Con la victoria de Gabriel Boric en Chile se abrieron nuevas perspectivas para el giro a la izquierda de las democracias latinoamericanas.
Varios medios internacionales consideran que este antiguo dirigente estudiantil representa el extremismo radical, opinión que surgió hace una década, cuando se le veía menos conciliador que la líder comunista Camila Vallejo. Hoy podría ser una percepción desacertada. Por un lado, porque su programa social se asemeja a la retórica progresista e ingenua del derecho constitucional, aclimatado en Colombia por un voluntarismo que se extendió hasta Chile. En su discurso como futuro presidente, Boric tuvo esa misma pretensión idealista de cambiar el mundo desde el papel. “Convertir lo que algunos entienden de manera equivocada como bienes de consumo en derechos sociales garantizados para todos y todas sin importar el tamaño de la billetera”.
Sin embargo, el futuro mandatario chileno muestra algo de polo a tierra cuando, refiriéndose a las secuelas de la pandemia, no ataca el capitalismo depredador, sino que alude a las empresas pequeñas “que con tanto esfuerzo levantan personas honradas en Chile”. Al prometer cambios estructurales no anuncia súbitos revolcones marxistas sino, por el contrario, prudente gradualismo: “vamos a ir avanzando con pasos cortos pero firmes”. Tampoco rechaza visceralmente el pasado de su país, un tic progresista en Colombia: “Chile tiene una historia breve: son apenas dos siglos de vida independiente pero rica en logros, éxitos y también frustraciones”. Además, y, sobre todo, Boric manifiesta respetar los avances logrados por las instituciones democráticas, cuya desestabilización conduciría “directamente al reino del abuso, de la ley de la selva, del sufrimiento y desamparo de los más débiles… Mi compromiso es cuidar la democracia todos los días de nuestro gobierno”.
Difícil concebir un discurso de izquierda más pasteurizado, amigable e incluyente que el de este dirigente estudiantil aparentemente maduro. Varios socialistas españoles, e incluso el académico Thomas Piketty, para quien ya tendría sentido una nueva revolución como la francesa de 1789, se pueden considerar más radicales.
El contraste entre Boric y Gustavo Petro, el social-populista-humano-histórico hasta ahora puntero en las encuestas, es abismal. En una entrevista reciente, Carolina Sanín hizo énfasis en que él “siempre ha usado la palabra… un intelectual que también ha sido un guerrero”. Petro recordó que su contacto con la divulgación de ideas empezó al salir de la clandestinidad y pararse en una tribuna. Oyó entonces los hermosos discursos de sus maestros, los comandantes del M-19, que lo dejaron electrizado. Entre sus inspiradores está Andrés Almarales, cabecilla del asalto al Palacio de Justicia, un abogado que conocía a varios magistrados, fue su interlocutor durante la toma y los mantuvo intimidados como rehenes.
La insólita mezcla entre el uso de la palabra para persuadir, para convencer, y la amenaza de las armas, que permiten hacerlo de manera expedida y contundente, es algo que Petro ha manejado con una retórica inquietante por lo autoritaria. En otra entrevista de 2007, más guerrero que intelectual, anotó que las armas son “un mecanismo formidable para la comunicación y conexión con la gente”. Reiteró que el M-19 “hizo vibrar la sociedad colombiana… la sacó de la pesadumbre. Innovó los métodos y el discurso… Colombia necesitaba el uso de las armas”. Remató sentenciando que “las armas enseñan y estimulan la política”. Semejantes sandeces jamás las diría un verdadero demócrata.
En la entrevista reciente, Petro evoca al M-19 que repartía leche robada en los barrios: “una población con hambre, un movimiento que le entrega la comida… le estaba diciendo a la población que con las armas se busca justicia social”. Ni asomo de crítica. Ninguna referencia a quién produce lo que se expropia con violencia. Para este Robin Hood basta precisar que esa acción era noble y legítima porque los repartidores arriesgaban su vida.
El total desinterés del candidato por el sector productivo lo confirma su vocación, su entrega obsesiva a los necesitados. “Permanece a mi lado el amor al pobre, la opción preferencial por los pobres; eso no lo aprendí del marxismo sino del cristianismo liberador”.
Lo que también preocupa es la manera tan gaseosa como evade la pregunta simple y directa sobre cuál es su proyecto para “aliviar la extrema precariedad”. Petro se escuda y deleita en la nostalgia de Bogotá Humana, esa “visión posmoderna de la política”. Precisa luego la teoría que guiará sus acciones contra la miseria pos-COVID. “Sin abandonar la idea de emancipación, los posmodernos se quedan en un relativismo sin cambio histórico. Lo posmoderno hincado en la idea de emancipación es una idea propia del progresismo que tiene que ver con la libertad y la superación de necesidades, que no solamente son materiales”. Le quedó faltando la referencia estándar a Foucault.
Ante tan trascendentales declaraciones, queda la duda si Petro presidente volvería a repartir leche y cultura en los barrios sin decir cómo las obtiene o simplemente anunciaría cada mañana, por decreto, lo que le venga en gana para redimir pobres.
