El feminismo incrustado en la burocracia logró imponer la creencia de que durante el fenómeno social más excepcional y atípico en décadas la violencia de pareja fue la misma de siempre.
Extender sin matices una explicación burda —el macho dominante que abusa de la mujer víctima— a una situación tan poco común y desconocida como un encierro prolongado revela pobreza conceptual. Además, lo que se sabe sobre conflictos en el hogar sugiere que ese guion militante describe mal lo que pudo ocurrir en la epidemia. Hará falta trabajo de campo minucioso para saberlo. Mientras tanto, me atrevo a lanzar conjeturas.
La propaganda hizo énfasis en la figura del macho amenazante que, no contento con maltratar verbal y psicológicamente a su pareja, la podría golpear. Esta cadena de agresiones ignora una realidad: la violencia física es una característica de los conflictos por celos. El feminicidio, manifestación extrema de los ataques contra la mujer, casi siempre asociado a ese delirio posesivo acumulado por años, no aumentó. Aunque pudo haber peleas recordando infidelidades, si algo desfavoreció la cuarentena fueron las aventuras extramaritales y, por ende, la angustia y peleas asociadas. Celoso o celosa vigilantes 24h/24 disminuyeron los chances de ataques a golpes.
Lo que sin duda debió aumentar fue la violencia psicológica, un concepto reciente, heredado de contextos disímiles como el laboral o educativo. Está menos estudiada que otras violencias, precisamente por su vaguedad. El uso del término se extendió a partir de los 90, tras la Conferencia Mundial de la Mujer en Pekín en la que el feminismo, a través de la ONU, empezó a dictar políticas y programas basados en el diagnóstico del patriarcado como origen de los problemas femeninos. Una idea básica es que el sistema les enseña a los niños a ser agresivos en un largo proceso que empezaría con los juguetes. A las niñas, por el contrario, se les inculcaría ser pasivas con vocación por el cuidado. Hasta el color azul o rosado de vestidos y decoración importaría.
La definición de violencia psicológica es tan imprecisa que, en las encuestas, es la forma más generalizada de conflicto de pareja. En Colombia, es la única que sufren más los hombres que las mujeres. Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud 2015, 74% de los hombres reportan haber sido víctimas, contra 64% de mujeres. Para los ataques físicos las cifras respectivas son 22% y 32%.
Antes del reciclaje activista del término, se reconocía la ignorancia sobre la denominada agresión verbal. Se intuía una asociación con la violencia física, pero sin claridad sobre el sentido causal. Las investigaciones con menores de edad sugirieron hace años que los niños agreden físicamente mientras las niñas lo hacen verbalmente. Posteriormente se estableció que la principal diferencia radica en la violencia directa de ellos versus la indirecta de ellas. También se ha encontrado que la reacción femenina en situaciones de estrés es buscar respaldo social en lugar del impulso, más masculino, de discutir y pelear. Cabe especular que, confinadas en casa sin sus redes de apoyo habituales, las mujeres debieron recurrir al soporte de la sororidad universal, a la retórica feminista. Si además estaban encerradas con estudiantes que defienden esas ideas, quienes habitualmente están por fuera o se escapan de cualquier discusión debieron reforzar el uso del discurso que considera siempre a la mujer, haga lo que haga, una víctima.
Toda la evidencia disponible y las quejas activistas sugieren que el hogar continúa siendo territorio femenino, normalmente muy regulado. Una fuente de conflictos debió ser el intruso incumpliendo con descaro las normas. Quien haya hecho tareas domésticas sabe que la carga más pesada, de lejos, es el cuidado de los hijos menores, agravada en cuarentena con la supervisión del colegio virtual. Lo que rara vez se menciona es que esa mayor responsabilidad maternal no es sólo una imposición del patriarcado, sino también de quienes exigen que la mamá los cuide, con mayor razón si la niñera no está.
Una experta en educación celebra que, encerrada, la infancia mostrará “su optimismo con forma de arco iris apoyado en la certeza de que todo saldrá bien”. Tanta ternura ayuda poco a la economía hogareña. Es fácil imaginar a la divorciada hiperresponsable que se sacrificó para que la familia pasara el encierro con el zángano al que tiene demandado por alimentos. Aliados con ese héroe que imaginan capaz de alcanzar cualquier meta y que, por supuesto, es más divertido pues nunca regaña por las tareas, los niños debieron infantilizar con sueños fantásticos cualquier discusión sobre finanzas y responsabilidades. Difícil concebir mayor viacrucis, indignación y motivo de quejas conducentes a conflictos que hacer oficio sin ayuda, obsesionada por las cuentas, lidiando al kínder con un adulto irresponsable alojado temporalmente para ser atendido y aplaudido sin reservas.
