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La aparición de un elemento característico de la indumentaria masculina occidental tuvo poco que ver con las necesidades fisiológicas.
A mediados del siglo XV un costumbrista parisino volvía a casa atravesando un barrio universitario. Le indignó que muchos jóvenes, no sólo estudiantes, habían abandonado el tradicional vestido o la túnica que décadas atrás garantizaban el pudor y la dignidad. Ahora usaban largas medias pegadas a las piernas que mostraban demasiado, “como nunca lo hicieron… se ve la forma de su culo y sus genitales”.
No era la primera vez que una moda escandalizaba. Por lo general, cuando llegan períodos de paz y prosperidad las costumbres se relajan y surge un desmedido apetito por los placeres corporales. Décadas antes, durante una pausa de la Guerra de Cien Años, la corte de Carlos VI, alegre y despreocupada, disfrutaba frecuentes bailes de disfraces mientras la burguesía se enriquecía. París tuvo una edad de oro comercial e intelectual tan intensa que fue denominada la “nueva Atenas”. Con hábitos más ligeros, la moda se hizo caprichosa y extravagante.
Un cambio fundamental fueron las medias o mallas que los varones llevaban pegadas al cuerpo. Cada vez más visibles, subieron hasta las nalgas y destacaron la forma de las piernas. Los buenos artesanos se esforzaron por mantenerlas bien pegadas al cuerpo. En la parte superior, al llegar a la pelvis, estaba el desafío de unir de manera resistente y elegante las prendas de cada pierna. La simple costura entre los dos tubos de tela era antiestética y frágil. Se optó por una pieza triangular, amarrada a cada una de las mallas, que permitía no desvestirse para menesteres sanitarios. Este pequeño artefacto tenía además la ventaja de destacar los atributos masculinos. Se popularizó y provocó la “irresistible ascensión de una viril afirmación del sexo”.
Mientras el fin de la guerra permitía pensar en una verdadera reconstrucción, cuando la demografía se había recuperado de la espantosa peste y los burgueses se dedicaban a enriquecerse, las viviendas se embellecían, arte y literatura florecían, las costumbres cambiaron. “La sexualidad se reafirmaba y la moda la subrayaba. Los hombres querían ser seductores, viriles y se vestían con ese objetivo”. Las mallas de las piernas subieron, se sofisticaron, sus colores se multiplicaron, a veces distintos para cada pierna. El pequeño triángulo amarrado en la parte superior, que era de quitar y poner, fue el audaz antepasado de la bragueta masculina.
El cuerpo ganó importancia, “el espíritu se libera de los grilletes del pasado y el sexo se expresa alegremente. Tanto que algunos hablan del siglo XVI como el siglo en celo”. Para los hombres, ya no se trataba de sugerir o invitar a adivinar sus formas y atributos sino de anunciar, destacar y valorizar.
La nueva forma de vestir se expandió con rapidez. Sólo quedaron por fuera los clérigos, profesores de universidad y representantes de la justicia ejerciendo funciones. Todos conservaron túnicas y togas. La bragueta, que ha debido servir para reforzar el pudor, se convirtió poco a poco en “el símbolo de la sexualidad triunfante”.
A esa tendencia contribuyó que algunos empezaran a usarla para guardar allí pañuelos, monedas e incluso “frutas que se dejan madurar para ofrecerlas tibias en un gesto al borde del erotismo”. Así, la bragueta se convirtió no sólo en un accesorio de moda sino en “patente de vigorosa virilidad y arma fatal de seducción”.
En España, el poder de la Iglesia mantuvo a raya el erotismo en la innovación del vestido masculino. En 1726, el Diccionario de Autoridades definía la bragueta como una “abertura y división que se hace en el medio de las bragas, o calzones, por la parte anterior y superior, para poderlos vestir, y para otros precisos usos de la naturaleza”.
A pesar de lo anterior, sí hubo en la península una vínculo, bastante peculiar, entre la bragueta y la función reproductiva. Allí la hidalguía se otorgaba por concesión real o por herencia. Una clase peculiar de favorecidos por privilegios tributarios o por impago de deudas fueron los “hidalgos de bragueta”, un título recibido por “aquellos ciudadanos que tuvieran al menos siete hijos varones”. La prole debía ser fruto de un matrimonio legítimo con la misma mujer. La medida, tanto demográfica como casta, surgió a principios del siglo XVII para enfrentar el despoblamiento castellano que a su vez era un rezago del calamitoso siglo en el que el Imperio Español se vino a pique perdiendo Flandes tras la guerra de los ochenta años.
En el “Hidalgo de Bragueta”, Alfredo Iriarte describe las vicisitudes de unos bogotanos de principios del siglo XX que buscaban “en los excesos o en el absurdo un camino para vivir el día a día” en una ciudad mojigata. Esos cachacos embraguetados eran también consecuencia de guerras endémicas con sus frágiles y fugaces paces.