Una laguna lamentable de la academia colombiana ha sido silenciar sin mayor debate el papel de la universidad y el sistema educativo en el conflicto armado.
En la última década hubo avances significativos en cobertura de la educación superior. Pero lo que allí se enseña sigue afectando la actitud de unos pocos privilegiados ante el “establecimiento”. De manera irresponsable y corrosiva, las universidades colombianas, incluso de élite, aún producen una masa de estudiantes antisistema, que defienden y aplauden las vías de hecho y la violencia. Sin que se sepa cómo, la academia sigue inculcando resentimiento, desprecio por las realidades y afán de vincularse al sector público en lugar de independencia, emprendimiento, obligaciones elementales con la sociedad y voluntad de responsabilizarse por el propio destino para tributar.
Podría pensarse que la universidad colombiana está cumpliendo cabalmente su función esencial de fomentar la crítica, el aprendizaje por ensayo y error, la evaluación rigurosa de alternativas de acción. En síntesis, que aún ofrece ese “espacio que reservamos en nuestras sociedades para equivocarnos”.
Sin embargo, esta institución crucial para la democracia ha suspendido “sus propios mecanismos de deliberación científica a causa de las presiones” ideológicas y políticas. Esta dinámica es la antítesis de lo que debería ser el entorno de la juventud que aprende ciencias humanas y sociales: la polémica y la lucha contra los consensos. Como afirma César Rendueles, “esta naturaleza de eterno debate y contraarguentación implica siempre tensiones y negociaciones que paradójicamente se han ido desprestigiando para ser reemplazadas por las verdades absolutas, incontrovertibles, la tendencia a simplificar, adjudicar etiquetas y estigmatizar las opiniones contrarias”.
Pocos ejemplos ilustran mejor esta falla de la universidad y la academia colombianas que el proceso de negociación con las Farc en La Habana cuando, por la paz, se callaron y ridiculizaron las voces disonantes para que la opinión de rebaño alcanzara niveles vergonzosos. Los costos del unanimismo se están pagando con conflictos armados regionales que no terminan y recrudecen impulsados por disidencias, el ELN y variadas mafias expertas en economías ilegales.
El ELN, grupo insurgente reacio a negociar, entrenado en “clientelismo armado” y tácticas terroristas, salió de la universidad pública: decidió implantarse en determinada región por las “especiales condiciones revolucionarias del estudiantado de la Universidad Industrial de Santander (UIS)” que había sido el kínder político de Víctor Medina Morón y Ricardo Lara Parada, ambos fundadores del grupo. En “Nuestro hombre en la DEA”, un detallado reportaje sobre el narcotráfico en Colombia que parecería ajeno al país que obsesionó a la cúpula santista, Gerardo Reyes cuenta cómo en la discoteca Tijuana de Bucaramanga “se contoneaban guerrilleros principiantes y oligarcas felices” de la ciudad. Baruch Vega, el futuro colaborador de la agencia antinarcóticos, los conocía a todos.
En sendas memorias, dos mujeres comandantes del M-19 anotan que fueron inducidas a tomar las armas por el mismo profesor universitario simpatizante del grupo. Entre los cómodos rebeldes de escritorio hubo celebridades que colaboraron descaradamente con las travesuras y audacias de la guerrilla que introdujo la guerra sucia en el país.
Varios otros centros de educación superior ayudaron a engrosar las filas no sólo de la insurgencia sino del narcotráfico. La Gorda, una de las rutas más exitosas en la historia de la exportación de cocaína desde Colombia fue craneada en una universidad de Medellín en donde hacían un máster uno de los competidores de Pablo Escobar y un ingeniero de la UIS, gerente comercial de una empresa que importaba productos en unos tanques especiales que regresaban vacíos a los EEUU. Entre ambos montaron una firma para adecuar esos tanques y exportar grandes volúmenes del alcaloide.
Si tan sólo se tratara de memoria histórica no habría motivo de alarma. Lo preocupante es que el papel perverso de la universidad persiste aún después del largo proceso pedagógico sobre la necesidad de desarmar los ánimos y reconciliarse. Colegas en los que tengo plena confianza ofrecen relatos espeluznantes sobre el paro y las protestas de finales de 2019. Según un investigador, “en las universidades públicas hay un grito de guerra casi generalizado, desde rectores hasta aseadores, profesores y estudiantes, ya van por la cabeza de Duque. Sectores de izquierda radicalizados olvidan la historia reciente, que hay respuesta del otro extremo.… (En la universidad) hay más violencia que antes de los acuerdos”. Un instituto académico estatal donde otro de ellos trabaja “es un centro de adoctrinamiento guerrillero y todo está peor desde el acuerdo porque llegaron milicias urbanas de las Farc y desmovilizados y están en plan de hacer una guerra nueva”
Dos testimonios sobre lo que ocurre en una universidad pública de provincia no necesariamente describen lo que pasa en otras. Pero ese solo caso ya es inadmisible: en un país fértil en matones, la universidad, la academia, la intelectualidad deberían contribuir activamente a la paz, no a legitimar la guerra.
