Fuera de trivializar la infidelidad, un monumental descache del feminismo fue desvalorizar el matrimonio. Ambos desatinos perjudicaron a las mujeres, y a los hijos.
Unos amigos franceses cincuentones, novios de universidad, cohabitan hace tres décadas. Con hija mayor de edad, copropietarios de una casa, ella aún lo presenta como “mi compañero”. Son 68ards liberados de los rígidos rituales antes predominantes para las relaciones de pareja. Ambos proclaman haber sido siempre fieles. Con la aceptación del “mariage pour tous” aprobado con el insólito respaldo del mismo feminismo que antes estigmatizó el matrimonio, ya no saben justificar por qué no están casados.
Una caraqueña refugiada del chavismo en Barcelona tiene una hija que cohabita con un catalán hace años. Cuando se ven los fines de semana, la cuasi suegra que quiere ser abuela tiene una costumbre: se acerca al parejo de hecho y le murmura al oído, “oye vale, ¿cuándo es que se van a casar?”
Una anécdota familiar de otra sudaca es igualmente reveladora. Lesbiana que vive con su pareja hace dos décadas, su madre siempre las aceptó sin asomo de crítica. Una de sus hermanas llevaba diez años conviviendo con el mismo compañero cuando anunció su embarazo. La liberada suegra le aclaró al futuro padre que “para tener un hijo sí sería mejor que hubiera algún papelito de respaldo”.
María mi hija mayor, como sus hermanos, no fue bautizada. Siempre les expliqué que la razón para no embarcarlos en una religión había sido la inercia que conduciría, incluso sin ser practicantes, a que al casarse lo hicieran por la Iglesia, con enredos posteriores si decidían separarse. Yo los sufrí después de mi primer matrimonio católico, cuando en Colombia no existía la posibilidad de divorcio civil para ese vínculo. Mi primogénita y su novio cohabitan hace varios años. Cuando contaron que vivirían juntos les pedí que aceptaran una “fiesta de concubinato” para celebrar. Creyeron que me burlaba y se negaron. El año pasado anunciaron que se casarían. Mi sorpresa fue mayúscula cuando aclararon que lo harían por el rito de la religión ortodoxa que practica la familia de él, de origen armenio.
Daniel, mi segundo hijo, conoció a su novia en Chile cuando hacía una pasantía. Se fue a Medellín a hacer su tesis y ella lo siguió. Las discusiones que los apartaron tuvieron que ver con que él aún no quería casarse. Ella se devolvió disgustada a su casa y poco después él viajó a Santiago a reconquistarla. Logró convencerla de que se instalaran juntos en Barcelona. Cuando los oí hablar del lío para la visa de ella, con lógica sudaca les propuse, “¿para qué tanta maroma en lugar de casarse?”. Mi argumento fue que, sin hijos, el matrimonio era un trámite fácilmente reversible que le daba a ella la no despreciable ventaja de trabajar legalmente en Europa. Él no tomó a la ligera la milenaria institución y lo invadieron las dudas. A ella esa indecisión la sacó de quicio y un tiempo después, cuando habían anunciado un embarazo, decidió volver a Chile. Allá nació mi nieto, lejos de Daniel. Al conocer la historia, la caraqueña con cuasi yerno anotó sin titubeos: “me solidarizo con ella. ¿Qué mujer no abandona a un hombre que tiene esas dudas cuando va a tener un hijo?”
El reverso de la medalla en la desvalorización del matrimonio es la irresponsable facilidad con la que parejas con hijos menores se divorcian actualmente. Varias militancias, supuestamente progresistas y fanáticamente anticlericales –se oponen por principio a cualquier cosa que recomiende la Iglesia Católica- llevaron a la absurda situación en la que cualquier cónyuge que amanezca un día de malas pulgas y quiera mandar al diablo a su pareja, su familia, y el bienestar de sus hijos menores pueda hacerlo sin que nadie se atreva a cuestionar su decisión, ni siquiera a preguntarle por qué quiere hacerlo.
Las hordas de menores de edad que ahora no tienen un hogar sino dos, que alternan semanalmente gracias al extendido arreglo de la custodia compartida, no han recibido la debida atención, pero cabe sospechar que esa será una generación seriamente afectada por un arreglo estrambótico cándidamente defendido con el término fofo de “familias recompuestas”, que de familia sólo tienen el nombre abusivamente utilizado. Por la amorosa relación que rodea a las mascotas, pronto habrá que agregarlas a la parentela, como también a los robots que pagarán impuestos o a las pantallas que animan las veladas en familia.
Un arreglo institucional sensato sería: sin prole, divorcio inmediato, pero con hijos menores matrimonio indisoluble. Quienes mejor aprovechan el divorcio exprés son los Peter Pan que se reorganizan con una chica más joven sabiendo que sus adolescentes estarán a cargo de una exmujer hiperresponsable. Es otro de los múltiples hara-kiris feministas.
