Los acuerdos alcanzados por el gabinete petrista tras el retiro en Hatogrande se centran en dos ejes transversales, unificadores y mágicos: el cambio y la paz total.
La visión del mundo implícita en las divagaciones que se debieron dar en esa cumbre para llegar a tales derroteros recuerdan las pinturas medievales donde figuraban ciudades vistas en perspectiva desde una posición que la tecnología aún no había permitido alcanzar. Se simulaba la fotografía aérea. El pintor imaginaba la panorámica y el vuelo que la hacía posible. Esta ficción transformaba al espectador medieval en un ojo celeste.
“¿Alguna vez alguien ha visto la tierra descrita de manera tan armoniosa, tan poética? Las fotografías aéreas son tan perfectas que parecen pinturas, sin importar si representan la belleza única del planeta tierra o las huellas dejadas por el hombre … Cualquier espectador queda abrumado ante estas imágenes”.
En Cinco Semanas en Globo, Julio Verne describe la sensación. “El Victoria subió casi perpendicularmente a una altura de mil quinientos pies. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos de los viajeros! La isla de Zanzíbar… Los habitantes parecían insectos.
-¡Qué hermoso es todo esto! -exclamó Joe. Los ¡oh!, los ¡ah! y los ¡eh! brotaban de sus labios a borbotones.
-¡No hay como un globo! Se anda sin sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.
-¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño en una hamaca!”
Sin duda el mundo es más claro, ordenado y armonioso cuando se ve desde las alturas. Entre más lejos, mejor: se está cerca del cielo, de la luz, de la verdad. Además, como simple espectador, el individuo puede pensar que la realidad que observa es fácilmente alterable, cambiable.
Es abajo, sin embargo, en donde viven y se mueven los seres humanos. También es en la tierra donde cotidianamente funcionan las empresas, las familias y demás organizaciones. Además, todas ellas actúan en espacios y con vínculos que no se aprecian a simple vista. Es abajo donde surgen las muchas imperfecciones y las injusticias de la vida en sociedad. La visión que se obtiene desde la calle es menos nítida y produce desconcierto, incluso rechazo. Prima el desorden y es más ardua la simple tarea de describir. Por eso se recurre a una amalgama: el pueblo.
No es casual que entre profanos el entorno intelectual se denomine torre de marfil. Una atmósfera donde académicos, y muchos funcionarios o políticos, divagan aislados de la preocupaciones prácticas de la vida cotidiana. La altura de la torre es lo que les permite distancia, perspectiva.
La metáfora propuesta por Karl Popper para describir las dos maneras opuestas de ver la realidad es la de nubes o relojes. Están por un lado quienes centran su atención en las primeras, desordenadas, irregulares e impredecibles. En el otro extremo quedan quienes asimilan cualquier movimiento o cambio al de mecanismos inertes que representan sistemas físicos regulares, ordenados y con funcionamiento perfectamente predecible. Desde abajo se ven nubes y desde arriba se percibe que todo se mueve como un relojito, que un gobernante iluminado puede controlar a su antojo.
Se atribuye al poeta griego Arquíloco (680-645 AC) el haber dicho que “el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola gran cosa”. Para Isaiah Berlin estas palabras ayudan a ilustrar una de las más profundas divisiones entre pensadores, filósofos y en general entre seres humanos. Para él, existe un abismo entre quienes relacionan todo, desde arriba, con “una gran visión central, un sistema más o menos coherente o articulado en términos del cual ellos entienden, piensan y sienten. Un principio único, universal y organizador que define lo que son y le da significado a lo que dicen y, en el otro lado, quienes persiguen muchos fines, a veces no relacionados e incluso contradictorios, conectados, si acaso, por alguna vía de facto, por alguna causa psicológica o fisiológica, pero no por principios morales o estéticos”. Los primeros son los erizos, los segundos los zorros que, dispersos y difusos, se mueven en muchos niveles y tratan de captar la esencia de una vasta gama de experiencias sin querer acomodarlas en una visión unitaria.
Las declaraciones del primer mandatario -el visionario mayor- luego del sínodo ministerial son reveladoras. “El legado que queremos es el cambio… El eje central es que vamos a cambiar el país, vamos a cambiar políticas públicas”. Petro reiteró que su política de “Colombia potencia mundial de la vida” solo puede ser articulada “a través de un gran cambio en el país”. La estrategia de comunicación para un objetivo tan concreto es igualmente unificadora, articuladora: la paz total.
Una peculiaridad de este gobierno es que al lado de erizos idealistas en la estratosfera fantaseando con el cambio absoluto rondan zorros y aves rapaces, al amparo de sapos o avestruces que se niegan a ver sus fechorías.
