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Hasta hace unas décadas, en su lucha por la utopía, algunos delincuentes idealistas fueron “bandidos sin ánimo de lucro y enemigos de las armas”.
El odio visceral contra el sistema financiero que marcó la vida de Lucio Urtubia surgió siendo niño. El banquero de su pueblo le negó un préstamo para comprarle morfina a su padre, republicano español, que moría padeciendo un dolor descomunal. Ni siquiera pudo utilizar el cuchillo que había llevado para amenazarlo: frente a él y sus empleados se orinó del susto. Desde ese momento quiso huir de la España franquista. Su hermana, que se iba de empleada doméstica a París, lo convenció de que se quedara y prestara el servicio militar para luego reunirse con ella.
Pasaron diez años antes de la cita. A su afán de emigrar se sumaron pequeños robos en el cuartel que lo obligaron a desertar. Su hermana vivía con Patrick, empleado de la Casa de la Moneda que lo conectó con amigos albañiles. Tuvo roces iniciales con ellos por trabajar con demasiado ímpetu. Ya integrado, en medio de una discusión en la que los veteranos de la Guerra Civil recordaban los desacuerdos entre republicanos, socialistas, estalinistas, trotskistas… aprendió que él era comunista pero sobre todo anarquista.
Asistió a asambleas y repartió propaganda. Oyó hablar de Bakunin, Proudhon, Kropotkin y varios ideólogos del anarquismo: “Ni religión ni Estado. Libertad, trabajo y colectivismo”. Le llamó mucho la atención Buenaventura Durruti, que robaba bancos “porque explotan al obrero y causan desigualdad”. Sus amigos lo conectaron con Quico Sabaté, célebre anarquista que había robado 50.000 pesetas de un banco barcelonés. Con él aprendió las bases de su oficio paralelo: expropiar bancos. También inició una cercana relación con el inspector de policía parisino empeñado en detenerlo. Él los convenció de que acabarían en la cárcel.
Sabaté hablaba de Fidel Castro y los barbudos que tumbaron a Batista. Con él tuvo discusiones cruciales sobre cómo derrocar al poder: si con un pequeño grupo armado o impulsando al pueblo a levantarse. Decidió invertir en una imprenta, para extender su mensaje y convencer a mucha gente. Eso hizo hasta morir con 89 años. “Crimen es hacer dinero y quedártelo para ti. Lo demás es precioso: burlarse de las autoridades, de los bancos, de las injusticias…”. El establecimiento nunca pudo con él. Al contrario: “Lucio representa todo lo que yo hubiera querido ser”, confesó un magistrado consejero de Mitterrand que lo invitaría al Elíseo.
Puesta en entredicho la acción armada, Sabaté volvió a España. Los no guerreros trataron infructuosamente de obtener un préstamo para comprar la imprenta. Se convencieron de que el sistema bancario era perverso pues no le importaba la palabra empeñada, solo los ingresos. El siguiente atraco, en honor de Quico que murió abatido, tuvo la finalidad específica de comprar la imprenta.
Los nuevos dueños del negocio mantuvieron empleada a Jeanne, una operaria de ascendencia española que no creía en los políticos. Allí conoció Lucio a Anne, burguesa universitaria que como bióloga esperaba cambiar el mundo. Antes, se convertiría en su esposa y madre de su hija. Lo cautivaron sus charlas sobre el necesario cambio no solo económico y político sino cultural. Con ella aprendió de manifestaciones y gases lacrimógenos. Pronto le confesó su doble ocupación de albañil anarquista comprometido y atracador de bancos. Le explicó que el botín de cada acción se repartía en apoyar la causa, ayudar a compañeros detenidos y cubrir gastos.
Pensando en cómo respaldar a Cuba, Jeanne recordó que una imprenta servía no solo para hacer volantes sino para falsificar documentos. Lucio convenció a su cuñado de que los ayudara con la valiosa labor artesanal de las planchas de impresión. Su destreza era tal que pronto estaban metidos de lleno en la fabricación de dólares falsos. Estaban convencidos de que esa actividad acabaría derrumbando el imperio. Ofrecieron sus servicios a la embajadora de Cuba quien les sugirió hablar con el Che Guevara que por esos días haría escala en París proveniente de Moscú. En un baño del aeropuerto, el ícono revolucionario los desanimó: “Una pulga jamás derrotará a un elefante”. Defraudado por el mito guerrillero y temiendo las consecuencias penales de la falsificación de moneda estatal, a Lucio se le ocurrió concentrarse en los traveler’s checks del Citibank.
Las dificultades que enfrentó el sabueso enviado por los banqueros desde Nueva York para que la justicia francesa detuviera a Lucio y sus cómplices fueron innumerables. Se calcula que falsificaron 20 millones de dólares de la época. El esquema de distribución de los falsos cheques viajeros estaba tan bien calibrado y extendido por varias ciudades que Lucio le ofreció al detective gringo un trato difícil de rechazar: si renunciaba a perseguirlo ante la justicia y le sumaba una buena indemnización, obtendría las planchas de impresión casi perfectas elaboradas por Patrick. El enviado del Citibank consideró que el pago exigido era casi una propina para su empresa y aceptó. Por una vez, la pulga vencía al elefante.