La pazología santista se verá a gatas para extender al asesinato de Jovenel Moïse, presidente de Haití, la mitología que adoptó y reforzó sobre el origen del paramilitarismo en Colombia.
Estudios supuestamente serios y documentados de célebres periodistas o historiadores plantean que los paramilitares surgieron no para proteger del secuestro y la extorsión de la guerrilla sino para despojar de tierras a los campesinos en beneficio del gran capital agropecuario. La intelectualidad obsesionada por la paz a cualquier costo alcanzó a poner en la picota pública a un libretista de TV por apartarse de la “visión oficial” de la guerra en la que los paras monopolizan la maldad. La enredada evolución reciente del conflicto, con disidencias que retornan bombardeadas por Maduro, ha desnudado la debilidad del diagnóstico que sirvió de base para el acuerdo de paz.
El magnicidio haitiano parece un guion de Netflix que ilustra la variedad de grupos armados que pululan en el país y hasta se exportan. La mayoría de los detenidos “son colombianos, y hay desde exsoldados a un teniente coronel”. La esposa de uno de ellos dice “que fue reclutado por una empresa de seguridad encargada de proteger a poderosas familias de República Dominicana”. La última vez que habló con el exmilitar, él estaba de guardia en una de esas casas y al día siguiente le escribió un mensaje de despedida: habían sido atacados.
¿De qué busca protegerse la oligarquía dominicana con tecnología paramilitar colombiana? El mejor candidato es el secuestro. Una coincidencia con lo que dicen dos haitianos de nacionalidad estadounidense que servían de traductores para el grupo que asesinó al presidente: “creían que se trataba de secuestrarlo, no de matarlo”. Imposible opinar sobre autores intelectuales o móvil del homicidio, algo que investigan las “autoridades competentes” no sólo de Haití.
El relato de un testigo presencial del ataque le suma picante con droga al incidente. Una voz con megáfono -que recuerda a los Pepes- exclamaba en creole: “¡Esta es una operación de la DEA, no salga de casa! Repito, somos agentes de la DEA”. En la puerta de la residencia presidencial el grupo de sicarios se dividió. La mitad interrogó a los hombres de la precaria guardia que protegía al mandatario por su eventual complicidad en el asesinato mientras los demás tumbaron la puerta y al llegar a la habitación donde dormía Moïse dispararon sin tregua. Consumada la matanza, empezó el saqueo. El grupo abrió “cajones, armarios y puertas de forma frenética buscando joyas y dinero”. Una insólita mezcla de pandilleros juveniles reforzados con paras que aturdidos buscaron refugio en la embajada de Taiwán donde fueron capturados. Algunos de ellos se salvaron de ser linchados por turbas enardecidas.
Dos días después, aparecieron incendiadas tanto la residencia presidencial como dos vehículos estacionados al frente. O bien los sicarios no eran tan profesionales como se pensó o las autoridades esconden detalles del incidente. Hasta el momento, las hipótesis van desde un plan orquestado por el equipo de seguridad de Moïse hasta una conspiración de la oligarquía pero no rural ni ganadera, como la del guion premoderno colombiano, sino de contratistas del Estado, escenario más acorde con la “correlación de fuerzas” actual. La Fiscalía llamó a declarar a Reginald Boulos y Dimitri Vorbe, uno de los dueños del monopolio eléctrico que el gobierno había empezado a romper dejando entrar competidores. La primera dama también fue víctima del atentado pero sobrevivió milagrosamente. Internada en un hospital de Miami, su estado es crítico. Desde la cuenta oficial de su despacho “se distribuyó un audio supuestamente grabado por ella en el que vincula a los oligarcas locales en el atentado”.
Para disminuir la crispación política antes de elecciones, uno de los últimos actos de gobierno del presidente abatido fue nombrar como primer ministro a Ariel Henry, líder de la oposición. Dicho político no alcanzó a tomar posesión y reemplazar a Claude Joseph, respaldado por los EE. UU., quien ya anunció que no dejará el poder. El viernes por la noche el desobediente ministro fue acusado por unos senadores de instigar un golpe de Estado.
Secuestro, droga, autoridades débiles, intervención estadounidense, autorías intelectuales misteriosas, justicia ineficaz y políticos corruptos. Difícil encontrar una combinación que ilustre mejor los elementos del conflicto colombiano que el idealismo de izquierda silenció para no empañar la visión del rebelde que lucha por el acceso a la tierra. Mirándose el ombligo, la pazología ignoró por completo no solo enredos monumentales que exigían atención sino la evidente naturaleza internacional de nuestra guerra.
En un arranque difícil de calificar, el gobierno colombiano se ha aliado con el dominicano para apoyar a los EE. UU. en un eventual envío de tropas para evitar un levantamiento popular en Haití. Es posible que esa decisión lleve a algunos sagaces progres a responsabilizar a Duque por el atentado, para sabotear el mejor acuerdo posible, como siempre.
