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Todos los seres humanos cambian y evolucionan a lo largo de su vida. Por razones físicas y culturales la vivienda es mucho más rígida. El desbarajuste en la vejez suele ser monumental, incluso dramático y doloroso. Pero es posible anticipar el cambio para seguir disfrutando el hogar.
Paradójicamente, aquella morada en la que invertimos sueños y ahorros, donde pasamos inolvidables momentos en familia, la que alguna vez pensamos sería para toda la vida, se convierte poco a poco en fuente de preocupación y estrés, de altos costos de mantenimiento, a veces de agrias disputas entre parientes que también experimentaron cambios vitales. Encima, al envejecer, para muchas personas el domicilio del que gozaron por tantos años se vuelve peligroso, atenta cotidianamente contra la salud física y mental: por las escaleras empinadas, el entorno estrecho del WC, la bañera vintage, la cocina mal iluminada y tantos otros obstáculos y dificultades agazapadas que si acaso la regulación a favor de personas con movilidad reducida ha analizado.
Aunque mucha gente ha pensado en el asunto, pocas lo han hecho con la persistencia, profundidad y seriedad de Uly Jaumandreu, una barcelonesa que supo desde niña que sería interiorista. El principal impulsor de esa temprana vocación fue su padre, metódico ingeniero que restauró una vieja propiedad familiar y rescataba antiguas recetas de cocina sometiéndolas a rigurosa evaluación por sus invitados. En esa propiedad rural donde Uly ha pasado un mes prácticamente todos los veranos de su vida, el padre le transmitió la importancia de ponerle extrema atención a todos los detalles, no sólo de albañilería y carpintería sino de biselado, iluminación y tapicería. Uly combinaba los juegos estivales con la minuciosa renovación de muebles cargados de historias. Aunque la joven aprendiz de interiorista no entendía las gestiones legales, burocráticas y urbanísticas que ocuparon por mucho tiempo a sus padres, después logró apreciar y agradecer toda la filigrana que dejaron para que su obra perdurara: rígidos estatutos para el manejo de la propiedad sin disputas familiares; protección urbanística del pequeño pueblo y su entorno agrícola; organización de asociaciones de propietarios; y personas interesadas en conservar el patrimonio con algún valor histórico.
De su madre, Uly heredó una enorme perspicacia, tacto y capacidad para interpretar las necesidades de la gente. También, al verla envejecer penosamente, la obsesión por ir adaptando oportunamente el sitio donde se vive: que nunca deje de ser un verdadero hogar, un nido, un refugio para compartir con los seres queridos.
El padre, literalmente conservador, no dejó de trabajar al pensionarse y murió tranquilo de un infarto cuando dormía. La madre, por el contrario, tuvo reveses de salud que la incapacitaron parcialmente por varios años y definieron la permanente preocupación de Uly por adaptar la vivienda a los avatares de la vejez. Recuerda con tristeza las visitas que su madre le hacía a la casona en el barrio gótico con empinadas escaleras. Particularmente angustiosa es la imagen de cuando tuvieron que sacarla de allí en camilla de ambulancia.
A diferencia del estereotipo de interiorista que gente rica contrata para que decore su casa con estándares de revista, con el tiempo Uly se especializó en buscar soluciones inteligentes y sencillas a los problemas que enfrenta la gente mayor para sentirse siempre cómoda en su hogar. Así, logró identificar algunas “reglas” o “normas” asociadas con su oficio. La primera es que los espacios pequeños, ubicuos en cualquier urbe y a los que está condenada gente que creció en grandes casas, pueden ser siempre acogedores y cómodos. La segunda, contraintuitiva, es que entre más reducido sea un lugar, más grandes deben ser los poquísimos muebles que se usen. La tercera es que los objetos y recuerdos del pasado que inexorablemente acumulan las personas terminan agobiándolas, arrinconándolas en un espacio que, cada vez más estrecho y reducido, se aleja progresivamente del hogar acogedor y confortable. El cáncer de una vivienda es ese pequeño síndrome de Diógenes que todos sufrimos en alguna medida, esa mochila repleta de fotos, cositas, cuadros, libros, discos y cachivaches que nos condenan a una especie de miscelánea de baratijas donde el pasado apenas permite moverse.
La pregunta del millón es por qué la gente no adapta la vivienda a sus cambios vitales. Sobre todo cuando casi nunca se requieren grandes inversiones sino usar de manera eficiente recursos existentes, o volverlos rentables. Esa inquietud llevó a Uly a emprender una nueva aventura: Hogar & Cambio. La motivación para compartir su know how es tan simple y sensata como convincente: “si adaptas tu hogar anticipadamente puedes hacerlo con ilusión, e incluso divirtiéndote. Si tienes que empezar tras una emergencia lo harás con tristeza y dolor”. Por ejemplo, no hay que esperar la vejez para tener esa cama ajustable eléctrica con la que todos soñamos desde jóvenes.