En Colombia siempre será útil recordar qué debe hacer una democracia con una organización terrorista.
“La clave fue mantener un contacto indirecto tras el atentado”. Esta lánguida frase, sobre el reflejo moderno de buscar negociar lo que sea y como sea con grupos armados que matan gente y provocan terror, parecería de algún iluminado colombiano. Pero no, se trata del titular de la entrevista hecha al ex jefe de gobierno español, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, que rememora “los diferentes momentos estratégicos que propiciaron el final de la violencia etarra”.
El titular está algo acomodado por el periodista, pues Zapatero precisa que ese “contacto indirecto” nunca fue tan condescendiente como han sido tradicionales los llamados “diálogos” con grupos guerrilleros nacionales. El antiguo primer ministro explica la diferencia con lo que hicieron en el país los santistas. “La singularidad del proceso respecto de otros, como los del IRA en Irlanda del Norte y las Farc en Colombia, radica en que en el caso español fue una decisión unilateral de Eta sin contrapartidas políticas” (subrayado propio).
Una condición para el diálogo con la banda terrorista era que “se comprometía a dejar las armas, con la limitación de que solo podía abordar la cuestión de los presos y el desarme. Dejaba por fuera las cuestiones políticas, competencia de los partidos” (subrayado propio).
Lo que más sorprende del abismo con la cascada de concesiones políticas, judiciales y electorales a las Farc es que el conflicto vasco se asemejaba más a una guerra civil que lo sucedido en Colombia. Los etarras tuvieron siempre una considerable proporción de seguidores, incluso votantes, entre la población. Nada que ver con las Farc o el Eln, más propensos a amedrentar y someter ciudadanos que a ganar su apoyo.
Zapatero está seguro sobre la efectividad del proceso de paz con Eta. “Fue unilateral, limpio y sin contrapartidas. Lo que evitó el riesgo de otros procesos que entran en crisis por denuncias de incumplimientos. Diez años después podemos decir que fue para siempre”. En Colombia se supo que la paz no sería estable ni duradera casi desde que se firmó el acuerdo.
Anotando que la decisión de Eta fue unilateral, el socialista español es generoso con los terroristas: la organización armada estaba derrotada por los organismos de seguridad estatales, apoyados por toda la ciudadanía y actuando coordinadamente con la Audiencia Nacional, una institución judicial especializada no en condonar, como la JEP colombiana, sino en investigar, perseguir y castigar criminales tal como exige la justicia penal de cualquier democracia.
Dos meses antes de la conmemoración Diez años sin Eta, con 79 años, moría, en San Sebastián, Mikel Azurmendi. Exetarra, antropólogo y escritor, había sido una de las primeras voces que se alzó en el País Vasco “para condenar públicamente el terrorismo de la organización criminal”. El fallecido criticó no solo a sus antiguos compañeros de armas sino, sobre todo, a sus apoyos políticos. Tras el asesinato del concejal del PP Miguel Ángel Blanco en 1998, Azurmendi promovió la creación del Foro de Ermua, una asociación cívica de la que fue primer portavoz. Un año después participó en la fundación de ¡Basta Ya!, la iniciativa ciudadana para “oponerse al terrorismo, apoyar a sus víctimas y defender el Estado de derecho, la Constitución y el Estatuto Vasco”. Muchos de sus integrantes estuvieron amenazados varios años por Eta.
La claridad mental de Azurmendi, con respecto a la necesidad de aferrarse a la constitución y a la ley ante la amenaza de los violentos, la tenía a pesar de considerar que, en su tierra, la situación se acercaba a una guerra civil. En su ensayo La herida patriótica, publicado en 1998, afirmaba que los vascos “se consideraban en guerra” cuando hacía referencia a la izquierda abertzale que seguía apoyando el uso de las armas.
A Colombia le ha ido muy mal con la violencia política y, sobre todo, con una cínica élite intelectual que la disculpa, la justifica e incluso la ha apoyado desde la guerra fría hasta después de firmada una paz radicalmente distinta a la lograda con Eta. Primero, la aceptación ciudadana del proceso es relativamente unánime en España mientras que en el país sigue siendo motivo de agrios enfrentamientos. Segundo, dialogar con Eta no implicó cambiar, manosear y manipular el régimen constitucional, jurisdiccional y electoral como tranquila e impunemente hicieron los promotores de un acuerdo voluntarista y costoso. La tercera observación, simple e inobjetable, es que la paz santista generó nuevos motivos de confrontación fanática en lugar de consensos. Como lúcidamente anota Zapatero, las concesiones políticas, como las que obtuvieron las Farc -por ejemplo, acceso favorable al congreso e impunidad penal camuflada con recuerdos de la guerra-, o infinitas promesas incumplidas sobre desarrollo del campo, generaron reproches y señalamientos de saboteo mientras una violencia mal diagnosticada, que ya era marginal, continuaba.
