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Hongos o levadura: dos visiones del desarrollo

Mauricio Rubio
05 de marzo de 2015 - 02:19 a. m.
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La propuesta de James Robinson de dejar marchitar el campo generó a finales del 2014 un animado debate con una secuela menos concurrida.

Alguna vez Arnold Harberger criticó la visión del desarrollo como una especie de levadura que crece homogénea y armoniosamente. Propuso la metáfora de hongos que surgen de manera espontánea, dispareja e impredecible.

Quien haya tenido o conocido un negocio se inclina por los hongos: sabe que, en el mismo entorno, unas aventuras fracasan y otras prosperan sin que nadie entienda bien por qué. Gigantes actuales, como Servientrega o Crêpes & Wafles, fueron cuchitos de garaje en los ochenta, similares a los que nunca crecieron. En las historias de mi suegro, asesor agrónomo, un final típico del vía crucis rural era el propietario arrendándole la tierra al intermediario con contactos en Corabastos. Unos cuantos campesinos enriquecidos mientras muchos apenas subsistieron corroboran la visión del desarrollo desigual, desordenado, esquivo a doctrinas o planeación burocrática. Las centrales de abastos fueron un aditivo estatal para la levadura agraria que mutó en enormes y voraces hongos.

Reacio a los impuestos y con rezagos de trueque, el campo colombiano no produce estadísticas fiables. Me consta que hace un tiempo el PIB agrícola se “negociaba” anualmente entre el gobierno y los gremios; el de frutas y hortalizas salía de la manga. El censo agropecuario anterior al que aún no se ha analizado fuel el de 1970, poco después de creadas las FARC. La falta de información favorece a los idealistas y hace precario cualquier diagnóstico. En una vereda que conozco bien no hubo despojo de tierras, todo está escriturado y electrificado, sobra el agua, queda a 80 km de Bogotá por vía pavimentada, en ese clima “se da de todo” pero hace años no se produce nada. Simultáneamente, paperos y cebolleros del altiplano cundiboyacense acumularon fortunas y las hortalizas al oriente de Cundinamarca fueron exitosas. Pequeños lecheros coexisten con grandes hatos, mini arroceros se reparten el mercado con capitalistas, algunas campesinas crían ‘pollos industriales’ a pequeña escala y de frutas o verduras jamás ha habido desabastecimiento. La población urbana está más alimentada que nunca, restaurantes e industrias de comestibles se sofistican y crecen, pero mentes ilustres insisten que si no se transforma el campo seguiremos estancados.

La academia aprecia la levadura: es armoniosa, se deja modelar, suscita discusiones eruditas y cautiva mentes empeñadas en dirigir el desarrollo. Los hongos exigen preguntarse por qué solo unas empresas progresan, o sea hablar de negocios, un arte insulso. Así, la élite pensante diserta sobre agregados campesinos ignorando la dinámica de las partes. El debate contra Robinson fue sofisticado, mucha retórica, comparaciones internacionales, dilemas sociales, importancia de la historia, un par de sofismas, pero ningún dato o criterio para definir prioridades y evaluar alternativas concretas de inversión y empleo en el campo, o ajustes institucionales específicos. Nada útil para entidades del sector agropecuario, productores y mucho menos para responsables de la reinserción de combatientes, o empresas dispuestas a apoyarla.

El desarrollo rural amasado en La Habana es el menos convincente de los acuerdos. No concuerda con el nuevo lugar común: "esto no tiene vuelta atrás". Si el proceso de paz es de vanguardia, la insistencia en el problema agrario es el retorno al pasado, el discurso voluntarista y menos pragmático de los diálogos. Si se desagregara en proyectos productivos o de organización comunitaria para atraer inversionistas y filántropos, no podría financiarse. De manera incomprensible se desdeña el empleo capitalista, urbano o rural. Tal vez porque no encaja en la idealizada levadura igualitaria. “Hacer crecer todas las flores simultáneamente”, rezaba un eslogan de Mao que resume bien la visión que aún engolosina intelectuales: “vamos a desarrollar el campo”, no como agricultores sino desde un escritorio.

Para cualquier contribuyente es sensato el marchitamiento, entendido no como la agonía del campo, que a pesar del conflicto no ocurrió, ni va a suceder. Se trata simplemente de sacarlo de la agenda de expertos, de renunciar a una levadura a fondo perdido promovida por un Estado con otras responsabilidades, esas sí ineludibles, como la educación de calidad accesible para todos. En este sector sí hay cifras, conocimiento, discusión informada e indicadores de evaluación. Basta comparar la vaguedad del debate sobre el marchitamiento del campo con la precisión de las críticas al programa “Ser pilo paga”. Aunque también simple como teoría, la educación para prevenir la violencia es más sensata y universalmente aceptada. Esa prioridad, además, beneficia a las mujeres campesinas y es tan obvia que no requiere mucha literatura ni academia: pasa la prueba ácida de ser una recomendación que los expertos también aceptan para sí mismos. Si hasta convencidos agraristas eligen para los suyos los estudios, como cultivando sus honguitos, ¿por qué recomendarle algo distinto a campesinos, a desplazados o a quienes dejen las armas?

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