas en disciplinas supuestamente científicas pelaron el cobre al aceptar mansa y acríticamente las restricciones. Economistas adalides de las libertades individuales mostraron una faceta intervencionista con minucia soviética. Ignorando a Hayek, surgieron justificaciones econométricas del autoritarismo: tranquilos, el impacto final sobre el crecimiento será positivo. En Chapinero, con capacidad para hacerlo, no se han molestado en estimar los costos del confinamiento con cese de actividades sobre las familias informales de estratos bajos. En lugar de una tarea factible y fundamental proponen sofisticados mecanismos para repartir subsidios hasta que alcancen.
Un desatino generalizado ha sido el apoyo incondicional al enfoque científico, incluso de analistas normalmente ecuánimes que silencian yerros como el de la directora del INS o pretenden que declarar cuarentena, impedir la movilidad o prohibir actividades económicas seleccionadas a dedo es ciencia pura y no política cruda.
Conviene explicar por qué me aparté de la opinión hegemónica. Lo básico fue mi aversión visceral a las alcaldadas por haber sido pequeño comerciante. También influyó que como asistente de investigación palpara el abismo entre doctrinas importadas y realidad colombiana. Mi vocación tardía de criminólogo fue definitiva. De la epidemiología aprendí una perogrullada esclarecedora: garbage in, garbage out. Si los insumos de los modelos matemáticos del INS son basura, lo que sale no será distinto.
Las disciplinas inductivas y empíricas insisten que cualquier diagnóstico o intervención debe ser local, focalizado. La lucha universal y uniforme contra coronavirus se asemeja a pregonar “así acabaremos el crimen organizado global”, un despropósito incómodamente similar a la guerra contra las drogas.
Los diferentes gobiernos que decidieron no parar su economía contribuyen al escepticismo. Usando una metáfora escuelera, en ese reducido grupo se concentra la pilera del curso –Suecia, Alemania, Corea del Sur, Singapur- pero también la capa mediocre. Sorprende esa disparidad, pero el populismo de izquierda y de derecha en la segunda permite anotar que la astucia parece más idónea que la mentalidad tecnocrática para captar la dimensión política de las decisiones y negarse a secundar medidas costosísimas para la población más vulnerable.
Pobre país. Tras décadas de conflicto armado que nunca terminó, enfrenta una amenaza de mortalidad incierta agravada por protestas y levantamientos sociales seguros.
Parte de la tragedia es compartida con muchos países. El confinamiento forzado, un harakiri colectivo, no es fatalidad, ni depende de la indomable naturaleza. Lo cultiva con esmero una insólita mezcla de protagonistas que llevan a Colombia hacia un despeñadero donde además de coronavirus habrá hambre, otras enfermedades, protestas y tal vez muertes más difusas e impredecibles.
La principal responsabilidad del sacrificio en rebaño recae sobre la élite epidemiológica mundial. Ante el embate del Covid-19 en Wuhan, China, esta burocracia entró en pánico. Sin bases sólidas, con supuesto respaldo científico, hizo proyecciones apocalípticas sobre ese primer foco de infección. Anunció 100 mil contagios diarios nuevos, millones en pocas semanas. Después de tres meses, el total de infectados chinos no pasa de 90 mil, unos mil al día, la centésima parte de lo pronosticado. En ese lapso, el virus llegó a 200 países, con algo más de 600 mil casos de contagio y 29 mil muertes.
En Colombia, “a 28 de marzo, se reportan 539 casos confirmados y seis muertes” resume un informe de la Universidad de Antioquia. Un día después, entrevistada por el diario de mayor circulación nacional, la directora del Instituto Nacional de Salud (INS) declaró que, para Colombia, con modelos matemáticos, “estiman en 4 millones los contagios; 80% con síntomas leves”. Una responsable del manejo de la crisis ignoró información a su alcance para anunciar una pandemia con un número de personas afectadas 6.4 veces superior a las reportadas en el mundo en los últimos 90 días.
Médica, epidemióloga y economista, esta funcionaria debió aprender de intervalos de confianza. Las proyecciones jamás se hacen con certeza: se estima, con determinada probabilidad, un rango cuya amplitud depende de los datos. Un epidemiólogo de Stanford con sobrados pergaminos anota que con tal deficiencia en las pruebas “no sabemos si estamos dejando de captar infecciones por un factor de tres o 300… ¿Cómo pueden los políticos saber si están haciendo más bien que mal?”. Aunque los decesos por el virus se deberían poder contar, para la mortalidad se mencionan rangos entre 1/100 y 1/2000.
Inducida por desatinos científicos aterradores, una burocracia con vocación autoritaria está en su salsa, aupada por intelectuales progres cuya obsesiva y al parecer única prioridad es derrotar al neoliberalismo. Por algo aplaudieron fervorosamente un proceso de paz laxo con criminales que buscan lo mismo. La obcecación anticapitalista la ilustran personajes aplaudiendo el cese de actividades que provocará la ruina del sistema. Algunos ya adoptaron la mortalidad del 1%: más de medio millón de muertes que justifican barbaridades para evitarlas.
Ideologías agazapadas en disciplinas supuestamente científicas pelaron el cobre al aceptar mansa y acríticamente las restricciones. Economistas adalides de las libertades individuales mostraron una faceta intervencionista con minucia soviética. Ignorando a Hayek, surgieron justificaciones econométricas del autoritarismo: tranquilos, el impacto final sobre el crecimiento será positivo. En Chapinero, con capacidad para hacerlo, no se han molestado en estimar los costos del confinamiento con cese de actividades sobre las familias informales de estratos bajos. En lugar de una tarea factible y fundamental proponen sofisticados mecanismos para repartir subsidios hasta que alcancen.
Un desatino generalizado ha sido el apoyo incondicional al enfoque científico, incluso de analistas normalmente ecuánimes que silencian yerros como el de la directora del INS o pretenden que declarar cuarentena, impedir la movilidad o prohibir actividades económicas seleccionadas a dedo es ciencia pura y no política cruda.
Conviene explicar por qué me aparté de la opinión hegemónica. Lo básico fue mi aversión visceral a las alcaldadas por haber sido pequeño comerciante. También influyó que como asistente de investigación palpara el abismo entre doctrinas importadas y realidad colombiana. Mi vocación tardía de criminólogo fue definitiva. De la epidemiología aprendí una perogrullada esclarecedora: garbage in, garbage out. Si los insumos de los modelos matemáticos del INS son basura, lo que sale no será distinto.
Las disciplinas inductivas y empíricas insisten que cualquier diagnóstico o intervención debe ser local, focalizado. La lucha universal y uniforme contra coronavirus se asemeja a pregonar “así acabaremos el crimen organizado global”, un despropósito incómodamente similar a la guerra contra las drogas.
Los diferentes gobiernos que decidieron no parar su economía contribuyen al escepticismo. Usando una metáfora escuelera, en ese reducido grupo se concentra la pilera del curso –Suecia, Alemania, Corea del Sur, Singapur- pero también la capa mediocre. Sorprende esa disparidad, pero el populismo de izquierda y de derecha en la segunda permite anotar que la astucia parece más idónea que la mentalidad tecnocrática para captar la dimensión política de las decisiones y negarse a secundar medidas costosísimas para la población más vulnerable.