Una laguna lamentable de la academia colombiana ha sido silenciar sin mayor debate el papel de la universidad y el sistema educativo en el conflicto armado.
En la última década hubo avances significativos en cobertura de la educación superior. Pero lo que allí se enseña sigue afectando la actitud de unos pocos privilegiados ante el “establecimiento”. De manera irresponsable y corrosiva, las universidades colombianas, incluso de élite, aún producen una masa de estudiantes antisistema, que defienden y aplauden las vías de hecho y la violencia. Sin que se sepa cómo, la academia sigue inculcando resentimiento, desprecio por las realidades y afán de vincularse al sector público en lugar de independencia, emprendimiento, obligaciones elementales con la sociedad y voluntad de responsabilizarse por el propio destino para tributar.
Podría pensarse que la universidad colombiana está cumpliendo cabalmente su función esencial de fomentar la crítica, el aprendizaje por ensayo y error, la evaluación rigurosa de alternativas de acción. En síntesis, que aún ofrece ese “espacio que reservamos en nuestras sociedades para equivocarnos”.
Sin embargo, esta institución crucial para la democracia ha suspendido “sus propios mecanismos de deliberación científica a causa de las presiones” ideológicas y políticas. Esta dinámica es la antítesis de lo que debería ser el entorno de la juventud que aprende ciencias humanas y sociales: la polémica y la lucha contra los consensos. Como afirma César Rendueles, “esta naturaleza de eterno debate y contraarguentación implica siempre tensiones y negociaciones que paradójicamente se han ido desprestigiando para ser reemplazadas por las verdades absolutas, incontrovertibles, la tendencia a simplificar, adjudicar etiquetas y estigmatizar las opiniones contrarias”.
Pocos ejemplos ilustran mejor esta falla de la universidad y la academia colombianas que el proceso de negociación con las Farc en La Habana cuando, por la paz, se callaron y ridiculizaron las voces disonantes para que la opinión de rebaño alcanzara niveles vergonzosos. Los costos del unanimismo se están pagando con conflictos armados regionales que no terminan y recrudecen impulsados por disidencias, el ELN y variadas mafias expertas en economías ilegales.
El ELN, grupo insurgente reacio a negociar, entrenado en “clientelismo armado” y tácticas terroristas, salió de la universidad pública: decidió implantarse en determinada región por las “especiales condiciones revolucionarias del estudiantado de la Universidad Industrial de Santander (UIS)” que había sido el kínder político de Víctor Medina Morón y Ricardo Lara Parada, ambos fundadores del grupo. En “Nuestro hombre en la DEA”, un detallado reportaje sobre el narcotráfico en Colombia que parecería ajeno al país que obsesionó a la cúpula santista, Gerardo Reyes cuenta cómo en la discoteca Tijuana de Bucaramanga “se contoneaban guerrilleros principiantes y oligarcas felices” de la ciudad. Baruch Vega, el futuro colaborador de la agencia antinarcóticos, los conocía a todos.
En sendas memorias, dos mujeres comandantes del M-19 anotan que fueron inducidas a tomar las armas por el mismo profesor universitario simpatizante del grupo. Entre los cómodos rebeldes de escritorio hubo celebridades que colaboraron descaradamente con las travesuras y audacias de la guerrilla que introdujo la guerra sucia en el país.
Varios otros centros de educación superior ayudaron a engrosar las filas no sólo de la insurgencia sino del narcotráfico. La Gorda, una de las rutas más exitosas en la historia de la exportación de cocaína desde Colombia fue craneada en una universidad de Medellín en donde hacían un máster uno de los competidores de Pablo Escobar y un ingeniero de la UIS, gerente comercial de una empresa que importaba productos en unos tanques especiales que regresaban vacíos a los EEUU. Entre ambos montaron una firma para adecuar esos tanques y exportar grandes volúmenes del alcaloide.
Si tan sólo se tratara de memoria histórica no habría motivo de alarma. Lo preocupante es que el papel perverso de la universidad persiste aún después del largo proceso pedagógico sobre la necesidad de desarmar los ánimos y reconciliarse. Colegas en los que tengo plena confianza ofrecen relatos espeluznantes sobre el paro y las protestas de finales de 2019. Según un investigador, “en las universidades públicas hay un grito de guerra casi generalizado, desde rectores hasta aseadores, profesores y estudiantes, ya van por la cabeza de Duque. Sectores de izquierda radicalizados olvidan la historia reciente, que hay respuesta del otro extremo.… (En la universidad) hay más violencia que antes de los acuerdos”. Un instituto académico estatal donde otro de ellos trabaja “es un centro de adoctrinamiento guerrillero y todo está peor desde el acuerdo porque llegaron milicias urbanas de las Farc y desmovilizados y están en plan de hacer una guerra nueva”
Dos testimonios sobre lo que ocurre en una universidad pública de provincia no necesariamente describen lo que pasa en otras. Pero ese solo caso ya es inadmisible: en un país fértil en matones, la universidad, la academia, la intelectualidad deberían contribuir activamente a la paz, no a legitimar la guerra.