Con la victoria de Gabriel Boric en Chile se abrieron nuevas perspectivas para el giro a la izquierda de las democracias latinoamericanas.
Varios medios internacionales consideran que este antiguo dirigente estudiantil representa el extremismo radical, opinión que surgió hace una década, cuando se le veía menos conciliador que la líder comunista Camila Vallejo. Hoy podría ser una percepción desacertada. Por un lado, porque su programa social se asemeja a la retórica progresista e ingenua del derecho constitucional, aclimatado en Colombia por un voluntarismo que se extendió hasta Chile. En su discurso como futuro presidente, Boric tuvo esa misma pretensión idealista de cambiar el mundo desde el papel. “Convertir lo que algunos entienden de manera equivocada como bienes de consumo en derechos sociales garantizados para todos y todas sin importar el tamaño de la billetera”.
Sin embargo, el futuro mandatario chileno muestra algo de polo a tierra cuando, refiriéndose a las secuelas de la pandemia, no ataca el capitalismo depredador, sino que alude a las empresas pequeñas “que con tanto esfuerzo levantan personas honradas en Chile”. Al prometer cambios estructurales no anuncia súbitos revolcones marxistas sino, por el contrario, prudente gradualismo: “vamos a ir avanzando con pasos cortos pero firmes”. Tampoco rechaza visceralmente el pasado de su país, un tic progresista en Colombia: “Chile tiene una historia breve: son apenas dos siglos de vida independiente pero rica en logros, éxitos y también frustraciones”. Además, y, sobre todo, Boric manifiesta respetar los avances logrados por las instituciones democráticas, cuya desestabilización conduciría “directamente al reino del abuso, de la ley de la selva, del sufrimiento y desamparo de los más débiles… Mi compromiso es cuidar la democracia todos los días de nuestro gobierno”.
Difícil concebir un discurso de izquierda más pasteurizado, amigable e incluyente que el de este dirigente estudiantil aparentemente maduro. Varios socialistas españoles, e incluso el académico Thomas Piketty, para quien ya tendría sentido una nueva revolución como la francesa de 1789, se pueden considerar más radicales.
El contraste entre Boric y Gustavo Petro, el social-populista-humano-histórico hasta ahora puntero en las encuestas, es abismal. En una entrevista reciente, Carolina Sanín hizo énfasis en que él “siempre ha usado la palabra… un intelectual que también ha sido un guerrero”. Petro recordó que su contacto con la divulgación de ideas empezó al salir de la clandestinidad y pararse en una tribuna. Oyó entonces los hermosos discursos de sus maestros, los comandantes del M-19, que lo dejaron electrizado. Entre sus inspiradores está Andrés Almarales, cabecilla del asalto al Palacio de Justicia, un abogado que conocía a varios magistrados, fue su interlocutor durante la toma y los mantuvo intimidados como rehenes.
La insólita mezcla entre el uso de la palabra para persuadir, para convencer, y la amenaza de las armas, que permiten hacerlo de manera expedida y contundente, es algo que Petro ha manejado con una retórica inquietante por lo autoritaria. En otra entrevista de 2007, más guerrero que intelectual, anotó que las armas son “un mecanismo formidable para la comunicación y conexión con la gente”. Reiteró que el M-19 “hizo vibrar la sociedad colombiana… la sacó de la pesadumbre. Innovó los métodos y el discurso… Colombia necesitaba el uso de las armas”. Remató sentenciando que “las armas enseñan y estimulan la política”. Semejantes sandeces jamás las diría un verdadero demócrata.
En la entrevista reciente, Petro evoca al M-19 que repartía leche robada en los barrios: “una población con hambre, un movimiento que le entrega la comida… le estaba diciendo a la población que con las armas se busca justicia social”. Ni asomo de crítica. Ninguna referencia a quién produce lo que se expropia con violencia. Para este Robin Hood basta precisar que esa acción era noble y legítima porque los repartidores arriesgaban su vida.
El total desinterés del candidato por el sector productivo lo confirma su vocación, su entrega obsesiva a los necesitados. “Permanece a mi lado el amor al pobre, la opción preferencial por los pobres; eso no lo aprendí del marxismo sino del cristianismo liberador”.
Lo que también preocupa es la manera tan gaseosa como evade la pregunta simple y directa sobre cuál es su proyecto para “aliviar la extrema precariedad”. Petro se escuda y deleita en la nostalgia de Bogotá Humana, esa “visión posmoderna de la política”. Precisa luego la teoría que guiará sus acciones contra la miseria pos-COVID. “Sin abandonar la idea de emancipación, los posmodernos se quedan en un relativismo sin cambio histórico. Lo posmoderno hincado en la idea de emancipación es una idea propia del progresismo que tiene que ver con la libertad y la superación de necesidades, que no solamente son materiales”. Le quedó faltando la referencia estándar a Foucault.
Ante tan trascendentales declaraciones, queda la duda si Petro presidente volvería a repartir leche y cultura en los barrios sin decir cómo las obtiene o simplemente anunciaría cada mañana, por decreto, lo que le venga en gana para redimir pobres.