Para la paz, la metamorfosis de Juan Manuel Santos de rudo halcón a conciliadora paloma fue menos costosa que sus actitudes de avestruz al final del proceso.
La primera mutación, mucho antes del premio Nobel, coincidió con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Tras una reunión con parlamentarios que la impulsaban Santos criticó el mito que él mismo había contribuido a consolidar: “era necesario reconocer la existencia del conflicto armado en nuestro país”. La respuesta de su mentor fue inmediata: “terroristas no reúnen elementos para estatus de beligerancia, ¿por qué les abren la puerta? … Son una amenaza criminal. No hay razón legal para vincular reparación de víctimas con reconocimiento de terroristas”, trinó Álvaro Uribe.
Después de anunciar públicamente la mesa de diálogo con las Farc se confirmó que la guerra continuaba. Cuando mataron a Alfonso Cano, líder de la organización con la que ya se negociaba, Santos anotó que “la intransigencia política de las Farc había sido derrotada”. Agregó que “se me aguaron los ojos al pensar que el objetivo perseguido lo habíamos alcanzado y que eso nos acercaba al fin de la guerra”. Con belicoso entusiasmo retomó fugazmente las banderas de la Seguridad Democrática al comparar ese triunfo con el de los EE. UU. en Pakistán contra Osama Bin Laden, “máximo líder del grupo terrorista Al Qaeda”. En una alocución por TV sentenció que la cúpula de las Farc “se va derrumbando como un castillo de naipes”.
Para explicar su doble juego de hostilidades con diálogo, Santos destacó la “doctrina Rabin” en honor del líder Israelí que comandó las tropas de su país durante la Guerra de los Seis Días en 1967 y ganaría luego el Premio Nobel de la Paz. Como él, este héroe militar había sido “halcón y paloma”. Cuando negociaba con Yasser Arafat, Rabin habría dicho: “seguiremos combatiendo el terrorismo como si no hubiera un proceso de paz, y nos sentamos a negociar la paz como si no hubiera terrorismo”. Para evitar un término tan estigmatizado, Santos adaptó el lema: “combatir como si no se estuviera hablando y hablar como si no se estuviera combatiendo”.
Los diálogos entre Rabin y Arafat condujeron a la firma de los Acuerdos de Oslo. Ambos negociadores estrecharon sus manos en septiembre de 1993. Casi tres décadas después, Israel y Palestina “se encuentran más lejos que nunca de la paz”. A la observación genérica ante cualquier acuerdo que “del dicho al hecho hay mucho trecho” habría que agregarle diversas circunstancias que llevaron el documento firmado por los dos contrincantes a convertirse en letra muerta.
En Colombia, el gran lunar del Acuerdo de 2016 con las Farc fue su derrota en un plebiscito, que tuvo causas adicionales al rechazo del uribismo. La primera y más protuberante fue haber abandonado totalmente la figura vigilante del halcón para reemplazarla por una ingenua paloma convencida de que todos los comandantes adoptarían el nuevo papel de políticos civiles. La desmovilización y dejación de armas era más que razonable esperarla para la tropa, pero las señales que varios comandantes involucrados en narcotráfico y otros mercados ilegales engrosarían las disidencias eran inequívocas. El presidente Santos reconoció el abismo entre los combatientes rasos y la cúpula dirigente de la curtida guerrilla. A los primeros se dirigió al dar de baja a Alfonso Cano. “Quedan muchos todavía que insisten en el camino equivocado de las armas y el terror, y deben saber que también les vamos a llegar… El tiempo de las Farc se sigue agotando. No ofrezcan sus vidas por un proyecto fracasado, por defender a unos jefes intransigentes. ¡Desmovilícense!”. Sin embargo, en La Habana se siguió negociando exclusivamente con comandantes soberbios sin siquiera auscultar lo que pensaba y quería la tropa.
Cuando se buscó garantizar que los rebeldes no reincidirían, el diagnóstico se contaminó con idealismo. La paloma se convirtió en avestruz. Se ignoraron realidades palpables como los líderes guerrilleros económicamente favorecidos con la exportación de droga y otras actividades ilegales durante el conflicto.
Resulta difícil entender por qué pasaron a segundo plano las labores de inteligencia militar. Desde antes de firmar el Acuerdo se sabía que algunos comandantes farianos poderosos no abandonarían las armas. Además, era evidente que buscarían refugio en Venezuela. Casos muy claros eran Iván Márquez y John 40. Fue lamentable no prever un obstáculo para la paz de ese calibre. Desde los preliminares del proceso, cuando las Farc enviaron dos plenipotenciarios para el encuentro exploratorio en La Habana, se sabía que Timochenko, que entonces comandaba el Bloque del Magdalena Medio, pasaba largas temporadas en el vecino país. ¿Cómo se pudo ignorar el poder de un Estado mafioso en el que las Fuerzas Armadas actuaban en concordancia con las Farc y el Eln?
La paz total no podrá fungir de avestruz e ignorar a Nicolás Maduro y sus matones armados, legales e ilegales. Además, no podrá ignorar los estrechos vínculos del Eln con el régimen heredados de Fidel Castro.
