Redes sociales y decadencia de la lectura desvalorizaron el verbo como herramienta de seducción. Aunque el coronavirus podría revitalizarlo, se trata de una destreza masculina efímera.
Un encuentro de Juliana con otro exnovio confirma la naturaleza de su encendido automático. “Salimos a almorzar. El mesero pregunta what do you want? Él me coge la mano diciendo I want her. Me derretí. Si él hubiera querido ahí, de una, sin dudarlo. Luego, cuando trató de pedirlo con gestos mudos, pues ya no. Nunca soporto directo al grano”.
Juliana no menciona el olfato, aún más expedito para la seducción. Las feronomas actúan sobre la interacción entre personas. Son la cancillería de las emociones. A diferencia de las moléculas odorantes, pequeñas y volátiles, las pesadas feromonas se transmiten por otras vías. Se sospecha que un eficaz mecanismo es el beso con labios, lengua y narices involucrados, un delicioso recurso seriamente afectado por la pandemia. Para el romance, las feronomas jugarían el papel de la burocracia que expide pasaportes sin fecha de caducidad. Pero cualquier exnovio sabe que para despertar el deseo femenino no basta mostrar ese certificado. Ahí simplemente empieza la nueva jornada y la palabra toma unas riendas sin duda reforzadas por Covid-19.
Un buen discurso, cara a cara o virtual, para convencer y seducir no es un vulgar piropo. De los psicólogos evolucionistas, quien más ha promocionado la idea de selección sexual de Darwin es Geoffrey Miller. Sugiere que el tamaño del cerebro, consumidor goloso de energía, es redundante para casi la totalidad de tareas humanas. La complejidad de la mente sólo se explicaría aceptando que su principal papel es mediar en la negociación que antecede al sexo. Expresarse verbalmente es un arte demasiado complejo con respecto a la simpleza de la comunicación requerida para cualquier actividad humana. Para comunicarse con un grupo e ir de cacería, o defenderse de enemigos, bastan pocos vocablos. Eso lo sabe cualquier instructor militar. El lenguaje sofisticado es indispensable para que homo sapiens seduzca. Ellos para convencerlas, endulzándoles el oído, de que son “el hombre de su vida”. Ellas para escoger adecuadamente con quién tener sexo.
La oratoria fue también la base de la política. No sorprende que a quienes la practican nunca les falten mujeres. Un poema, ¿para qué sirve? Miller lo tiene claro: para seducir. Un perfil de Gonzalo Rojas a raíz de su fallecimiento es ilustrativo. “La vertiente más potente de su poesía la dedicó a las mujeres. Bajo de estatura, con gafas y calzonarias, nadie confundió nunca a Gonzalo con un hombre apuesto, lo que no obstó para que tuviera en la materia un éxito arrollador”.
Un papel similar juegan cuentos, teatro, ópera, novelas, conciertos, coplas, conferencias, chistes, discursos, consejos, recuerdos, clases magistrales y charlas telefónicas infinitas. Una joven bogotana lo confirma: “si no es churro, pero tiene parla, levanta sin problemas”. Para seducir también sirven las artes plásticas, pero el público receptor es más reducido, requiere entrenamiento. Por el contrario, para millones de adolescentes, con hormonas a tope, los verdaderos ídolos y los cosquilleos entran por el oído. Basta recordar los desmayos que provocaba la beatlemanía. En un viaje a Cuba, una ejecutiva italiana se enamoró de un mulato al bailar con él. Lo sacó de allá y tienen un hijo. Cuando estalló el boom salsero en Europa, los buenos músicos y bailarines no daban abasto con jovencitas encantadas.
La verborrea seductora es condición necesaria pero no suficiente para seducir. Hay que pasar previamente el examen de química: las feromonas. Si no, existe el riesgo de quedarse en las ligas menores de la mera amistad. Así le ocurre a Felipe, estudiante universitario de 22 años que no logra conquistar, no porque no quiera, es que no puede: las compañeras sólo lo ven como amigo, a veces hermanito.
Quien ilustra bien el poder de las palabras para el romance es Cyranno de Bergerac, el soldado francés que, acomplejado por su enorme nariz, fue testaferro del Vizconde de Valbert para conquistar con alejandrinos a la bella Roxana. Siglos antes, los caballeros medievales mostraban una paciencia platónica similar ante sus amadas, en una tradición promovida por Eleonor de Aquitania, el amour courtois.
Por desgracia, la palabra se agota. La encantadora pero costosa verborrea se ofrece con infinita generosidad únicamente durante la seducción. Al ceder, las mujeres pierden el grueso de su capacidad de negociación. Los juristas lo tienen claro: prometer para meter, y una vez metido, el sofisticado poeta se devuelve varios eslabones en la cadena de la evolución. Se instala cómodamente en un mundo tacaño en frases dulces y abundante en monosílabos y gruñidos. Como los primates, o los astros de rugby neozelandeses. Un error garrafal contemporáneo es creer que esos salvajes serán domesticados confrontándolos, cuando sólo el cariño logrará cautivarlos.
