Después del oso en California, Petro sufrió una drástica metamorfosis a lobo, que estaba cantada.
Javier Mejía Cubillos, profesor de Stanford, asistió a la charla del presidente en esa universidad ante un público selecto y educado. Con detalle y diplomacia describió el destemplado evento. Aunque Petro llegó puntual para un conversatorio con el director del Centro de Estudios Latinoamericanos, el desplante no podía faltar: “Decidió no hacer parte de ninguna conversación. En vez de sentarse a hablar, se paró en el podio y dio un grandilocuente discurso teórico en el que describía las causas sociales y económicas del cambio climático”. Para un tema de enorme interés en esa institución académica, el contenido del monólogo que debió ser diálogo aportó poco. Un estudiante resumió lacónicamente la situación: “Todo fue muy confuso. Solo sé que no oí nada cierto que no fuera obvio”. Mejía anota que “de forma no muy coherente, el presidente mezcló infinidad de conceptos teóricos y referencias históricas que no parecía dominar muy bien para llegar a los argumentos más superficiales de la crítica tradicional que describe al capitalismo como el potencial destructor de la humanidad a través de su contribución al cambio climático”.
A pesar de lo escueto del mensaje que Petro quiso transmitir, los 90 minutos programados fueron insuficientes y la gente se aburrió. Al final, “la mitad del auditorio ya se había retirado y la otra mitad estaba clavada en sus teléfonos y computadores”. Su incapacidad para calibrar el interés de quienes ya ni siquiera lo escuchaban bien califica para oso, de peso. “En ningún momento el presidente pareció dudar de lo novedoso y riguroso de su discurso”.
Mejía también asistió a una charla informal de Petro con una decena de profesores y estudiantes. Allí aclaró las inquietudes que le quedaron de la conferencia magistral, como su falta de asertividad o la ingenuidad de incursionar en profundidades teóricas sin suficientes bases ante una comunidad “bien educada en el tema”. Su conclusión es simple: Petro vive aislado de la realidad con un rebaño de leales aduladores a su alrededor. “Parece tener pocas oportunidades para interactuar de forma cercana con personas que disientan con él… se encuentra rodeado por una comitiva absolutamente complaciente”. Para el jefe supremo, lo importante es que los demás lo escuchen y adopten su visión sin cuestionarlo nunca.
Los comentarios anteriores resultaron premonitorios de la crisis ministerial de la última semana, cuando el orador cum laude decidió purificar su gabinete, destituyendo a quienes no avalan ciegamente su forma de ver el mundo ni sus recetas para arreglarlo. Al darle prioridad a la lealtad y alejar la posibilidad de disidencia dentro del equipo más cercano, Petro debilitó el polo a tierra de su gobierno del cambio.
La lealtad como valor supremo puede ir en contravía de otras virtudes necesarias para gobernar, como la justicia, la verdad y la transparencia. Las personas pueden engañar por fidelidad a un grupo o a su líder. Gente incondicional deshonesta siente que actúa correctamente incluso si desde fuera se perciben sus acciones como inmorales e incorrectas. “Cuando a las personas se les exige ser leales, sus puntos de vista morales sobre la verdad y la honestidad cambian… Quienes mienten por lealtad ven su engaño como ético, aunque sus acciones causen daño a otros”.
Así, con un cerrado círculo de petristas devotos en el poder pensando al unísono, se hace tenue la posibilidad de enfoques realistas para los problemas y dilemas de una sociedad tan compleja como la colombiana. “Estamos en una era en la que el pensamiento maniqueo y las alternativas simplistas se hacen pasar por conocimiento o pensamiento”, sentencia Edgar Morin sobre la crisis actual de las ideologías. Sugiere retomar elementos de los clásicos, como Montaigne quien “aconsejaba la práctica de la duda”.
Aunque costosa, la homogeneización de opiniones dentro del Ejecutivo es en últimas una prerrogativa legítima del presidente quien escoge su equipo como le parece. Lo que sí resulta nefasto es pretender erradicar la crítica y el debate en las iniciativas presentadas al Legislativo. Varias de las afirmaciones contra el Congreso en el pendenciero discurso desde Zarzal dejan mal sabor y generan mucha incomodidad, como el gruñido del lobo.
De nuevo los clásicos, en este caso Montesquieu, pueden dar luces: la falta de independencia entre los poderes Ejecutivo y Legislativo favorece “leyes tiránicas” en su formulación o ejecución. Los debates en el Senado o la Cámara que nacen del voto popular son tan cruciales que, a mediados de los 80, Juan José Linz, politólogo experto en autoritarismo y totalitarismo, anotó en un célebre ensayo que el presidencialismo es una vía menos segura para mantener la democracia que el parlamentarismo. Aunque esa visión ha sido matizada, hay consenso en la conveniencia de un Congreso libre de presiones del Ejecutivo, sobre todo cuando esa influencia está férreamente orquestada por un primer mandatario con séquito de incondicionales.
