Juan Carlos Coolidge

Mauricio Rubio
20 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
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Que el anterior rey de España haya tenido varios miles de amantes encaja en una tradición que desafía las ideas feministas sobre la sexualidad.

Casualmente, la víspera de leer la noticia estuve argumentando en una sobremesa que la promiscuidad masculina era más natural que la femenina y, además, que reconocerlo no equivalía a justificarla. Por el contrario, aclaré, soy acérrimo defensor de la monogamia: sin ese arreglo, de pronto, no tendría prole, o no habría nacido. En la misma charla mencioné la anécdota de un mandatario norteamericano que ilustra esa preferencia congénita de los machos por la diversidad, que corroboran personajes como John F. Kennedy o Bill Clinton, y tan ajena a Jackie, o Hillary.

Lo que sigue es el refrito de un escrito de hace años en La Silla Vacía que es útil para rebatir idealismos como la teoría de género. Cuentan que en una visita del presidente Calvin Coolidge y su esposa Grace a una granja avícola ella quedó sorprendida con un gallo que no paraba de copular. Discretamente le preguntó al anfitrión:

— ¿Ese gallo hace eso todo el día?

— Sí, Sra. Coolidge.

— ¿Todos los días?

— Así es.

— Por favor, cuéntele eso a mi esposo.

El granjero se acercó a Coolidge para transmitirle el mensaje y este reviró:

— ¿Y el gallo lo hace siempre con la misma gallina?

— No, presidente, siempre es con una distinta.

— Por favor, cuéntele eso a mi esposa.

De esta anécdota salió el nombre, efecto Coolidge, para la capacidad de los machos de muchas especies de multiplicar su potencia sexual, de renovar sus energías siempre que la siguiente faena sea con una hembra distinta. Los ratones han sido los afortunados elegidos para estudiar en el laboratorio esta fuerte vocación por la variedad. Se ha encontrado que si al reponer sus energías para otra cópula con la misma rata necesitan un tiempo significativo y creciente, al cambiarle las hembras la recarga de energía sexual es casi inmediata. La explicación más aceptada para este comportamiento es la búsqueda instintiva de diversidad genética en la descendencia.

Cualquier mujer interesada por la sexualidad masculina —la real, no la utópica— debería saber de Coolidge. Será más vigilante, pero ahorrará resentimiento, inocuos “yo nunca haría eso”, desacertados “¿es que ya no me quieres?” e infructuosas cacerías de brujas. Si la incomoda pensar que anda con un animal, puede leer historias de sultanes, tiranos, magnates o mafiosos que mostraron el efecto y representan bien a quienes compartimos esas inclinaciones pero nos faltan recursos y poder para realizarlas. A lo largo de la historia, déspotas, multimillonarios, políticos corruptos, intelectuales o artistas famosos han revelado su preferencia por un amplio surtido de mujeres. Cuando saltan las restricciones, o falla el autocontrol —reacciones usuales ante la acumulación de poder o prestigio— asoma Coolidge.

Varias peculiaridades de la sexualidad masculina —sexo con desconocidas o prepagos, alta infidelidad, afición al porno— se explican con este efecto, que rara vez aparece en versión femenina. Los narcos no inventaron la promiscuidad, ni trajeron a Coolidge al país. Simplemente se sumaron, con los hacendados que ejercían el derecho de pernada, algunos políticos y cacaos discretamente mujeriegos, al club de quienes hicieron efectiva esa vocación latente, ese afán obsesivo por tener muchas, muchas mujeres, en paralelo o en serie, como Juan Carlos.

Muy pocos lo logran, pero todos los machos, desde los ratones, quisiéramos nuestro propio harem. Por eso es desatinado e injusto que después de renunciar a buscarlo, de conformarnos con la menos excitante monogamia, dejando la diversidad para los sueños, los chistes, las revistas o internet, se nos acuse de haber instaurado el matrimonio para someter mujeres. Los esponsales se instituyeron para apaciguar la manía por rotar parejas, evitar el consecuente desorden, y para que los machos alfa no monopolizaran a las féminas, cual toros reproductores. También resulta irónico que quienes dominaron la tecnología para desarmar a Coolidge, tanto que se les fue la mano con ellos mismos, sean repudiados sin reconocer su aporte a la civilización de los poderosos.

Señalar que el efecto Coolidge es natural e instintivo, que fue adaptativo para ancestros lejanos, no implica sugerir que sea algo positivo, inmodificable y homogéneo entre varones. Se puede hacer un paralelo con un campo menos politizado: la capacidad de acumular grasas en el cuerpo, que en épocas remotas pudo garantizar la supervivencia de quienes tenían ese rasgo congénito, es la actual tendencia a la obesidad que aqueja como afección, con distinta severidad, a millones de personas. Si se quieren controlar esas características innatas convertidas en dolencias, lo sensato es entender cómo funcionan. Es sensato reconocer que somos una especie animal más, y tomar en serio a Darwin: solo así entenderemos a Su Majestad, y algunos conflictos domésticos.

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