El quinto centenario de la conquista de México ha dado pie para uno de los debates más interesantes sobre la llegada de los españoles, pero también el período colonial y la independencia de los países latinoamericanos. Debería servir para evaluar el acuerdo de paz.
El pasado 13 de agosto se conmemoraron en ese país no sólo 500 años del final del imperio azteca (mexica) por la caída de Tenochtitlán sino también, con mayor margen de incertidumbre, los 700 de su fundación. El debate se ha hecho aún más intenso por la reciente carta del presidente López Obrador al rey de España pidiéndole disculparse por la Conquista.
Se han criticado varias incoherencias en el discurso oficial sobre los distintos eventos que se conmemoran por estos días. Por un lado, asimilar un hecho puntual, para algunos intrascendente, a un acontecimiento que está lejos de ser el sometimiento simultáneo de todos los pueblos aborígenes que habitaban esos territorios. Por otra parte, están las sucesivas y bien complejas guerras de conquista que ocurrieron en todo el territorio considerado hoy mexicano. Por último, está la consolidación del régimen colonial “ordenando y jerarquizando los cuerpos y determinando un mundo en el que la blanquitud fue la medida del progreso y la civilización”.
Particularmente chocante aparece el hecho que la voz de pueblos indígenas “sistemáticamente silenciada” por el Estado mexicano haya sido asumida por el establecimiento que ha suplantado su voluntad, sobre todo pidiendo perdón. Esta palabra específica tiene toda la carga de la tradición religiosa inscrita en la cultura occidental contra la cual pretende rebelarse el nada coherente primer mandatario. La ensayista, lingüista e indigenista Yásmara Elena Aguilar anota que “la justicia restaurativa que necesitamos no vendrá del perdón judeo cristiano enunciado por el Estado que sigue suplantando la voz de los pueblos indígenas sino de un diálogo que tome en cuenta el reconocimiento del daño y la construcción de ideas de restauración que nos provean un futuro más justo”.
La producción académica, histórica y literaria sobre este conjunto de eventos en los últimos años es impresionante. En ciertos sectores ha sido suficiente para infundir algo de optimismo. “Es una oportunidad para que los historiadores reivindiquen el conocimiento riguroso frente a las distorsiones ideológicas de nacionalistas, hispanistas o indigenistas”, anota Enrique Krauze.
El historiador Federico Navarrete se hace preguntas insólitas como ¿quién conquistó a México? ¿fue la Malinche? ¿fueron otros indígenas? Su escepticismo se basa en la observación que los hombres que acompañaban a Cortés estaban lejos de ser un ejército. Así, los verdaderos vencedores fueron sus aliados, los enemigos mesoamericanos del imperio. “La idea de la victoria absoluta de los españoles en 1521 no es más que una versión parcial e interesada, inventada por el propio Cortés para ensalzar y exagerar su propio papel”, anota Navarrete.
Cortés no fue el único en hacer pasar sueños por realidades. Por algo Carlos Fuentes señala como “primer novelista” mexicano al conquistador y supuesto historiador Bernal Díaz del Castillo.
Otro historiador de la UNAM propone usar el término conquistas, en plural, para referirse de manera razonable a todo ese conjunto de historias y, de paso, empezar a contar las que han sido silenciadas por las distintas ideologías, parcializadas y simplificadoras por intereses políticos.
Si los autores de fábulas colombianos no tuvieran el poder y el respaldo internacional que asombrosamente alcanzaron, coronado con dos premios Nobel, habría lugar para algo parecido al optimismo, pero no. Por una parte, porque, empezando por el primer Nobel, en Macondo los escritores de ficción se consagraron como respetables analistas políticos e historiadores.
En segundo término, porque el idealismo, adobado con algo de mala fe, logró que uno de los acontecimientos políticos más importantes de las últimas décadas, la firma de un acuerdo de paz con las Farc, se hiciera con una visión parcial y amañada del conflicto, un gravísimo desacierto que acabó pasando factura.
La pazología colombiana y la ensayista Yásmara Elena Aguilar comparten la ingenuidad de pensar que la justicia restaurativa, basada en el diálogo entre las dos partes de un conflicto, es viable en sociedades modernas, urbanas, donde la interacción típica se da entre personas extrañas. Pero al menos se trata de costumbres que no son ajenas a la tradición cultural de la población que fue víctima de agresiones.
En Colombia, con el aplauso de la élite constitucionalista, los santistas pretendieron imponerle a una sociedad mayoritariamente cristiana un menjurje de perdón y justicia importado de culturas minoritarias. La soberbia que los caracteriza aún impide que se responsabilicen un mínimo por el daño que causaron. Jamás pedirán perdón, y mucho menos buscarán restaurar el daño que hicieron. Pero la historia seria llegará algún día, y no saldrán bien librados.