Después del oso en California, Petro sufrió una drástica metamorfosis a lobo, que estaba cantada.
Javier Mejía Cubillos, profesor de Stanford, asistió a la charla del presidente en esa universidad ante un público selecto y educado. Con detalle y diplomacia describió el destemplado evento. Aunque Petro llegó puntual para un conversatorio con el director del Centro de Estudios Latinoamericanos, el desplante no podía faltar: “Decidió no hacer parte de ninguna conversación. En vez de sentarse a hablar, se paró en el podio y dio un grandilocuente discurso teórico en el que describía las causas sociales y económicas del cambio climático”. Para un tema de enorme interés en esa institución académica, el contenido del monólogo que debió ser diálogo aportó poco. Un estudiante resumió lacónicamente la situación: “Todo fue muy confuso. Solo sé que no oí nada cierto que no fuera obvio”. Mejía anota que “de forma no muy coherente, el presidente mezcló infinidad de conceptos teóricos y referencias históricas que no parecía dominar muy bien para llegar a los argumentos más superficiales de la crítica tradicional que describe al capitalismo como el potencial destructor de la humanidad a través de su contribución al cambio climático”.
A pesar de lo escueto del mensaje que Petro quiso transmitir, los 90 minutos programados fueron insuficientes y la gente se aburrió. Al final, “la mitad del auditorio ya se había retirado y la otra mitad estaba clavada en sus teléfonos y computadores”. Su incapacidad para calibrar el interés de quienes ya ni siquiera lo escuchaban bien califica para oso, de peso. “En ningún momento el presidente pareció dudar de lo novedoso y riguroso de su discurso”.
Mejía también asistió a una charla informal de Petro con una decena de profesores y estudiantes. Allí aclaró las inquietudes que le quedaron de la conferencia magistral, como su falta de asertividad o la ingenuidad de incursionar en profundidades teóricas sin suficientes bases ante una comunidad “bien educada en el tema”. Su conclusión es simple: Petro vive aislado de la realidad con un rebaño de leales aduladores a su alrededor. “Parece tener pocas oportunidades para interactuar de forma cercana con personas que disientan con él… se encuentra rodeado por una comitiva absolutamente complaciente”. Para el jefe supremo, lo importante es que los demás lo escuchen y adopten su visión sin cuestionarlo nunca.
Los comentarios anteriores resultaron premonitorios de la crisis ministerial de la última semana, cuando el orador cum laude decidió purificar su gabinete, destituyendo a quienes no avalan ciegamente su forma de ver el mundo ni sus recetas para arreglarlo. Al darle prioridad a la lealtad y alejar la posibilidad de disidencia dentro del equipo más cercano, Petro debilitó el polo a tierra de su gobierno del cambio.
La lealtad como valor supremo puede ir en contravía de otras virtudes necesarias para gobernar, como la justicia, la verdad y la transparencia. Las personas pueden engañar por fidelidad a un grupo o a su líder. Gente incondicional deshonesta siente que actúa correctamente incluso si desde fuera se perciben sus acciones como inmorales e incorrectas. “Cuando a las personas se les exige ser leales, sus puntos de vista morales sobre la verdad y la honestidad cambian… Quienes mienten por lealtad ven su engaño como ético, aunque sus acciones causen daño a otros”.
Así, con un cerrado círculo de petristas devotos en el poder pensando al unísono, se hace tenue la posibilidad de enfoques realistas para los problemas y dilemas de una sociedad tan compleja como la colombiana. “Estamos en una era en la que el pensamiento maniqueo y las alternativas simplistas se hacen pasar por conocimiento o pensamiento”, sentencia Edgar Morin sobre la crisis actual de las ideologías. Sugiere retomar elementos de los clásicos, como Montaigne quien “aconsejaba la práctica de la duda”.
Aunque costosa, la homogeneización de opiniones dentro del Ejecutivo es en últimas una prerrogativa legítima del presidente quien escoge su equipo como le parece. Lo que sí resulta nefasto es pretender erradicar la crítica y el debate en las iniciativas presentadas al Legislativo. Varias de las afirmaciones contra el Congreso en el pendenciero discurso desde Zarzal dejan mal sabor y generan mucha incomodidad, como el gruñido del lobo.
De nuevo los clásicos, en este caso Montesquieu, pueden dar luces: la falta de independencia entre los poderes Ejecutivo y Legislativo favorece “leyes tiránicas” en su formulación o ejecución. Los debates en el Senado o la Cámara que nacen del voto popular son tan cruciales que, a mediados de los 80, Juan José Linz, politólogo experto en autoritarismo y totalitarismo, anotó en un célebre ensayo que el presidencialismo es una vía menos segura para mantener la democracia que el parlamentarismo. Aunque esa visión ha sido matizada, hay consenso en la conveniencia de un Congreso libre de presiones del Ejecutivo, sobre todo cuando esa influencia está férreamente orquestada por un primer mandatario con séquito de incondicionales.