El sainete de la campaña para la segunda vuelta presidencial, que no alcanza a ser discusión política, recuerda lo que ocurrió antes del plebiscito del 2016 para refrendar el Acuerdo de Paz.
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El sainete de la campaña para la segunda vuelta presidencial, que no alcanza a ser discusión política, recuerda lo que ocurrió antes del plebiscito del 2016 para refrendar el Acuerdo de Paz.
Concretamente, una intelectualidad visceralmente izquierdista, incluso la menos pendenciera, subestima e irrespeta a quienes no votan como ella. Por el Sí entonces, por Petro ahora.
Al ingeniero Rodolfo Hernández no han logrado estigmatizarlo como títere de Álvaro Uribe. Con poca vergüenza, para desprestigiarlo manufacturan falacias y hacen maromas mentales que alcanzan la mala leche. Edulcoran sus prejuicios con amabilidad y supuesto rigor.
Movida graciosa fue el volantín del chavista confeso, William Ospina, a las huestes del exalcalde y empresario Hernández en un gesto audaz que al menos refleja apego al sabio principio del ensayo y error. A Piedad Bonnet la sorprendió que “un escritor que desde hace años reflexiona con pasión sobre el destino del país, sea ahora asesor y posible ministro de Rodolfo Hernández”. Después lamenta que su admirado amigo respalde a un político que está “en la orilla opuesta de lo que los rusos llamaron la intelligentsia”. Ese es, precisamente, el sitio donde toca estar ante la posibilidad, así sea remota, de un politburó encabezado por un narcisista mesiánico que no tolera la menor crítica. Ospina, mejor historiador que la Bonnet, sabe cómo acabaron bajo el estalinismo intelectuales independientes y comprometidos con el pueblo ruso.
Antes de divagar sobre Edward Said, Antonio Gramsci, Julien Benda, J.P. Sartre, Václav Havel, que deben quitar más votos de los que ponen, la Bonnet suelta un dardo con ponzoña: “William se equivoca al asociarse con un personaje tan primario y violento”. Esta provocadora e insensata afirmación es reveladora. Por una parte porque utiliza a la ligera el término violento contra quien básicamente ha sido criticado por malhablado y grosero. La llamada “violencia verbal” no siempre tiene que ver con groserías e improperios, usuales en algunas regiones del país, como Santander, donde nació, estudió e hizo su carrera Hernández.
Por otro lado, es claro que el inesperado finalista necesita pulirse en buenos modales, protocolo y mesura al hablar si pretende ocupar el primer cargo público colombiano. Así, difícil imaginar para él un instructor o coach más idóneo que William Ospina. La cultísima Piedad Bonnet debería estar de plácemes porque su entrañable amigo podría domesticar y civilizar a un eventual presidente. Pero no, opta por lamentar que el escritor se acerque al demonio. ¿Debería aislarlo, estigmatizarlo? Así es la élite educada que pregona inclusión, tolerancia y apertura a las regiones pero en elecciones actúa cual caverna y recomienda no meterse con provincianos mal hablados. Si ganara el ingeniero, rechazarían a la primera dama con cualquier disculpa.
De manera similar, como si se tratara de una rasgo inmodificable de Hernández, Mauricio García Villegas diserta “contra la grosería”. Al comparar a los políticos tradicionales que “hablan con frases de cajón y afirmaciones anodinas” con quienes lo hacen “sin filtro, insultando y vociferando a diestra y siniestra”, o sea los ramplones, lanza una afirmación de antología: “los costos sociales de la grosería son más altos que los costos sociales de la hipocresía”.
No aclara la metodología para cuantificar las secuelas de ser negociante o hacer política “a lo cachaco” o “como en Macondo”. Para sustentar su prejuicio ideológico en los comicios ―si vota a la derecha debe ser bobo o perverso total― García advierte que “en un país con serios problemas de convivencia, en el que con demasiada frecuencia la gente se mata porque se odia, institucionalizar la vulgaridad puede ser muy peligroso”. Remata con una puya envenenada e irresponsable. Si “se pasa con demasiada facilidad de la ofensa verbal a la muerte, no deberíamos elegir a un botafuego como Hernández”.
Bajo este peculiar esquema argumentativo, el Proceso 8.000 que desbarajustó al país por un cuatrienio, no fue tan grave, era simple hipocresía: ¿cuál elefante? El impacto nefasto del narcotráfico habría sido peor en Medellín que en Cali pues Escobar era un guerrero patán mientras que los Rodríguez Orejuela, decentes y diplomáticos, firmaban pactos en Recoletos.
Mostrándose ecuánime, García señala las objeciones que le tiene al otro candidato: dogmatismo, arrogancia, falta de honestidad intelectual e incapacidad para trabajar en equipo. Silencia los llamados de Petro al sabotaje, al bloqueo forzado de vías y actividad económica que fueron incendiarios pero afortunadamente sin improperios. Así, anuncia que votará por él. Esa decisión no atentaría contra la paz. El pasado de guerrilla, secuestro, Palacio de Justicia, indulto, amnistía, hipocresía y mentiras está impoluto, sin rastros de grosera violencia, esa que se vuelve trascendental en elecciones.
¿No sería más honesto y parsimonioso anunciar el voto a favor de Petro por ser de izquierda en lugar de insistir que la gente que no lo quiere en la presidencia, precisamente por eso, es tonta? Alguien debe empezar a dar ejemplo para respetar adversarios políticos.
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