Fuera de trivializar la infidelidad, un monumental descache del feminismo fue desvalorizar el matrimonio. Ambos desatinos perjudicaron a las mujeres, y a los hijos.
Unos amigos franceses cincuentones, novios de universidad, cohabitan hace tres décadas. Con hija mayor de edad, copropietarios de una casa, ella aún lo presenta como “mi compañero”. Son 68ards liberados de los rígidos rituales antes predominantes para las relaciones de pareja. Ambos proclaman haber sido siempre fieles. Con la aceptación del “mariage pour tous” aprobado con el insólito respaldo del mismo feminismo que antes estigmatizó el matrimonio, ya no saben justificar por qué no están casados.
Una caraqueña refugiada del chavismo en Barcelona tiene una hija que cohabita con un catalán hace años. Cuando se ven los fines de semana, la cuasi suegra que quiere ser abuela tiene una costumbre: se acerca al parejo de hecho y le murmura al oído, “oye vale, ¿cuándo es que se van a casar?”
Una anécdota familiar de otra sudaca es igualmente reveladora. Lesbiana que vive con su pareja hace dos décadas, su madre siempre las aceptó sin asomo de crítica. Una de sus hermanas llevaba diez años conviviendo con el mismo compañero cuando anunció su embarazo. La liberada suegra le aclaró al futuro padre que “para tener un hijo sí sería mejor que hubiera algún papelito de respaldo”.
María mi hija mayor, como sus hermanos, no fue bautizada. Siempre les expliqué que la razón para no embarcarlos en una religión había sido la inercia que conduciría, incluso sin ser practicantes, a que al casarse lo hicieran por la Iglesia, con enredos posteriores si decidían separarse. Yo los sufrí después de mi primer matrimonio católico, cuando en Colombia no existía la posibilidad de divorcio civil para ese vínculo. Mi primogénita y su novio cohabitan hace varios años. Cuando contaron que vivirían juntos les pedí que aceptaran una “fiesta de concubinato” para celebrar. Creyeron que me burlaba y se negaron. El año pasado anunciaron que se casarían. Mi sorpresa fue mayúscula cuando aclararon que lo harían por el rito de la religión ortodoxa que practica la familia de él, de origen armenio.
Daniel, mi segundo hijo, conoció a su novia en Chile cuando hacía una pasantía. Se fue a Medellín a hacer su tesis y ella lo siguió. Las discusiones que los apartaron tuvieron que ver con que él aún no quería casarse. Ella se devolvió disgustada a su casa y poco después él viajó a Santiago a reconquistarla. Logró convencerla de que se instalaran juntos en Barcelona. Cuando los oí hablar del lío para la visa de ella, con lógica sudaca les propuse, “¿para qué tanta maroma en lugar de casarse?”. Mi argumento fue que, sin hijos, el matrimonio era un trámite fácilmente reversible que le daba a ella la no despreciable ventaja de trabajar legalmente en Europa. Él no tomó a la ligera la milenaria institución y lo invadieron las dudas. A ella esa indecisión la sacó de quicio y un tiempo después, cuando habían anunciado un embarazo, decidió volver a Chile. Allá nació mi nieto, lejos de Daniel. Al conocer la historia, la caraqueña con cuasi yerno anotó sin titubeos: “me solidarizo con ella. ¿Qué mujer no abandona a un hombre que tiene esas dudas cuando va a tener un hijo?”
El reverso de la medalla en la desvalorización del matrimonio es la irresponsable facilidad con la que parejas con hijos menores se divorcian actualmente. Varias militancias, supuestamente progresistas y fanáticamente anticlericales –se oponen por principio a cualquier cosa que recomiende la Iglesia Católica- llevaron a la absurda situación en la que cualquier cónyuge que amanezca un día de malas pulgas y quiera mandar al diablo a su pareja, su familia, y el bienestar de sus hijos menores pueda hacerlo sin que nadie se atreva a cuestionar su decisión, ni siquiera a preguntarle por qué quiere hacerlo.
Las hordas de menores de edad que ahora no tienen un hogar sino dos, que alternan semanalmente gracias al extendido arreglo de la custodia compartida, no han recibido la debida atención, pero cabe sospechar que esa será una generación seriamente afectada por un arreglo estrambótico cándidamente defendido con el término fofo de “familias recompuestas”, que de familia sólo tienen el nombre abusivamente utilizado. Por la amorosa relación que rodea a las mascotas, pronto habrá que agregarlas a la parentela, como también a los robots que pagarán impuestos o a las pantallas que animan las veladas en familia.
Un arreglo institucional sensato sería: sin prole, divorcio inmediato, pero con hijos menores matrimonio indisoluble. Quienes mejor aprovechan el divorcio exprés son los Peter Pan que se reorganizan con una chica más joven sabiendo que sus adolescentes estarán a cargo de una exmujer hiperresponsable. Es otro de los múltiples hara-kiris feministas.