En Colombia siempre será útil recordar qué debe hacer una democracia con una organización terrorista.
“La clave fue mantener un contacto indirecto tras el atentado”. Esta lánguida frase, sobre el reflejo moderno de buscar negociar lo que sea y como sea con grupos armados que matan gente y provocan terror, parecería de algún iluminado colombiano. Pero no, se trata del titular de la entrevista hecha al ex jefe de gobierno español, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, que rememora “los diferentes momentos estratégicos que propiciaron el final de la violencia etarra”.
El titular está algo acomodado por el periodista, pues Zapatero precisa que ese “contacto indirecto” nunca fue tan condescendiente como han sido tradicionales los llamados “diálogos” con grupos guerrilleros nacionales. El antiguo primer ministro explica la diferencia con lo que hicieron en el país los santistas. “La singularidad del proceso respecto de otros, como los del IRA en Irlanda del Norte y las Farc en Colombia, radica en que en el caso español fue una decisión unilateral de Eta sin contrapartidas políticas” (subrayado propio).
Una condición para el diálogo con la banda terrorista era que “se comprometía a dejar las armas, con la limitación de que solo podía abordar la cuestión de los presos y el desarme. Dejaba por fuera las cuestiones políticas, competencia de los partidos” (subrayado propio).
Lo que más sorprende del abismo con la cascada de concesiones políticas, judiciales y electorales a las Farc es que el conflicto vasco se asemejaba más a una guerra civil que lo sucedido en Colombia. Los etarras tuvieron siempre una considerable proporción de seguidores, incluso votantes, entre la población. Nada que ver con las Farc o el Eln, más propensos a amedrentar y someter ciudadanos que a ganar su apoyo.
Zapatero está seguro sobre la efectividad del proceso de paz con Eta. “Fue unilateral, limpio y sin contrapartidas. Lo que evitó el riesgo de otros procesos que entran en crisis por denuncias de incumplimientos. Diez años después podemos decir que fue para siempre”. En Colombia se supo que la paz no sería estable ni duradera casi desde que se firmó el acuerdo.
Anotando que la decisión de Eta fue unilateral, el socialista español es generoso con los terroristas: la organización armada estaba derrotada por los organismos de seguridad estatales, apoyados por toda la ciudadanía y actuando coordinadamente con la Audiencia Nacional, una institución judicial especializada no en condonar, como la JEP colombiana, sino en investigar, perseguir y castigar criminales tal como exige la justicia penal de cualquier democracia.
Dos meses antes de la conmemoración Diez años sin Eta, con 79 años, moría, en San Sebastián, Mikel Azurmendi. Exetarra, antropólogo y escritor, había sido una de las primeras voces que se alzó en el País Vasco “para condenar públicamente el terrorismo de la organización criminal”. El fallecido criticó no solo a sus antiguos compañeros de armas sino, sobre todo, a sus apoyos políticos. Tras el asesinato del concejal del PP Miguel Ángel Blanco en 1998, Azurmendi promovió la creación del Foro de Ermua, una asociación cívica de la que fue primer portavoz. Un año después participó en la fundación de ¡Basta Ya!, la iniciativa ciudadana para “oponerse al terrorismo, apoyar a sus víctimas y defender el Estado de derecho, la Constitución y el Estatuto Vasco”. Muchos de sus integrantes estuvieron amenazados varios años por Eta.
La claridad mental de Azurmendi, con respecto a la necesidad de aferrarse a la constitución y a la ley ante la amenaza de los violentos, la tenía a pesar de considerar que, en su tierra, la situación se acercaba a una guerra civil. En su ensayo La herida patriótica, publicado en 1998, afirmaba que los vascos “se consideraban en guerra” cuando hacía referencia a la izquierda abertzale que seguía apoyando el uso de las armas.
A Colombia le ha ido muy mal con la violencia política y, sobre todo, con una cínica élite intelectual que la disculpa, la justifica e incluso la ha apoyado desde la guerra fría hasta después de firmada una paz radicalmente distinta a la lograda con Eta. Primero, la aceptación ciudadana del proceso es relativamente unánime en España mientras que en el país sigue siendo motivo de agrios enfrentamientos. Segundo, dialogar con Eta no implicó cambiar, manosear y manipular el régimen constitucional, jurisdiccional y electoral como tranquila e impunemente hicieron los promotores de un acuerdo voluntarista y costoso. La tercera observación, simple e inobjetable, es que la paz santista generó nuevos motivos de confrontación fanática en lugar de consensos. Como lúcidamente anota Zapatero, las concesiones políticas, como las que obtuvieron las Farc -por ejemplo, acceso favorable al congreso e impunidad penal camuflada con recuerdos de la guerra-, o infinitas promesas incumplidas sobre desarrollo del campo, generaron reproches y señalamientos de saboteo mientras una violencia mal diagnosticada, que ya era marginal, continuaba.