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Las causas del conflicto colombiano son inexpugnables. Nadie sabe quién dirige a quién, ni desde dónde, ni por qué. Paradójicamente, ante la complejidad, las ideologías aclimataron explicaciones burdas y absurdas.
Las relaciones de los guerreros con las comunidades son ambiguas, van desde la protección hasta las amenazas. Un repaso a lo escrito sobre los actores armados ilustra la magnitud del desafío para entender la guerra. A lo que parecen férreas estructuras criminales entrenadas por exmilitares, exguerrilleros, gringos o terroristas, algunos contraponen idílicas agrupaciones que promoverían altruismo, empatía, cooperación, ambientalismo y equidad de género.
El enredo puede ser monumental, como cuando el Estado Mayor Central (EMC) -disidencias de las Farc- citó a una reunión con el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) pidiendo que por “cuestiones de seguridad” solo asistieran cinco personas. Alegaron que un grupo armado del CRIC capturó (el término secuestro fue corregido) a cuatro guerrilleros y que entregarlos pronto era “una condición indispensable para retomar diálogos”.
Ante entuertos de ese calibre, el debate sobre eventuales intervenciones es de una simplicidad radical: acabar con alguna de las partes enfrentadas o cambiar la sociedad como pretenden los matones. Esta dicotomía está basada en visiones sobre las que persiste un ancestral y profundo desacuerdo ideológico enmarcado en el secular enfrentamiento izquierda-derecha. A un lado predomina la cuestión cultural, la búsqueda de identidad, la marginación, el cambio social, la violencia oficial, el Estado protector, el buen salvaje de Rousseau y el modelo europeo. La derecha enfatiza en la responsabilidad personal, la competencia, las tradiciones, el Estado mínimo, la seguridad y el orden, la anarquía de Hobbes y el modelo anglosajón.
Las partes en conflicto y el entorno del que surgieron son menos nítidos y más complejos que las caricaturas ideológicas aún en boga. Para sorpresa de cualquiera, gobiernos democráticos de izquierda en Europa llaman a endurecer la guerra contra Putin y algunos evitan mirar hacia Gaza. Gobiernos socialistas enfrentan con antimotines protestas de pequeños campesinos en sus modernos tractores. Paramilitares de extrema derecha reconocen las ventajas de la memoria histórica o la política social. En varias regiones latinoamericanas no se sabe quién ejerce el rol estatal y masas de jóvenes marginados prefieren la música y el baile a la protesta social.
Una manera simplista de explicar las discrepancias sería asociarlas a la división del trabajo: militares y organismos de seguridad abogan por la represión, pues ese es su oficio. Los encargados del gasto social defienden esa vía como la idónea para prevenir. En los medios, el componente ideológico es transparente hace años. El periodismo progresista empezará cualquier reportaje de guerra con un resumen de la deplorable situación social de víctimas marginadas, mientras que la derecha hará énfasis en los daños, otras víctimas y el clima de inversión. Ambos se quejarán por la escasez de lectores sin calibrar el agobio de la publicidad. Entre analistas académicos, el debate está anclado en dos maneras escuetas e irreconciliables de ver el mundo.
“Sorprenderse, extrañarse es comenzar a comprender” anotaba Ortega y Gasset. Pero quien pretenda controlar la violencia debe superar la etapa de asombro para actuar. Como primer paso, la literatura de ficción es buen antídoto contra los modelos simplistas, frecuentes en ensayos académicos. Esta mirada literaria presenta dos peculiaridades. La primera, desde el punto de vista envidioso de quien no escribe novelas sino informes o columnas con apego a la evidencia, es que se trata de la perspectiva con mayor difusión, la más taquillera, tanto en la opinión pública como entre los políticos. Un segundo problema, más sutil, es la representatividad social de los personajes de una obra de ficción así sean descritos de manera fidedigna. Varios novelistas -Victor Hugo, Balzac, Dickens- han sido en extremo influyentes a pesar de que sus protagonistas tuvieran escaso asidero en la realidad.
Hace dos décadas se estimaba que de Sin tetas no hay paraíso, de Gustavo Bolívar -guionista con una visión novedosa y realista del conflicto-, se habían vendido más de 130.000 ejemplares incluyendo copias piratas. Al lanzar la secuela, la editorial anunciaba que millones de personas leerían “la segunda parte de una de las novelas colombianas más conocidas en el mundo, traducida a varios idiomas y llevada al cine, al teatro y a la televisión con un fulgurante éxito”. Estas astronómicas cifras equivalen a cien, mil veces el auditorio de todos los trabajos académicos o reportajes rigurosos publicados sobre el conflicto colombiano. Entre estos, unos pocos, muy pocos, fueron determinantes para definir cómo enfrentar la guerra. La inquietud que genera este autor de indudable acogida popular -que le trajo independencia económica, como él mismo insiste en recordar- es por qué se somete a los férreos lineamientos ideológicos de un régimen tan dogmático e intolerante con las voces disidentes. Habrá que rumiar más sorpresas informativas sobre el gobierno del cambio para formular algunas hipótesis.