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“El movimiento a favor del matrimonio igualitario no evolucionó a partir del miedo a la soledad, sino de la lucha contra el sida”.
Eso anotaba, en junio de 2015, el escritor gay Jesse Dorris al comentar la sentencia de la Corte Suprema norteamericana que aprobó los enlaces homosexuales. En medio de la celebración, lamentaba que se hubiera silenciado el origen de la lucha: contar con una herramienta legal para enfrentar a las familias. “Nos estaban impidiendo que cuidáramos a quienes queríamos mientras morían, y tratándonos como extraños cuando se iban”.
En la serie televisiva Cuéntame, versión española de Wonder Years, una escena ilustra el conflicto entre la familia de quienes fallecían por sida y el amante sobreviviente. Carlos Alcántara es dueño de Flybar, donde trabaja Marcelo, un mesero gay cuyo novio Tino agoniza. Marcelo cuenta lo difícil que ha sido cuidarlo y el miedo a hacerse la prueba VIH. Tino fallece y cuando lo están despidiendo y llorando, la madre irrumpe en el bar.
—Sólo he venido a hacerte una pregunta, ¿fuiste tú quien lo contagió?
Ante el silencio de Marcelo, Carlos responde que está bien, que se hizo las pruebas, que lo cuidó hasta el final, cuando ellos lo abandonaron.
—Fue él quien nos dio la espalda. Cuando decidió llevar esa vida le propusimos ir a un psicólogo pero no quiso curarse.
—Lo nuestro no tiene cura y Tino nunca dejó de quererles, replica Marcelo. Nunca volvió a su casa porque ustedes se lo prohibieron.
—Pues ya es hora de que vuelva, quiero llevarme sus cenizas, a enterrarlas con el resto de la familia.
—¿Y si yo no quiero que usted se las lleve?
—¡Tú qué derecho tienes!
Esta escena ocurre en 1984 e ilustra la observación de Jesse Dorris: la homofobia más tenaz es familiar, no social, y requiere reforma legal para enfrentarla. La principal diferencia con lo que ocurre hoy es que Tino se hubiera salvado con un tratamiento, y no habrían buscado curarle su orientación sexual. Lo que tal vez no cambia es la rabia de los padres de un gay seropositivo con el amante sospechoso de pasarle el virus al hijo, siempre víctima inocente. A esos dramas habría que sumar los de mujeres engañadas y contagiadas por compañeros o esposos bisexuales que con ellas no usan protección y callan, como las feministas que tampoco hablan de esa infame agresión.
Es apenas sensato suponer que alrededor de esos hogares surge rechazo a la homosexualidad. La relación entre incidencia de sida y homofobia está bien documentada. El activismo gay interpreta esa correlación con la causalidad en el otro sentido: supuestamente, cuando hay homofobia los gobiernos no luchan contra el sida, que por esa razón se expande. Un estudio realizado en los EE. UU. con una muestra de más de mil afroamericanos encontró una alta correlación entre relaciones homosexuales desprotegidas y haber sufrido homofobia. Los autores, expertos del sector salud, concluyen con la mayor tranquilidad que la cadena causal va del repudio hacia la irresponsabilidad: al sentirse estigmatizado, un gay empezaría, misteriosamente, a tener sexo inseguro. Familias como la de Tino no cuentan; la parsimonia y el sentido común tampoco.
Una de las primeras menciones del término homofobia en la prensa colombiana fue en 1994 a raíz de un conflicto de barrio: la Junta de Acción Comunal quería expulsar a unos enfermos de sida, cuyo único defensor fue el cura párroco. Esta relación entre miedo al virus y homofobia persiste. En la Encuesta Colombiana de Valores de 2005 hay indicadores del rechazo a homosexuales y, separadamente, a personas con sida. La desconfianza con los afectados por la enfermedad es, de lejos, el factor más asociado a la homofobia: multiplica por ocho sus chances. También importan el machismo, ser de estrato bajo y vivir en la Costa, como sugieren los ataques contra un gay en Barranquilla recientemente discutidos por la jurisprudencia constitucional. Al controlar estas variables, la religiosidad no muestra un efecto significativo. Las mujeres son menos homófobas, pero entre ellas el impacto negativo del sida es muy superior. En síntesis, toca aterrizar la discusión y dejar de culpar a la Iglesia y a los cristianos por una fobia que es doméstica, familiar y corregible, como la de la suegra de Marcelo.
La repelencia a las enfermedades contagiosas, y en particular a las de transmisión sexual, es milenaria, espontánea, tal vez instintiva, y no necesita ser azuzada. Se debe y se puede superar. El temor al sida y la homofobia son remediables, siempre que se discutan con franqueza, responsabilidad e información veraz, no con evasivas, ni retórica exculpatoria.