El 8M marcharon en España dos feminismos enfrentados por asuntos de género
Conviene repasar el origen del cisma feminista, que es reciente y podría superarse con algo de ciencia y sentido común. Políticamente, la discrepancia por fin se manifestó al interior del movimiento: ya son ostensibles las activistas convencidas de que los avances en los derechos de una minoría transgéreno -de hombre a mujer- atentan contra los de toda la población femenina.
La llamada “ley trans” española busca “la igualdad real y efectiva de las personas trans”. Su elemento más polémico ha sido la “autodeterminación del género”. Quien quiera cambiarlo puede hacerlo simplemente con una declaración sin necesidad de otros “requisitos médicos o judiciales”. La militancia consideró crucial esta prerrogativa para “despatologizar” el transgenerismo, pero el debate en el congreso duró más de un año y produjo una fuerte división no sólo con la derecha sino dentro del socialismo.
Los vericuetos hasta llegar a la facultad de autodeterminación habrían comenzado con las divagaciones de Simone de Beauvoir, en particular su sentencia que “no se nace mujer, se llega a serlo”. El segundo sexo, de 1949, fue acogido por intelectuales y académicas norteamericanas que después alteraron varias disciplinas relacionadas con la sexualidad.
La confusión se consolidó con la alianza del feminismo radical y militantes LGBTI que lograron subsumir el sexo al género, negando cualquier diferencia natural. Michael Bailey, psicólogo especialista en transición de hombre a mujer, nunca aceptó la noción del género sin sexualidad. Tras años de entrevistar y observar esta minoría, que además apoyó con certificados para cambios quirúrgicos y hormonales de sexo, Bailey relanzó una teoría, basada en el deseo, con dos tipos de trans. Por un lado estarían quienes desde pequeños son afeminados, se visten de niñas y sienten inequívoca atracción por hombres. “Son los transexuales que se entienden mejor como un tipo de varón homosexual”. Otros trans, no siempre gays, ni afeminados, suelen ser deportistas y elegir oficios típicamente masculinos. Los atraen primordialmente las mujeres, se casan y tienen hijos pero, en algún momento, sienten un fuerte impulso por cambiar. Esa decisión también dependería del deseo sexual: la idea de ser mujer les resulta excitante. Bailey resume así su modelo: “quienes aman a los hombres se vuelven mujeres para atraerlos. Quienes aman a las mujeres se convierten en la que aman”.
A pesar de su amplio conocimiento y bastante evidencia para respaldar su teoría, Bailey fue acosado y linchado virtualmente por tres influyentes académicas trans. Lo declararon “opresivo, insultante y perjudicial para sus identidades públicas”. Este ataque resultó premonitorio de cancelaciones con amenazas físicas. La consigna militante, anota Alice Dreger, historiadora de abusos médicos a intersexuales, es erradicar el sexo del debate. El activismo trans encarna una lamentable supeditación del conocimiento a la política que una creciente fracción del feminismo considera contraria a sus principios e insostenible.
El transgenerismo femenino está menos estudiado, parece más difuso y perjudica poco los derechos de terceros. A Catalina de Erauso, monja española “pendenciera, ludópata y asesina” nacida a finales del s. XIV, cuya indumentaria y comportamiento fueron siempre varoniles, la familia trató infructuosamente de formarla, con encierro y religión, para “las labores propias de su sexo”. Hoy tal vez buscarían adaptar su cuerpo. El activismo ha dado un paso claramente reaccionario. En lugar de la mentalidad liberal que con la revolución sexual hubiese tranquilizado a una menor despistada por su naturaleza con un “te aceptamos como eres”, ahora se consideraría más correcto señalarle que nació “con el cuerpo equivocado”.
Ante el boom de solicitudes en las transgender clinics que atienden menores de edad, Lisa Marchiano, psicoterapeuta, señala que muchas familias buscan lidiar con un supuesto transgenerismo, casi siempre repentino, omnipresente en redes sociales y en cursos de género. Destaca “la fantasía de que la transición las convertirá en nuevas personas, sin dificultades”. La mayoría de menores pacientes de estas clínicas manifiestan sentirse incómodas con los roles de género. “Pero la insatisfacción con el propio cuerpo la comparten 90 % de las adolescentes”. Impulsadas por el discurso transgénero, algunas familias afectadas “piden intervención psicológica, hormonal o quirúrgica”.
El enfrentamiento de grupos feministas con el activismo transgénero renació a principios de siglo en Inglaterra y parece irreversible. Las denominadas TERF (TransExclusionary Radical Feminists) lideraron la idea que la teoría de género es incoherente con la médula del feminismo. Se declararon amenazadas y agredidas por la militancia por reafirmar que su naturaleza femenina se asocia a la biología y la maternidad.
Desde el rebote a Europa de estas ideas francesas adobadas por académicas y activismo gringos, dentro del feminismo español también se alzaron voces de protesta. Lidia Falcón, respetada feminista -tanto académica como política- manifestó hace dos décadas su inconformidad con el concepto de género: “ahora las mujeres no existen. Ahora somos género, pero los hombres siguen pegando bofetadas a las mujeres, no al género”. Continúa.
