Phineas Cage era un diligente empleado de los ferrocarriles norteamericanos. Luego de un accidente en el que una barra de hierro atravesó su cerebro dejó de ser el que era.
Una explosión convirtió una vara metálica en proyectil que entró por el pómulo izquierdo del ferroviario, perforó el cráneo y salió por detrás de su cabeza para caer a treinta metros. Nadie se explica cómo sobrevivió y sólo recientemente se empiezan a entender las secuelas del suceso. De ser “temeroso de Dios”, responsable y cumplidor de su deber, tras la lesión cerebral, a sus 25 años, Cage se volvió antisocial: inconstante, ireverente, indulgente, caprichoso, grosero, irrespetuoso con sus jefes, pertinazmente obstinado pero también caprichoso y vacilante. “Con capacidad intelectual y conductas de niño, tiene las pasiones animales de un hombre salvaje” diría uno de sus compañeros de trabajo. Algunos afirman que se volvió borracho y sexualmente promiscuo. Este caso, famoso desde cuando ocurrió en 1848, fue retomado hace unos años por los estudiosos de los vínculos entre cerebro, personalidad y comportamiento.
En plena Guerra Civil española un joven catalán de 21 años trató de escapar por una ventana descolgándose por un tubo que cedió ante su peso. Cayó encima de una reja metálica y en una de las varillas -una verdadera lanza- quedó ensartado por la cabeza. El hierro penetró su cráneo por encima de la patilla izquierda, pasó a través de los lóbulos frontales afectando el ojo, que perdió, y salió por la sien derecha. Para llevarlo al hospital fue necesario cortar la pieza metálica. Los extremos quedaron sobresaliendo como un par de pequeños cuernos.
El accidentado, que no perdió el conocimiento y colaboró con su rescate, sobrevivió más de seis décadas con la lesión cerebral. Después de la guerra, se casó con la novia que tenía desde los 18 años. Tuvieron dos hijos y el resto de su vida trabajó en una empresa familiar. El accidente tuvo consecuencias similares a las de Cage –impaciencia, impulsividad, hiperactividad, poca persistencia e incapacidad para acabar tareas- pero no condujo a ningún síntoma antisocial. Su familia fue crucial en el proceso de rehabilitación. Necesitaba supervisión permanente aún para asuntos cotidianos. Una de sus hijas anotaba que desde pequeña supo que debía proteger a su padre. El afectado fue siempre alegre como un niño. No sufrió ataques inusuales de rabia, irritabilidad u hostilidad ni tuvo nunca problemas con la ley.
Algunos rasgos de la personalidad y el comportamiento se alteran con las lesiones cerebrales. Y el entorno puede agravar, o matizar, las secuelas.
Phineas Cage era un diligente empleado de los ferrocarriles norteamericanos. Luego de un accidente en el que una barra de hierro atravesó su cerebro dejó de ser el que era.
Una explosión convirtió una vara metálica en proyectil que entró por el pómulo izquierdo del ferroviario, perforó el cráneo y salió por detrás de su cabeza para caer a treinta metros. Nadie se explica cómo sobrevivió y sólo recientemente se empiezan a entender las secuelas del suceso. De ser “temeroso de Dios”, responsable y cumplidor de su deber, tras la lesión cerebral, a sus 25 años, Cage se volvió antisocial: inconstante, ireverente, indulgente, caprichoso, grosero, irrespetuoso con sus jefes, pertinazmente obstinado pero también caprichoso y vacilante. “Con capacidad intelectual y conductas de niño, tiene las pasiones animales de un hombre salvaje” diría uno de sus compañeros de trabajo. Algunos afirman que se volvió borracho y sexualmente promiscuo. Este caso, famoso desde cuando ocurrió en 1848, fue retomado hace unos años por los estudiosos de los vínculos entre cerebro, personalidad y comportamiento.
En plena Guerra Civil española un joven catalán de 21 años trató de escapar por una ventana descolgándose por un tubo que cedió ante su peso. Cayó encima de una reja metálica y en una de las varillas -una verdadera lanza- quedó ensartado por la cabeza. El hierro penetró su cráneo por encima de la patilla izquierda, pasó a través de los lóbulos frontales afectando el ojo, que perdió, y salió por la sien derecha. Para llevarlo al hospital fue necesario cortar la pieza metálica. Los extremos quedaron sobresaliendo como un par de pequeños cuernos.
El accidentado, que no perdió el conocimiento y colaboró con su rescate, sobrevivió más de seis décadas con la lesión cerebral. Después de la guerra, se casó con la novia que tenía desde los 18 años. Tuvieron dos hijos y el resto de su vida trabajó en una empresa familiar. El accidente tuvo consecuencias similares a las de Cage –impaciencia, impulsividad, hiperactividad, poca persistencia e incapacidad para acabar tareas- pero no condujo a ningún síntoma antisocial. Su familia fue crucial en el proceso de rehabilitación. Necesitaba supervisión permanente aún para asuntos cotidianos. Una de sus hijas anotaba que desde pequeña supo que debía proteger a su padre. El afectado fue siempre alegre como un niño. No sufrió ataques inusuales de rabia, irritabilidad u hostilidad ni tuvo nunca problemas con la ley.
Algunos rasgos de la personalidad y el comportamiento se alteran con las lesiones cerebrales. Y el entorno puede agravar, o matizar, las secuelas.