En la tradición del common law el poder judicial es bastante independiente del ejecutivo y del legislativo. El origen de esta deseable separación de ramas fue tan simple como eficaz: el lenguaje.
Difícil imaginar alguien más descarado en el poder que Donald Trump. A su abierta arbitrariedad para legislar con órdenes ejecutivas y cambios administrativos se le debe sumar su irrespeto por los derechos y libertades ciudadanas. Por sus abusos y excesos, los fiscales del Departamento de Justicia lo tienen acorralado. Examinan con lupa sus esfuerzos por anular las elecciones en las que fue derrotado.
Trump no ha sido el único mandatario norteamericano en enfrentar reveses con la justicia. También han sido investigados Richard Nixon, Ronald Reagan, Bill Clinton y George Bush. El contraste con los tiranos latinoamericanos que disponen de fiscales y magistrados de bolsillo es marcado.
A las cortes anglosajonas acuden corrientemente los ciudadanos comunes desde hace siglos. El adecuado acceso a la justicia, que desvela a los reformadores contemporáneos, fue difícil en sociedades medievales cuya justicia funcionaba en latín, que sólo comprendía y escribía una reducida elite. En Inglaterra, por el contrario, desde el siglo IX, “el lenguaje de la justicia era el lenguaje común”.
En Europa continental, los documentos legales se redactaban en latín, “pero cuando dos señores debatían el precio de una propiedad o las cláusulas de un contrato no se comunicaban entre ellos en la lengua de Cicerón. Era labor del notario suministrar, lo mejor que podía, el ropaje clásico de su acuerdo… Así, el lenguaje técnico de la ley estaba de por sí desaventajado por un vocabulario que era de partida demasiado arcaico e inestable para acercarse a la realidad. Para el lenguaje vulgar, no tenía toda la precisión requerida” .
Estos indudables costos idiomáticos, y la dificultad para resolver eventuales conflictos, se los ahorraron desde mucho antes los ingleses que negociaban, acordaban, formalizaban y resolvían conflictos en el mismo idioma que hablaban y escribían.
Aunque la conquista de los Normandos en el siglo XI implicó un debilitamiento del inglés como lengua escrita pues la Corona adoptó el latín para los documentos oficiales, por esa inesperada vía se dio un verdadero y definitivo impulso a la separación de poderes, ya que las cortes del common law siguieron funcionando en inglés, mientras el monarca, que hablaba francés, legislaba en latín. Para entender las decisiones judiciales tenía que hacerlas traducir lo que, a su vez, implicó un temprano esfuerzo de recopilación de la jurisprudencia. Difícil concebir un diseño que garantice más independencia del poder judicial ante el ejecutivo que idiomas distintos utilizados por uno y otro.
En sus orígenes, el Parlamento era una asamblea general de barones de todo el territorio que se reunía esporádicamente para tratar los grandes asuntos del reino. Estaba por otro lado un pequeño grupo de asesores personales o ministros que le colaboraban al rey atendiendo cuestiones cotidianas. Hubo ocasiones en que tales funcionarios fueron destituidos en bloque y cambiados por extranjeros, que hablaban otro idioma. Así, el poder ejecutivo y el legislativo podían no interactuar, ni siquiera entenderse por no compartir el mismo lenguaje.
Para lograr el monopolio de la coerción, la Corona inglesa reguló la venganza privada. Guillermo el Normando decretó que sólo el asesinato del padre o del hijo justificaba una retaliación. Desde el siglo XI, el parentesco relevante para la justicia inglesa era la familia nuclear.
Una medida con simples propósitos alcabaleros tuvo importantes repercusiones en dos campos cruciales: la capacidad estatal para recopilar datos –las cifras del Estado o estadísticas- y la de investigar las muertes violentas. Una multa, el murdrum, se imponía sobre toda comunidad donde apareciera un muerto y no se pudiera probar que era anglosajón, no normando. Hacia el siglo XIII, las diferencias entre aborígenes e invasores ya se habían desvanecido y el murdrum se había convertido en otra manera de cobrarle tributos a las localidades. El cálculo de estos impuestos dejó en Inglaterra unos registros de estadísticas centralizadas de homicidios realmente impresionantes para la época, mejores incluso que las disponibles en algunas sociedades contemporáneas.
La vocación colombiana por los incentivos perversos ha implicado que muchas veces las comunidades violentas reciban más recursos estatales que las pacíficas. La corona inglesa, por el contrario, obtenía dinero adicional con cualquier muerte violenta. Para calcular el murdrum e inventariar las propiedades que se confiscaban, era necesario investigar las causas del homicidio, puesto que el pago dependía de la responsabilidad en un incidente. El coroner, institución que subsiste y corresponde al médico legista moderno, fue creada en 1194. Tenía varias funciones, pero una de ellas resultaría fundamental en el fortalecimiento de la justicia penal, pues implicaba diagnosticar a fondo todas las muertes violentas, por accidente, homicidio o bajo circunstancias sospechosas. En sus orígenes, los detectives y sabuesos del soberano fueron alcabaleros cuyo desempeño podía medirse.
