Un factor subestimado de deformación en la historia del conflicto armado colombiano ha sido la existencia de algunos intelectuales tan idealistas como sesgados.
Yo debía tener unos 10 años cuando vi en la revista Cromos, con muchas fotos, un reportaje sobre el médico Tulio Bayer, quien se había instalado en la selva para organizar un grupo subversivo. El autor del artículo debió ser poco crítico de esa iniciativa pues, para mí, Bayer quedó grabado como un héroe que se sacrificaba por los desposeídos. Era la época marcada con gran intensidad por la guerra fría: crisis de los misiles de Cuba, forcejeo entre los gobiernos de los EE. UU. y la URSS con angustia familiar escuchando la radio y, poco después, el asesinato del presidente norteamericano que había visitado Bogotá con su célebre esposa para cambiarle de nombre al Barrio Techo y convertirlo en Ciudad Kennedy, con el impulso de la Alianza para el Progreso.
En un detallado relato publicado en 2017 sobre Pedro Baigorri, peculiar chef cocinero vasco que tras trabajar para Fidel Castro vino a colaborar en la creación de un frente guerrillero con Tulio Bayer en el Vichada, el antropólogo y cronista Marco Tobón alaba la “indignación que lo carcomía por dentro al presenciar el maltrato a los indígenas y el hambre generalizada”. Las injusticias lo habían llevado a “alzarse en armas junto a un grupo de guerrilleros campesinos liberales”. A este nuevo Robin Hood lo describe Tobón como “médico cirujano, impugnador de injusticias, intelectual enérgico y combatiente selvático guiado por quijotescos designios justicieros”.
Algo parecido debí percibir en el relato que leí en aquella revista hace varias décadas. El periodista de esa época, sin embargo, no tenía ni una pequeña fracción de la información, la perspectiva y los elementos de juicio para evaluar al mítico personaje. En particular, no había hablado con personas que conocieran de cerca a Bayer. Por un lado, su compañero en ese inicio de lucha armada, William Ramírez Tobón, convertido después en profesor de Ciencia Política de la Universidad Nacional, luego investigador del CINEP; por otro lado, Alfredo Molano, célebre cronista del conflicto colombiano. Ellos y Bayer, según Tobón, llegaron “a encontrarse y establecer vínculos de complicidad” para aventurarse “en las intensas encrucijadas políticas de Colombia”.
Los recuerdos de William Ramírez sobre Bayer son reveladores. Ante la falta de mercado y provisiones, un contacto del médico insurgente le traía botellas de whisky y cigarrillos. “Yo empecé a percatarme de que el hombre estaba alcoholizado. Se la pasaba bebiendo y fumando todo el día”. En las noches mantenían lo que el líder llamaba charlas estratégicas “que con el tiempo aprendimos a percibir que solo era una habladera de mierda de Tulio Bayer toda la noche, borracho y fumando sin descanso”. Preocupado porque el médico improvisaba, no era serio y por ende los podrían matar a todos, le dijo a su compañero Baigorri “¡Hermano, lo que debemos es hacerle un juicio, ese güevón está arruinando todo!”. Los iluminados que pretenden salvar al pueblo son casi siempre unos irresponsables de pacotilla.
En ese ambiente lleno de desconfianza y tensiones, sin comida ni manera de conseguirla, el cocinero vasco que “se las daba de gran cazador” propuso salir a buscar qué comer. Aunque al principio Bayer no estuvo de acuerdo, al final aceptó. En un momento se separaron. Poco después, Ramírez sintió que el médico le estaba apuntando. “Alcancé a saltar y me lancé por un barranco cuando escuché el disparo. Evidentemente Tulio me quería matar. Salí corriendo a buscar a Pedro. ¡El hijueputa de Tulio se había enloquecido. O le hacemos un juicio o él mismo acaba con nosotros”.
Después de ese intento de asesinato, que Bayer negó, Ramírez y el vasco se fueron, “dejando a Tulio en la soledad de sus delirios”. Viajaron a Bogotá y al llegar supieron que Bayer había logrado que el periódico El Tiempo publicara una furiosa carta contra ellos acusándolos de una “conspiración para acabar con su vida”.
Parece increíble que este relato de primera mano sobre el Tulio Bayer alcohólico, demente y virtual asesino, esté unas páginas antes en el mismo libro de Marco Tobón, quien termina no solo condonando sus excesos sino alabando su arrojo y loable sacrificio por la noble causa contra la oligarquía que mantiene en la miseria a los campesinos. Para completar, el mismo cronista aventura un diagnóstico de por qué en aquella época individuos de esa calaña eran admirados y acumulaban seguidores. “Era preferible ser un borracho, pero sin fluctuaciones ideológicas; pendenciero y bravucón, pero sin fisuras doctrinarias; charlatán, pero sin promiscuidades conceptuales. La determinación política era un baluarte innegociable”.
Años después, otro admirado borrachín y consagrado criminal, Jaime Bateman Cayón, vendría a demostrar que ni siquiera la coherencia ideológica se requería para que los excesos y la violencia con fines políticos fueran toleradas y hasta aplaudidas por cierta élite intelectual.
