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Inmigración ilegal: el oxímoron que asemejó al socialismo con la derecha

Mauricio Rubio
10 de octubre de 2024 - 05:05 a. m.

Para uno de los principales retos de las democracias contemporáneas las políticas socialistas terminaron siendo iguales a las conservadoras.

En agosto Pedro Sánchez firmó acuerdos con Mauritania, Gambia y Senegal para “reforzar vías seguras y regulares de migración y proteger los derechos de los trabajadores”. Su propuesta, llamada migración circular, pretende reducir la llegada de ilegales y “fomentar una migración ordenada… que los extranjeros trabajen temporalmente en sectores específicos y luego regresen a sus países de origen”. Para quienes no migren tan bien organizados, las diferencias con las políticas de Giorgia Meloni se reducen a minucias en plazos y etapas de deportación.

Hace una década, Mariano Rajoy, derechista, buscaba un acuerdo contra la inmigración irregular que contemplaba devolver “sin papeles” a sus países de origen, práctica que de forma opaca y taimada sigue utilizando el gobierno socialista. Desde el 2000 ambos partidos, PP y PSOE, han recurrido al esquema que favorece más a las grandes empresas locales que a la mano de obra temporal desprotegida. En Huelva, por ejemplo, cuatro temporeras traídas desde Marruecos para la recogida de fresa por seis meses denunciaron al encargado de una finca por abuso sexual y el juez penal lo absolvió por “no haber recibido denuncias previas”. Una consideración inconcebible para cualquier española.

En 2013 el “socialismo deportador” de François Hollande devolvió a su lugar de origen a Leonarda Dibrani, de 15 años, junto con su familia gitana kosovar. La joven fue detenida frente a sus compañeros de estudio. La derecha francesa festejó el “giro antimigratorio”, mientras que a la izquierda del socialismo hubo protestas. La justificación de Hollande la hubiese podido dar Marine Le Pen: “que el inmigrante que entró clandestinamente en Francia sea expulsado tiene algo de doloroso, pero el derecho es el mismo para todos y debe aplicarse”. Para rematar, el magnánimo socialista concedió que si Leonarda “quiere seguir escolarizada en Francia, será bien acogida, pero sola”, sin su familia. La propuesta, nada progre, fue rechazada.

Desde mediados del siglo XIX, el socialismo lideraba el “derecho a ir y venir” y era crítico con restringir desplazamientos, considerados esenciales para la libertad individual. “La libre circulación significaba viajar por el país sin documentos, sin la amenaza inminente de ser arrestado”.

La legislación francesa requería que los trabajadores portaran un papel de identidad, el livret, que hacía las veces de pasaporte. El uso de ese documento declinó pero siguió siendo un arma de los empleadores para vigilar los contratos laborales. Una práctica infame que parece persistir.

El internacionalismo proletario buscaba “aglutinar a la nueva clase obrera. Para el movimiento sindical y los intelectuales socialistas la única comunidad posible era la internacional”. Sin embargo, esta pretensión coincidió con la formación del Estado-nación que en distintos países “aportó el espacio político para los movimientos obreros, prometiéndoles mínimos niveles de bienestar y aislando a la clase obrera de la esfera internacional y de otras clases obreras”.

Así, aunque en sus inicios el internacionalismo estuvo ligado al movimiento obrero y al socialismo, en el siglo XX evolucionó para quedar más relacionado con las Naciones Unidas y las agencias multilaterales. La utopía socialista se burocratizó sacrificando el derecho de la clase obrera a “ir y venir” para trabajar.

La práctica de esa restricción a la libertad de desplazamiento, poco humanista, se centró en el antiguo pasaporte. Lo que a mediados del s. XVIII caracterizaba este documento era la certificación de honorabilidad y “buenas costumbres” del viajero. Por eso lo expedían autoridades reales, religiosas, militares y municipales. Y lo utilizaban principalmente embajadores, nobles, aristócratas, peregrinos y algunos estudiantes. Después se amplió a una especie de certificado judicial, un salvoconducto, y fue corriente entre criminales para evitar su arresto. Así, el control de los movimientos se tornó asunto de seguridad pública, una marca derechista que perdura.

Al final del siglo los obreros también utilizaron pasaporte por asuntos de trabajo, pero el carácter elitista del documento se mantuvo. Entre quienes llegaban en barco a Gran Bretaña “viajeros bien vestidos y que hablaban un elegante inglés no tenían problemas para pasar los controles, pero trabajadores italianos o alemanes que vivían en Londres desde hacía años debían presentar otros documentos que acreditaran su derecho a entrar”.

Con los años, al extenderse el pasaporte a cualquier ciudadano, los filtros, siempre elitistas y nada igualitarios, se centraron en las visas, nueva variante del certificado de conducta. Nadie se queja por las visas VIP para ejecutivos o funcionarios que ni siquiera tienen que tramitarlas: alguien subordinado lo hace. Mientras, el vía crucis para los marginados aumenta y el socialismo europeo solicita a países africanos que simulen dictaduras y dificulten la emigración para ordenarla y adaptarla a las necesidades del gran capital, como siempre soñó la derecha.

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