El quinto centenario de la conquista de México ha dado pie para uno de los debates más interesantes sobre la llegada de los españoles, pero también el período colonial y la independencia de los países latinoamericanos. Debería servir para evaluar el acuerdo de paz.
El pasado 13 de agosto se conmemoraron en ese país no sólo 500 años del final del imperio azteca (mexica) por la caída de Tenochtitlán sino también, con mayor margen de incertidumbre, los 700 de su fundación. El debate se ha hecho aún más intenso por la reciente carta del presidente López Obrador al rey de España pidiéndole disculparse por la Conquista.
Se han criticado varias incoherencias en el discurso oficial sobre los distintos eventos que se conmemoran por estos días. Por un lado, asimilar un hecho puntual, para algunos intrascendente, a un acontecimiento que está lejos de ser el sometimiento simultáneo de todos los pueblos aborígenes que habitaban esos territorios. Por otra parte, están las sucesivas y bien complejas guerras de conquista que ocurrieron en todo el territorio considerado hoy mexicano. Por último, está la consolidación del régimen colonial “ordenando y jerarquizando los cuerpos y determinando un mundo en el que la blanquitud fue la medida del progreso y la civilización”.
Particularmente chocante aparece el hecho que la voz de pueblos indígenas “sistemáticamente silenciada” por el Estado mexicano haya sido asumida por el establecimiento que ha suplantado su voluntad, sobre todo pidiendo perdón. Esta palabra específica tiene toda la carga de la tradición religiosa inscrita en la cultura occidental contra la cual pretende rebelarse el nada coherente primer mandatario. La ensayista, lingüista e indigenista Yásmara Elena Aguilar anota que “la justicia restaurativa que necesitamos no vendrá del perdón judeo cristiano enunciado por el Estado que sigue suplantando la voz de los pueblos indígenas sino de un diálogo que tome en cuenta el reconocimiento del daño y la construcción de ideas de restauración que nos provean un futuro más justo”.
La producción académica, histórica y literaria sobre este conjunto de eventos en los últimos años es impresionante. En ciertos sectores ha sido suficiente para infundir algo de optimismo. “Es una oportunidad para que los historiadores reivindiquen el conocimiento riguroso frente a las distorsiones ideológicas de nacionalistas, hispanistas o indigenistas”, anota Enrique Krauze.
El historiador Federico Navarrete se hace preguntas insólitas como ¿quién conquistó a México? ¿fue la Malinche? ¿fueron otros indígenas? Su escepticismo se basa en la observación que los hombres que acompañaban a Cortés estaban lejos de ser un ejército. Así, los verdaderos vencedores fueron sus aliados, los enemigos mesoamericanos del imperio. “La idea de la victoria absoluta de los españoles en 1521 no es más que una versión parcial e interesada, inventada por el propio Cortés para ensalzar y exagerar su propio papel”, anota Navarrete.
Cortés no fue el único en hacer pasar sueños por realidades. Por algo Carlos Fuentes señala como “primer novelista” mexicano al conquistador y supuesto historiador Bernal Díaz del Castillo.
Otro historiador de la UNAM propone usar el término conquistas, en plural, para referirse de manera razonable a todo ese conjunto de historias y, de paso, empezar a contar las que han sido silenciadas por las distintas ideologías, parcializadas y simplificadoras por intereses políticos.
Si los autores de fábulas colombianos no tuvieran el poder y el respaldo internacional que asombrosamente alcanzaron, coronado con dos premios Nobel, habría lugar para algo parecido al optimismo, pero no. Por una parte, porque, empezando por el primer Nobel, en Macondo los escritores de ficción se consagraron como respetables analistas políticos e historiadores.
En segundo término, porque el idealismo, adobado con algo de mala fe, logró que uno de los acontecimientos políticos más importantes de las últimas décadas, la firma de un acuerdo de paz con las Farc, se hiciera con una visión parcial y amañada del conflicto, un gravísimo desacierto que acabó pasando factura.
La pazología colombiana y la ensayista Yásmara Elena Aguilar comparten la ingenuidad de pensar que la justicia restaurativa, basada en el diálogo entre las dos partes de un conflicto, es viable en sociedades modernas, urbanas, donde la interacción típica se da entre personas extrañas. Pero al menos se trata de costumbres que no son ajenas a la tradición cultural de la población que fue víctima de agresiones.
En Colombia, con el aplauso de la élite constitucionalista, los santistas pretendieron imponerle a una sociedad mayoritariamente cristiana un menjurje de perdón y justicia importado de culturas minoritarias. La soberbia que los caracteriza aún impide que se responsabilicen un mínimo por el daño que causaron. Jamás pedirán perdón, y mucho menos buscarán restaurar el daño que hicieron. Pero la historia seria llegará algún día, y no saldrán bien librados.