Un factor subestimado de deformación en la historia del conflicto armado colombiano ha sido la existencia de algunos intelectuales tan idealistas como sesgados.
Yo debía tener unos 10 años cuando vi en la revista Cromos, con muchas fotos, un reportaje sobre el médico Tulio Bayer, quien se había instalado en la selva para organizar un grupo subversivo. El autor del artículo debió ser poco crítico de esa iniciativa pues, para mí, Bayer quedó grabado como un héroe que se sacrificaba por los desposeídos. Era la época marcada con gran intensidad por la guerra fría: crisis de los misiles de Cuba, forcejeo entre los gobiernos de los EE. UU. y la URSS con angustia familiar escuchando la radio y, poco después, el asesinato del presidente norteamericano que había visitado Bogotá con su célebre esposa para cambiarle de nombre al Barrio Techo y convertirlo en Ciudad Kennedy, con el impulso de la Alianza para el Progreso.
En un detallado relato publicado en 2017 sobre Pedro Baigorri, peculiar chef cocinero vasco que tras trabajar para Fidel Castro vino a colaborar en la creación de un frente guerrillero con Tulio Bayer en el Vichada, el antropólogo y cronista Marco Tobón alaba la “indignación que lo carcomía por dentro al presenciar el maltrato a los indígenas y el hambre generalizada”. Las injusticias lo habían llevado a “alzarse en armas junto a un grupo de guerrilleros campesinos liberales”. A este nuevo Robin Hood lo describe Tobón como “médico cirujano, impugnador de injusticias, intelectual enérgico y combatiente selvático guiado por quijotescos designios justicieros”.
Algo parecido debí percibir en el relato que leí en aquella revista hace varias décadas. El periodista de esa época, sin embargo, no tenía ni una pequeña fracción de la información, la perspectiva y los elementos de juicio para evaluar al mítico personaje. En particular, no había hablado con personas que conocieran de cerca a Bayer. Por un lado, su compañero en ese inicio de lucha armada, William Ramírez Tobón, convertido después en profesor de Ciencia Política de la Universidad Nacional, luego investigador del CINEP; por otro lado, Alfredo Molano, célebre cronista del conflicto colombiano. Ellos y Bayer, según Tobón, llegaron “a encontrarse y establecer vínculos de complicidad” para aventurarse “en las intensas encrucijadas políticas de Colombia”.
Los recuerdos de William Ramírez sobre Bayer son reveladores. Ante la falta de mercado y provisiones, un contacto del médico insurgente le traía botellas de whisky y cigarrillos. “Yo empecé a percatarme de que el hombre estaba alcoholizado. Se la pasaba bebiendo y fumando todo el día”. En las noches mantenían lo que el líder llamaba charlas estratégicas “que con el tiempo aprendimos a percibir que solo era una habladera de mierda de Tulio Bayer toda la noche, borracho y fumando sin descanso”. Preocupado porque el médico improvisaba, no era serio y por ende los podrían matar a todos, le dijo a su compañero Baigorri “¡Hermano, lo que debemos es hacerle un juicio, ese güevón está arruinando todo!”. Los iluminados que pretenden salvar al pueblo son casi siempre unos irresponsables de pacotilla.
En ese ambiente lleno de desconfianza y tensiones, sin comida ni manera de conseguirla, el cocinero vasco que “se las daba de gran cazador” propuso salir a buscar qué comer. Aunque al principio Bayer no estuvo de acuerdo, al final aceptó. En un momento se separaron. Poco después, Ramírez sintió que el médico le estaba apuntando. “Alcancé a saltar y me lancé por un barranco cuando escuché el disparo. Evidentemente Tulio me quería matar. Salí corriendo a buscar a Pedro. ¡El hijueputa de Tulio se había enloquecido. O le hacemos un juicio o él mismo acaba con nosotros”.
Después de ese intento de asesinato, que Bayer negó, Ramírez y el vasco se fueron, “dejando a Tulio en la soledad de sus delirios”. Viajaron a Bogotá y al llegar supieron que Bayer había logrado que el periódico El Tiempo publicara una furiosa carta contra ellos acusándolos de una “conspiración para acabar con su vida”.
Parece increíble que este relato de primera mano sobre el Tulio Bayer alcohólico, demente y virtual asesino, esté unas páginas antes en el mismo libro de Marco Tobón, quien termina no solo condonando sus excesos sino alabando su arrojo y loable sacrificio por la noble causa contra la oligarquía que mantiene en la miseria a los campesinos. Para completar, el mismo cronista aventura un diagnóstico de por qué en aquella época individuos de esa calaña eran admirados y acumulaban seguidores. “Era preferible ser un borracho, pero sin fluctuaciones ideológicas; pendenciero y bravucón, pero sin fisuras doctrinarias; charlatán, pero sin promiscuidades conceptuales. La determinación política era un baluarte innegociable”.
Años después, otro admirado borrachín y consagrado criminal, Jaime Bateman Cayón, vendría a demostrar que ni siquiera la coherencia ideológica se requería para que los excesos y la violencia con fines políticos fueran toleradas y hasta aplaudidas por cierta élite intelectual.