Para la paz, la metamorfosis de Juan Manuel Santos de rudo halcón a conciliadora paloma fue menos costosa que sus actitudes de avestruz al final del proceso.
La primera mutación, mucho antes del premio Nobel, coincidió con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Tras una reunión con parlamentarios que la impulsaban Santos criticó el mito que él mismo había contribuido a consolidar: “era necesario reconocer la existencia del conflicto armado en nuestro país”. La respuesta de su mentor fue inmediata: “terroristas no reúnen elementos para estatus de beligerancia, ¿por qué les abren la puerta? … Son una amenaza criminal. No hay razón legal para vincular reparación de víctimas con reconocimiento de terroristas”, trinó Álvaro Uribe.
Después de anunciar públicamente la mesa de diálogo con las Farc se confirmó que la guerra continuaba. Cuando mataron a Alfonso Cano, líder de la organización con la que ya se negociaba, Santos anotó que “la intransigencia política de las Farc había sido derrotada”. Agregó que “se me aguaron los ojos al pensar que el objetivo perseguido lo habíamos alcanzado y que eso nos acercaba al fin de la guerra”. Con belicoso entusiasmo retomó fugazmente las banderas de la Seguridad Democrática al comparar ese triunfo con el de los EE. UU. en Pakistán contra Osama Bin Laden, “máximo líder del grupo terrorista Al Qaeda”. En una alocución por TV sentenció que la cúpula de las Farc “se va derrumbando como un castillo de naipes”.
Para explicar su doble juego de hostilidades con diálogo, Santos destacó la “doctrina Rabin” en honor del líder Israelí que comandó las tropas de su país durante la Guerra de los Seis Días en 1967 y ganaría luego el Premio Nobel de la Paz. Como él, este héroe militar había sido “halcón y paloma”. Cuando negociaba con Yasser Arafat, Rabin habría dicho: “seguiremos combatiendo el terrorismo como si no hubiera un proceso de paz, y nos sentamos a negociar la paz como si no hubiera terrorismo”. Para evitar un término tan estigmatizado, Santos adaptó el lema: “combatir como si no se estuviera hablando y hablar como si no se estuviera combatiendo”.
Los diálogos entre Rabin y Arafat condujeron a la firma de los Acuerdos de Oslo. Ambos negociadores estrecharon sus manos en septiembre de 1993. Casi tres décadas después, Israel y Palestina “se encuentran más lejos que nunca de la paz”. A la observación genérica ante cualquier acuerdo que “del dicho al hecho hay mucho trecho” habría que agregarle diversas circunstancias que llevaron el documento firmado por los dos contrincantes a convertirse en letra muerta.
En Colombia, el gran lunar del Acuerdo de 2016 con las Farc fue su derrota en un plebiscito, que tuvo causas adicionales al rechazo del uribismo. La primera y más protuberante fue haber abandonado totalmente la figura vigilante del halcón para reemplazarla por una ingenua paloma convencida de que todos los comandantes adoptarían el nuevo papel de políticos civiles. La desmovilización y dejación de armas era más que razonable esperarla para la tropa, pero las señales que varios comandantes involucrados en narcotráfico y otros mercados ilegales engrosarían las disidencias eran inequívocas. El presidente Santos reconoció el abismo entre los combatientes rasos y la cúpula dirigente de la curtida guerrilla. A los primeros se dirigió al dar de baja a Alfonso Cano. “Quedan muchos todavía que insisten en el camino equivocado de las armas y el terror, y deben saber que también les vamos a llegar… El tiempo de las Farc se sigue agotando. No ofrezcan sus vidas por un proyecto fracasado, por defender a unos jefes intransigentes. ¡Desmovilícense!”. Sin embargo, en La Habana se siguió negociando exclusivamente con comandantes soberbios sin siquiera auscultar lo que pensaba y quería la tropa.
Cuando se buscó garantizar que los rebeldes no reincidirían, el diagnóstico se contaminó con idealismo. La paloma se convirtió en avestruz. Se ignoraron realidades palpables como los líderes guerrilleros económicamente favorecidos con la exportación de droga y otras actividades ilegales durante el conflicto.
Resulta difícil entender por qué pasaron a segundo plano las labores de inteligencia militar. Desde antes de firmar el Acuerdo se sabía que algunos comandantes farianos poderosos no abandonarían las armas. Además, era evidente que buscarían refugio en Venezuela. Casos muy claros eran Iván Márquez y John 40. Fue lamentable no prever un obstáculo para la paz de ese calibre. Desde los preliminares del proceso, cuando las Farc enviaron dos plenipotenciarios para el encuentro exploratorio en La Habana, se sabía que Timochenko, que entonces comandaba el Bloque del Magdalena Medio, pasaba largas temporadas en el vecino país. ¿Cómo se pudo ignorar el poder de un Estado mafioso en el que las Fuerzas Armadas actuaban en concordancia con las Farc y el Eln?
La paz total no podrá fungir de avestruz e ignorar a Nicolás Maduro y sus matones armados, legales e ilegales. Además, no podrá ignorar los estrechos vínculos del Eln con el régimen heredados de Fidel Castro.