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En la tradición del common law el poder judicial es bastante independiente del ejecutivo y del legislativo. El origen de esta deseable separación de ramas fue tan simple como eficaz: el lenguaje.
Difícil imaginar alguien más descarado en el poder que Donald Trump. A su abierta arbitrariedad para legislar con órdenes ejecutivas y cambios administrativos se le debe sumar su irrespeto por los derechos y libertades ciudadanas. Por sus abusos y excesos, los fiscales del Departamento de Justicia lo tienen acorralado. Examinan con lupa sus esfuerzos por anular las elecciones en las que fue derrotado.
Trump no ha sido el único mandatario norteamericano en enfrentar reveses con la justicia. También han sido investigados Richard Nixon, Ronald Reagan, Bill Clinton y George Bush. El contraste con los tiranos latinoamericanos que disponen de fiscales y magistrados de bolsillo es marcado.
A las cortes anglosajonas acuden corrientemente los ciudadanos comunes desde hace siglos. El adecuado acceso a la justicia, que desvela a los reformadores contemporáneos, fue difícil en sociedades medievales cuya justicia funcionaba en latín, que sólo comprendía y escribía una reducida elite. En Inglaterra, por el contrario, desde el siglo IX, “el lenguaje de la justicia era el lenguaje común”.
En Europa continental, los documentos legales se redactaban en latín, “pero cuando dos señores debatían el precio de una propiedad o las cláusulas de un contrato no se comunicaban entre ellos en la lengua de Cicerón. Era labor del notario suministrar, lo mejor que podía, el ropaje clásico de su acuerdo… Así, el lenguaje técnico de la ley estaba de por sí desaventajado por un vocabulario que era de partida demasiado arcaico e inestable para acercarse a la realidad. Para el lenguaje vulgar, no tenía toda la precisión requerida” .
Estos indudables costos idiomáticos, y la dificultad para resolver eventuales conflictos, se los ahorraron desde mucho antes los ingleses que negociaban, acordaban, formalizaban y resolvían conflictos en el mismo idioma que hablaban y escribían.
Aunque la conquista de los Normandos en el siglo XI implicó un debilitamiento del inglés como lengua escrita pues la Corona adoptó el latín para los documentos oficiales, por esa inesperada vía se dio un verdadero y definitivo impulso a la separación de poderes, ya que las cortes del common law siguieron funcionando en inglés, mientras el monarca, que hablaba francés, legislaba en latín. Para entender las decisiones judiciales tenía que hacerlas traducir lo que, a su vez, implicó un temprano esfuerzo de recopilación de la jurisprudencia. Difícil concebir un diseño que garantice más independencia del poder judicial ante el ejecutivo que idiomas distintos utilizados por uno y otro.
En sus orígenes, el Parlamento era una asamblea general de barones de todo el territorio que se reunía esporádicamente para tratar los grandes asuntos del reino. Estaba por otro lado un pequeño grupo de asesores personales o ministros que le colaboraban al rey atendiendo cuestiones cotidianas. Hubo ocasiones en que tales funcionarios fueron destituidos en bloque y cambiados por extranjeros, que hablaban otro idioma. Así, el poder ejecutivo y el legislativo podían no interactuar, ni siquiera entenderse por no compartir el mismo lenguaje.
Para lograr el monopolio de la coerción, la Corona inglesa reguló la venganza privada. Guillermo el Normando decretó que sólo el asesinato del padre o del hijo justificaba una retaliación. Desde el siglo XI, el parentesco relevante para la justicia inglesa era la familia nuclear.
Una medida con simples propósitos alcabaleros tuvo importantes repercusiones en dos campos cruciales: la capacidad estatal para recopilar datos –las cifras del Estado o estadísticas- y la de investigar las muertes violentas. Una multa, el murdrum, se imponía sobre toda comunidad donde apareciera un muerto y no se pudiera probar que era anglosajón, no normando. Hacia el siglo XIII, las diferencias entre aborígenes e invasores ya se habían desvanecido y el murdrum se había convertido en otra manera de cobrarle tributos a las localidades. El cálculo de estos impuestos dejó en Inglaterra unos registros de estadísticas centralizadas de homicidios realmente impresionantes para la época, mejores incluso que las disponibles en algunas sociedades contemporáneas.
La vocación colombiana por los incentivos perversos ha implicado que muchas veces las comunidades violentas reciban más recursos estatales que las pacíficas. La corona inglesa, por el contrario, obtenía dinero adicional con cualquier muerte violenta. Para calcular el murdrum e inventariar las propiedades que se confiscaban, era necesario investigar las causas del homicidio, puesto que el pago dependía de la responsabilidad en un incidente. El coroner, institución que subsiste y corresponde al médico legista moderno, fue creada en 1194. Tenía varias funciones, pero una de ellas resultaría fundamental en el fortalecimiento de la justicia penal, pues implicaba diagnosticar a fondo todas las muertes violentas, por accidente, homicidio o bajo circunstancias sospechosas. En sus orígenes, los detectives y sabuesos del soberano fueron alcabaleros cuyo desempeño podía medirse.
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