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Ser falaz no necesariamente depende de lo que se dice. También importan los silencios. La izquierda, siempre locuaz, ha callado el papel del vilipendiado sistema capitalista en la superación de la crisis sanitaria.
A finales de 2020 ya existía una feroz competencia entre empresas farmacéuticas para producir la vacuna mientras los gobiernos se disputaban el acceso y la distribución. Fueron dos carreras contrarreloj. “Una por hallar y producir a gran escala una vacuna. Otra por obtenerla”. El mapa de las superpotencias mundiales se hizo evidente entre los fabricantes de prototipos en la última etapa de desarrollo.
La competencia fue feroz no sólo entre grandes productores sino entre poderosos compradores estatales, con contratos por cifras astronómicas. Sin embargo, el colectivo progre que todo lo critica miró para otro lado. El rol del sector privado en paliar estragos de la pandemia ha sido tan relevante que, en Colombia, la primera ciudad que contó con un ultracongelador fue Barranquilla, gracias al apoyo de la Universidad Simón Bolívar y una empresa importadora. Poder almacenar hasta 650.000 dosis a bajísimas temperaturas resultó de un convenio entre la Alcaldía y dicha universidad.
William Ospina ha sido uno de los pocos en mencionar la relevancia del sector privado en la moderación del impacto de lo que él denomina “accidente global”. El célebre escritor, ensayista y poeta lo hizo a su manera, con grandilocuencia: se fajó una disertación de antología sobre la mejor economía política transnacional para producir y vender la vacuna contra el COVID-19.
“Si la enfermedad de alguien corre el riesgo de ser un negocio, el mayor negocio imaginable termina siendo una peste, una enfermedad presente simultáneamente en el mundo entero como realidad y como amenaza. Porque una cosa es un paciente y otra, miles de millones”. Ante el tétrico escenario, la primera observación de Ospina es criticar la falta de atención sufrida por la burocracia internacional en el reflejo automático de expropiar un sector estratégico. “Cuando se declaró oficialmente la pandemia, algunos funcionarios de organizaciones mundiales de salud alzaron la voz para advertir que eso exigía que los medicamentos y las vacunas fueran inmediatamente declarados bienes públicos de la humanidad. Nadie los escuchó, pero es evidente que, ante un peligro tan grande, habría que poner la salud pública por fuera de las leyes del mercado”.
Consciente del dilema pues, de haberlo hecho así, se hubiesen frenado en seco los ensayos y las arriesgadas apuestas para encontrar la fórmula adecuada, el poeta refina la naturaleza del control que ha debido ejercerse. “Sería preciso que los recursos que financian esos trabajos no fueran fundamentalmente privados. Es necesario un fondo mundial de prevención y de investigación que proteja a las sociedades de las injusticias del mercado”. Esta sofisticada maquinaria financiera, por supuesto, ha debido montarse a la velocidad impuesta por los contagios y las hospitalizaciones.
Con sorprendente agudeza, el ensayista constata el problema que impone la desigualdad entre las naciones para definir quiénes podrán tener acceso a la vacuna. Su esbozo de solución es tan factible y expedito como el rediseño inmediato de un sistema financiero internacional más estatal y menos privado. “Muy pronto las naciones tendrán que hacer un pacto de seguridad universal por una razón sencilla: las vacunas pueden volverse inútiles si no se las diseña con responsabilidad y si no se las aplica con equidad”. La burocracia global debería tomar nota de la original propuesta.
Con inusitada malicia descubre que a las multinacionales farmacéuticas las motiva el vil metal. “Si la rapidez con que se han aprobado las vacunas fuera una muestra del desvelo de las empresas por inmunizar a la humanidad, no estaríamos viendo este desequilibrio obscenamente mercantil en su distribución… los ángeles del bien tienen inesperados cuernos de oro”.
Como elemento fundamental para contrarrestar la nefasta codicia empresarial, destaca el papel de los jóvenes que conscientemente renuncian a ponerse la vacuna y esperarán “a que se cumplan todos los protocolos que aconseja la prudencia”.
Así llega el poeta a su terreno conocido y apreciado de acción pública: la educación y el cambio cultural que toca reforzar para contar con multinacionales farmacéuticas manejadas por personas con “los más altos grados de responsabilidad y de generosidad”. No se molesta en aclarar que más o menos eso fue lo que pensaron idealistas bien intencionados como Marx, Lenin, Mao, Pol Pot, Fidel Castro o Chávez cuando buscaron construir su versión del hombre nuevo.
Se entiende que William Ospina no acate las directivas de la oficina de vigilancia de la Santa Sede en el sentido de que no siempre es posible obtener vacunas sin plantearse dilemas éticos. Y se nota que no lee escolios de Nicolás Gómez Dávila pues sigue soñando con organizar un aparato estatal, a escala global, sin importarle quién manda.