Los acuerdos alcanzados por el gabinete petrista tras el retiro en Hatogrande se centran en dos ejes transversales, unificadores y mágicos: el cambio y la paz total.
La visión del mundo implícita en las divagaciones que se debieron dar en esa cumbre para llegar a tales derroteros recuerdan las pinturas medievales donde figuraban ciudades vistas en perspectiva desde una posición que la tecnología aún no había permitido alcanzar. Se simulaba la fotografía aérea. El pintor imaginaba la panorámica y el vuelo que la hacía posible. Esta ficción transformaba al espectador medieval en un ojo celeste.
“¿Alguna vez alguien ha visto la tierra descrita de manera tan armoniosa, tan poética? Las fotografías aéreas son tan perfectas que parecen pinturas, sin importar si representan la belleza única del planeta tierra o las huellas dejadas por el hombre … Cualquier espectador queda abrumado ante estas imágenes”.
En Cinco Semanas en Globo, Julio Verne describe la sensación. “El Victoria subió casi perpendicularmente a una altura de mil quinientos pies. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos de los viajeros! La isla de Zanzíbar… Los habitantes parecían insectos.
-¡Qué hermoso es todo esto! -exclamó Joe. Los ¡oh!, los ¡ah! y los ¡eh! brotaban de sus labios a borbotones.
-¡No hay como un globo! Se anda sin sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.
-¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño en una hamaca!”
Sin duda el mundo es más claro, ordenado y armonioso cuando se ve desde las alturas. Entre más lejos, mejor: se está cerca del cielo, de la luz, de la verdad. Además, como simple espectador, el individuo puede pensar que la realidad que observa es fácilmente alterable, cambiable.
Es abajo, sin embargo, en donde viven y se mueven los seres humanos. También es en la tierra donde cotidianamente funcionan las empresas, las familias y demás organizaciones. Además, todas ellas actúan en espacios y con vínculos que no se aprecian a simple vista. Es abajo donde surgen las muchas imperfecciones y las injusticias de la vida en sociedad. La visión que se obtiene desde la calle es menos nítida y produce desconcierto, incluso rechazo. Prima el desorden y es más ardua la simple tarea de describir. Por eso se recurre a una amalgama: el pueblo.
No es casual que entre profanos el entorno intelectual se denomine torre de marfil. Una atmósfera donde académicos, y muchos funcionarios o políticos, divagan aislados de la preocupaciones prácticas de la vida cotidiana. La altura de la torre es lo que les permite distancia, perspectiva.
La metáfora propuesta por Karl Popper para describir las dos maneras opuestas de ver la realidad es la de nubes o relojes. Están por un lado quienes centran su atención en las primeras, desordenadas, irregulares e impredecibles. En el otro extremo quedan quienes asimilan cualquier movimiento o cambio al de mecanismos inertes que representan sistemas físicos regulares, ordenados y con funcionamiento perfectamente predecible. Desde abajo se ven nubes y desde arriba se percibe que todo se mueve como un relojito, que un gobernante iluminado puede controlar a su antojo.
Se atribuye al poeta griego Arquíloco (680-645 AC) el haber dicho que “el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola gran cosa”. Para Isaiah Berlin estas palabras ayudan a ilustrar una de las más profundas divisiones entre pensadores, filósofos y en general entre seres humanos. Para él, existe un abismo entre quienes relacionan todo, desde arriba, con “una gran visión central, un sistema más o menos coherente o articulado en términos del cual ellos entienden, piensan y sienten. Un principio único, universal y organizador que define lo que son y le da significado a lo que dicen y, en el otro lado, quienes persiguen muchos fines, a veces no relacionados e incluso contradictorios, conectados, si acaso, por alguna vía de facto, por alguna causa psicológica o fisiológica, pero no por principios morales o estéticos”. Los primeros son los erizos, los segundos los zorros que, dispersos y difusos, se mueven en muchos niveles y tratan de captar la esencia de una vasta gama de experiencias sin querer acomodarlas en una visión unitaria.
Las declaraciones del primer mandatario -el visionario mayor- luego del sínodo ministerial son reveladoras. “El legado que queremos es el cambio… El eje central es que vamos a cambiar el país, vamos a cambiar políticas públicas”. Petro reiteró que su política de “Colombia potencia mundial de la vida” solo puede ser articulada “a través de un gran cambio en el país”. La estrategia de comunicación para un objetivo tan concreto es igualmente unificadora, articuladora: la paz total.
Una peculiaridad de este gobierno es que al lado de erizos idealistas en la estratosfera fantaseando con el cambio absoluto rondan zorros y aves rapaces, al amparo de sapos o avestruces que se niegan a ver sus fechorías.