Redes sociales y decadencia de la lectura desvalorizaron el verbo como herramienta de seducción. Aunque el coronavirus podría revitalizarlo, se trata de una destreza masculina efímera.
Un encuentro de Juliana con otro exnovio confirma la naturaleza de su encendido automático. “Salimos a almorzar. El mesero pregunta what do you want? Él me coge la mano diciendo I want her. Me derretí. Si él hubiera querido ahí, de una, sin dudarlo. Luego, cuando trató de pedirlo con gestos mudos, pues ya no. Nunca soporto directo al grano”.
Juliana no menciona el olfato, aún más expedito para la seducción. Las feronomas actúan sobre la interacción entre personas. Son la cancillería de las emociones. A diferencia de las moléculas odorantes, pequeñas y volátiles, las pesadas feromonas se transmiten por otras vías. Se sospecha que un eficaz mecanismo es el beso con labios, lengua y narices involucrados, un delicioso recurso seriamente afectado por la pandemia. Para el romance, las feronomas jugarían el papel de la burocracia que expide pasaportes sin fecha de caducidad. Pero cualquier exnovio sabe que para despertar el deseo femenino no basta mostrar ese certificado. Ahí simplemente empieza la nueva jornada y la palabra toma unas riendas sin duda reforzadas por Covid-19.
Un buen discurso, cara a cara o virtual, para convencer y seducir no es un vulgar piropo. De los psicólogos evolucionistas, quien más ha promocionado la idea de selección sexual de Darwin es Geoffrey Miller. Sugiere que el tamaño del cerebro, consumidor goloso de energía, es redundante para casi la totalidad de tareas humanas. La complejidad de la mente sólo se explicaría aceptando que su principal papel es mediar en la negociación que antecede al sexo. Expresarse verbalmente es un arte demasiado complejo con respecto a la simpleza de la comunicación requerida para cualquier actividad humana. Para comunicarse con un grupo e ir de cacería, o defenderse de enemigos, bastan pocos vocablos. Eso lo sabe cualquier instructor militar. El lenguaje sofisticado es indispensable para que homo sapiens seduzca. Ellos para convencerlas, endulzándoles el oído, de que son “el hombre de su vida”. Ellas para escoger adecuadamente con quién tener sexo.
La oratoria fue también la base de la política. No sorprende que a quienes la practican nunca les falten mujeres. Un poema, ¿para qué sirve? Miller lo tiene claro: para seducir. Un perfil de Gonzalo Rojas a raíz de su fallecimiento es ilustrativo. “La vertiente más potente de su poesía la dedicó a las mujeres. Bajo de estatura, con gafas y calzonarias, nadie confundió nunca a Gonzalo con un hombre apuesto, lo que no obstó para que tuviera en la materia un éxito arrollador”.
Un papel similar juegan cuentos, teatro, ópera, novelas, conciertos, coplas, conferencias, chistes, discursos, consejos, recuerdos, clases magistrales y charlas telefónicas infinitas. Una joven bogotana lo confirma: “si no es churro, pero tiene parla, levanta sin problemas”. Para seducir también sirven las artes plásticas, pero el público receptor es más reducido, requiere entrenamiento. Por el contrario, para millones de adolescentes, con hormonas a tope, los verdaderos ídolos y los cosquilleos entran por el oído. Basta recordar los desmayos que provocaba la beatlemanía. En un viaje a Cuba, una ejecutiva italiana se enamoró de un mulato al bailar con él. Lo sacó de allá y tienen un hijo. Cuando estalló el boom salsero en Europa, los buenos músicos y bailarines no daban abasto con jovencitas encantadas.
La verborrea seductora es condición necesaria pero no suficiente para seducir. Hay que pasar previamente el examen de química: las feromonas. Si no, existe el riesgo de quedarse en las ligas menores de la mera amistad. Así le ocurre a Felipe, estudiante universitario de 22 años que no logra conquistar, no porque no quiera, es que no puede: las compañeras sólo lo ven como amigo, a veces hermanito.
Quien ilustra bien el poder de las palabras para el romance es Cyranno de Bergerac, el soldado francés que, acomplejado por su enorme nariz, fue testaferro del Vizconde de Valbert para conquistar con alejandrinos a la bella Roxana. Siglos antes, los caballeros medievales mostraban una paciencia platónica similar ante sus amadas, en una tradición promovida por Eleonor de Aquitania, el amour courtois.
Por desgracia, la palabra se agota. La encantadora pero costosa verborrea se ofrece con infinita generosidad únicamente durante la seducción. Al ceder, las mujeres pierden el grueso de su capacidad de negociación. Los juristas lo tienen claro: prometer para meter, y una vez metido, el sofisticado poeta se devuelve varios eslabones en la cadena de la evolución. Se instala cómodamente en un mundo tacaño en frases dulces y abundante en monosílabos y gruñidos. Como los primates, o los astros de rugby neozelandeses. Un error garrafal contemporáneo es creer que esos salvajes serán domesticados confrontándolos, cuando sólo el cariño logrará cautivarlos.