El feminismo incrustado en la burocracia logró imponer la creencia de que durante el fenómeno social más excepcional y atípico en décadas la violencia de pareja fue la misma de siempre.
Extender sin matices una explicación burda —el macho dominante que abusa de la mujer víctima— a una situación tan poco común y desconocida como un encierro prolongado revela pobreza conceptual. Además, lo que se sabe sobre conflictos en el hogar sugiere que ese guion militante describe mal lo que pudo ocurrir en la epidemia. Hará falta trabajo de campo minucioso para saberlo. Mientras tanto, me atrevo a lanzar conjeturas.
La propaganda hizo énfasis en la figura del macho amenazante que, no contento con maltratar verbal y psicológicamente a su pareja, la podría golpear. Esta cadena de agresiones ignora una realidad: la violencia física es una característica de los conflictos por celos. El feminicidio, manifestación extrema de los ataques contra la mujer, casi siempre asociado a ese delirio posesivo acumulado por años, no aumentó. Aunque pudo haber peleas recordando infidelidades, si algo desfavoreció la cuarentena fueron las aventuras extramaritales y, por ende, la angustia y peleas asociadas. Celoso o celosa vigilantes 24h/24 disminuyeron los chances de ataques a golpes.
Lo que sin duda debió aumentar fue la violencia psicológica, un concepto reciente, heredado de contextos disímiles como el laboral o educativo. Está menos estudiada que otras violencias, precisamente por su vaguedad. El uso del término se extendió a partir de los 90, tras la Conferencia Mundial de la Mujer en Pekín en la que el feminismo, a través de la ONU, empezó a dictar políticas y programas basados en el diagnóstico del patriarcado como origen de los problemas femeninos. Una idea básica es que el sistema les enseña a los niños a ser agresivos en un largo proceso que empezaría con los juguetes. A las niñas, por el contrario, se les inculcaría ser pasivas con vocación por el cuidado. Hasta el color azul o rosado de vestidos y decoración importaría.
La definición de violencia psicológica es tan imprecisa que, en las encuestas, es la forma más generalizada de conflicto de pareja. En Colombia, es la única que sufren más los hombres que las mujeres. Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud 2015, 74% de los hombres reportan haber sido víctimas, contra 64% de mujeres. Para los ataques físicos las cifras respectivas son 22% y 32%.
Antes del reciclaje activista del término, se reconocía la ignorancia sobre la denominada agresión verbal. Se intuía una asociación con la violencia física, pero sin claridad sobre el sentido causal. Las investigaciones con menores de edad sugirieron hace años que los niños agreden físicamente mientras las niñas lo hacen verbalmente. Posteriormente se estableció que la principal diferencia radica en la violencia directa de ellos versus la indirecta de ellas. También se ha encontrado que la reacción femenina en situaciones de estrés es buscar respaldo social en lugar del impulso, más masculino, de discutir y pelear. Cabe especular que, confinadas en casa sin sus redes de apoyo habituales, las mujeres debieron recurrir al soporte de la sororidad universal, a la retórica feminista. Si además estaban encerradas con estudiantes que defienden esas ideas, quienes habitualmente están por fuera o se escapan de cualquier discusión debieron reforzar el uso del discurso que considera siempre a la mujer, haga lo que haga, una víctima.
Toda la evidencia disponible y las quejas activistas sugieren que el hogar continúa siendo territorio femenino, normalmente muy regulado. Una fuente de conflictos debió ser el intruso incumpliendo con descaro las normas. Quien haya hecho tareas domésticas sabe que la carga más pesada, de lejos, es el cuidado de los hijos menores, agravada en cuarentena con la supervisión del colegio virtual. Lo que rara vez se menciona es que esa mayor responsabilidad maternal no es sólo una imposición del patriarcado, sino también de quienes exigen que la mamá los cuide, con mayor razón si la niñera no está.
Una experta en educación celebra que, encerrada, la infancia mostrará “su optimismo con forma de arco iris apoyado en la certeza de que todo saldrá bien”. Tanta ternura ayuda poco a la economía hogareña. Es fácil imaginar a la divorciada hiperresponsable que se sacrificó para que la familia pasara el encierro con el zángano al que tiene demandado por alimentos. Aliados con ese héroe que imaginan capaz de alcanzar cualquier meta y que, por supuesto, es más divertido pues nunca regaña por las tareas, los niños debieron infantilizar con sueños fantásticos cualquier discusión sobre finanzas y responsabilidades. Difícil concebir mayor viacrucis, indignación y motivo de quejas conducentes a conflictos que hacer oficio sin ayuda, obsesionada por las cuentas, lidiando al kínder con un adulto irresponsable alojado temporalmente para ser atendido y aplaudido sin reservas.