La pazología santista se verá a gatas para extender al asesinato de Jovenel Moïse, presidente de Haití, la mitología que adoptó y reforzó sobre el origen del paramilitarismo en Colombia.
Estudios supuestamente serios y documentados de célebres periodistas o historiadores plantean que los paramilitares surgieron no para proteger del secuestro y la extorsión de la guerrilla sino para despojar de tierras a los campesinos en beneficio del gran capital agropecuario. La intelectualidad obsesionada por la paz a cualquier costo alcanzó a poner en la picota pública a un libretista de TV por apartarse de la “visión oficial” de la guerra en la que los paras monopolizan la maldad. La enredada evolución reciente del conflicto, con disidencias que retornan bombardeadas por Maduro, ha desnudado la debilidad del diagnóstico que sirvió de base para el acuerdo de paz.
El magnicidio haitiano parece un guion de Netflix que ilustra la variedad de grupos armados que pululan en el país y hasta se exportan. La mayoría de los detenidos “son colombianos, y hay desde exsoldados a un teniente coronel”. La esposa de uno de ellos dice “que fue reclutado por una empresa de seguridad encargada de proteger a poderosas familias de República Dominicana”. La última vez que habló con el exmilitar, él estaba de guardia en una de esas casas y al día siguiente le escribió un mensaje de despedida: habían sido atacados.
¿De qué busca protegerse la oligarquía dominicana con tecnología paramilitar colombiana? El mejor candidato es el secuestro. Una coincidencia con lo que dicen dos haitianos de nacionalidad estadounidense que servían de traductores para el grupo que asesinó al presidente: “creían que se trataba de secuestrarlo, no de matarlo”. Imposible opinar sobre autores intelectuales o móvil del homicidio, algo que investigan las “autoridades competentes” no sólo de Haití.
El relato de un testigo presencial del ataque le suma picante con droga al incidente. Una voz con megáfono -que recuerda a los Pepes- exclamaba en creole: “¡Esta es una operación de la DEA, no salga de casa! Repito, somos agentes de la DEA”. En la puerta de la residencia presidencial el grupo de sicarios se dividió. La mitad interrogó a los hombres de la precaria guardia que protegía al mandatario por su eventual complicidad en el asesinato mientras los demás tumbaron la puerta y al llegar a la habitación donde dormía Moïse dispararon sin tregua. Consumada la matanza, empezó el saqueo. El grupo abrió “cajones, armarios y puertas de forma frenética buscando joyas y dinero”. Una insólita mezcla de pandilleros juveniles reforzados con paras que aturdidos buscaron refugio en la embajada de Taiwán donde fueron capturados. Algunos de ellos se salvaron de ser linchados por turbas enardecidas.
Dos días después, aparecieron incendiadas tanto la residencia presidencial como dos vehículos estacionados al frente. O bien los sicarios no eran tan profesionales como se pensó o las autoridades esconden detalles del incidente. Hasta el momento, las hipótesis van desde un plan orquestado por el equipo de seguridad de Moïse hasta una conspiración de la oligarquía pero no rural ni ganadera, como la del guion premoderno colombiano, sino de contratistas del Estado, escenario más acorde con la “correlación de fuerzas” actual. La Fiscalía llamó a declarar a Reginald Boulos y Dimitri Vorbe, uno de los dueños del monopolio eléctrico que el gobierno había empezado a romper dejando entrar competidores. La primera dama también fue víctima del atentado pero sobrevivió milagrosamente. Internada en un hospital de Miami, su estado es crítico. Desde la cuenta oficial de su despacho “se distribuyó un audio supuestamente grabado por ella en el que vincula a los oligarcas locales en el atentado”.
Para disminuir la crispación política antes de elecciones, uno de los últimos actos de gobierno del presidente abatido fue nombrar como primer ministro a Ariel Henry, líder de la oposición. Dicho político no alcanzó a tomar posesión y reemplazar a Claude Joseph, respaldado por los EE. UU., quien ya anunció que no dejará el poder. El viernes por la noche el desobediente ministro fue acusado por unos senadores de instigar un golpe de Estado.
Secuestro, droga, autoridades débiles, intervención estadounidense, autorías intelectuales misteriosas, justicia ineficaz y políticos corruptos. Difícil encontrar una combinación que ilustre mejor los elementos del conflicto colombiano que el idealismo de izquierda silenció para no empañar la visión del rebelde que lucha por el acceso a la tierra. Mirándose el ombligo, la pazología ignoró por completo no solo enredos monumentales que exigían atención sino la evidente naturaleza internacional de nuestra guerra.
En un arranque difícil de calificar, el gobierno colombiano se ha aliado con el dominicano para apoyar a los EE. UU. en un eventual envío de tropas para evitar un levantamiento popular en Haití. Es posible que esa decisión lleve a algunos sagaces progres a responsabilizar a Duque por el atentado, para sabotear el mejor acuerdo posible, como siempre.