Conviene repasar el origen del cisma feminista, que es reciente y podría superarse con algo de ciencia y sentido común. Políticamente, la discrepancia por fin se manifestó al interior del movimiento: ya son ostensibles las activistas convencidas de que los avances en los derechos de una minoría transgéreno -de hombre a mujer- atentan contra los de toda la población femenina.
La llamada “ley trans” española busca “la igualdad real y efectiva de las personas trans”. Su elemento más polémico ha sido la “autodeterminación del género”. Quien quiera cambiarlo puede hacerlo simplemente con una declaración sin necesidad de otros “requisitos médicos o judiciales”. La militancia consideró crucial esta prerrogativa para “despatologizar” el transgenerismo, pero el debate en el congreso duró más de un año y produjo una fuerte división no sólo con la derecha sino dentro del socialismo.
Los vericuetos hasta llegar a la facultad de autodeterminación habrían comenzado con las divagaciones de Simone de Beauvoir, en particular su sentencia que “no se nace mujer, se llega a serlo”. El segundo sexo, de 1949, fue acogido por intelectuales y académicas norteamericanas que después alteraron varias disciplinas relacionadas con la sexualidad.
La confusión se consolidó con la alianza del feminismo radical y militantes LGBTI que lograron subsumir el sexo al género, negando cualquier diferencia natural. Michael Bailey, psicólogo especialista en transición de hombre a mujer, nunca aceptó la noción del género sin sexualidad. Tras años de entrevistar y observar esta minoría, que además apoyó con certificados para cambios quirúrgicos y hormonales de sexo, Bailey relanzó una teoría, basada en el deseo, con dos tipos de trans. Por un lado estarían quienes desde pequeños son afeminados, se visten de niñas y sienten inequívoca atracción por hombres. “Son los transexuales que se entienden mejor como un tipo de varón homosexual”. Otros trans, no siempre gays, ni afeminados, suelen ser deportistas y elegir oficios típicamente masculinos. Los atraen primordialmente las mujeres, se casan y tienen hijos pero, en algún momento, sienten un fuerte impulso por cambiar. Esa decisión también dependería del deseo sexual: la idea de ser mujer les resulta excitante. Bailey resume así su modelo: “quienes aman a los hombres se vuelven mujeres para atraerlos. Quienes aman a las mujeres se convierten en la que aman”.
A pesar de su amplio conocimiento y bastante evidencia para respaldar su teoría, Bailey fue acosado y linchado virtualmente por tres influyentes académicas trans. Lo declararon “opresivo, insultante y perjudicial para sus identidades públicas”. Este ataque resultó premonitorio de cancelaciones con amenazas físicas. La consigna militante, anota Alice Dreger, historiadora de abusos médicos a intersexuales, es erradicar el sexo del debate. El activismo trans encarna una lamentable supeditación del conocimiento a la política que una creciente fracción del feminismo considera contraria a sus principios e insostenible.
El transgenerismo femenino está menos estudiado, parece más difuso y perjudica poco los derechos de terceros. A Catalina de Erauso, monja española “pendenciera, ludópata y asesina” nacida a finales del s. XIV, cuya indumentaria y comportamiento fueron siempre varoniles, la familia trató infructuosamente de formarla, con encierro y religión, para “las labores propias de su sexo”. Hoy tal vez buscarían adaptar su cuerpo. El activismo ha dado un paso claramente reaccionario. En lugar de la mentalidad liberal que con la revolución sexual hubiese tranquilizado a una menor despistada por su naturaleza con un “te aceptamos como eres”, ahora se consideraría más correcto señalarle que nació “con el cuerpo equivocado”.
Ante el boom de solicitudes en las transgender clinics que atienden menores de edad, Lisa Marchiano, psicoterapeuta, señala que muchas familias buscan lidiar con un supuesto transgenerismo, casi siempre repentino, omnipresente en redes sociales y en cursos de género. Destaca “la fantasía de que la transición las convertirá en nuevas personas, sin dificultades”. La mayoría de menores pacientes de estas clínicas manifiestan sentirse incómodas con los roles de género. “Pero la insatisfacción con el propio cuerpo la comparten 90 % de las adolescentes”. Impulsadas por el discurso transgénero, algunas familias afectadas “piden intervención psicológica, hormonal o quirúrgica”.
El enfrentamiento de grupos feministas con el activismo transgénero renació a principios de siglo en Inglaterra y parece irreversible. Las denominadas TERF (TransExclusionary Radical Feminists) lideraron la idea que la teoría de género es incoherente con la médula del feminismo. Se declararon amenazadas y agredidas por la militancia por reafirmar que su naturaleza femenina se asocia a la biología y la maternidad.
Desde el rebote a Europa de estas ideas francesas adobadas por académicas y activismo gringos, dentro del feminismo español también se alzaron voces de protesta. Lidia Falcón, respetada feminista -tanto académica como política- manifestó hace dos décadas su inconformidad con el concepto de género: “ahora las mujeres no existen. Ahora somos género, pero los hombres siguen pegando bofetadas a las mujeres, no al género”. Continúa.