Un escenario ilustrativo de la importancia de separar poderes fue la ceremonia con que Donald Trump oficializó en la Casa Blanca la nominación de Amy Coney Barrett como juez de la Corte Suprema.
Las pesquisas apuntan a que el Covid-19 le cayó al señor presidente el día de esa irresponsable reunión en los jardines de su mansión, con casi 100 personas codo a codo y sin mascarilla. El engreído líder ignoró olímpicamente las recomendaciones más elementales para prevenir el contagio. Algunos eufóricos personajes republicanos se abrazaron celebrando la victoria sobre las decisiones judiciales de cierre. La asesora de comunicación del Ejecutivo, el exgobernador de Nueva Jersey y un senador resultaron positivos junto con Trump, su esposa y varias personas más. Un asistente lamentó públicamente su “error de juicio” por no usar tapabocas.
España también sufre dolencias similares. Al preguntarse si la arquitectura normativa del poder judicial lleva a los políticos a inmiscuirse en asuntos que no deberían, un constitucionalista añora la época en la que los jueces eran, como recomendaba Montesquieu en el Espíritu de las leyes, “poco menos que invisibles, unos anónimos funcionarios que aplicaban las leyes aprobadas por el Poder Legislativo”. Lamenta la carga ideológica de muchas sentencias judiciales contemporáneas, que ocupan lugar destacado en los medios de comunicación y se critican públicamente como si fueran manifiestos políticos y no “resoluciones derivadas de aplicar el ars iuris a unos hechos concretos”.
Las quejas españolas sobre politización de la rama judicial se basan en una especie de puerta giratoria en la que los jueces que prestan “servicios especiales” pueden ocupar puestos estatales y luego retornar a la judicatura. A diferencia de los militares, que para dedicarse a la política deben renunciar a su profesión, los jueces, al igual que otros funcionarios públicos, pueden volver a ejercerla. Está por otro lado la elección de los integrantes del Consejo General del Poder Judicial escogidos “según cuotas de partidos, con la coda de su presidente también pactado”.
Estos síntomas de disfunción institucional tienen poco que ver con la interferencia en las tareas legislativas y ejecutivas que de manera arbitraria y contraria al principio de separación de poderes fue autoasignándose la justicia constitucional colombiana. Cual contagioso virus, la tutela contaminó y prácticamente paralizó todas las jurisdicciones. Las megatutelas han sido actos de magistrados soberbios fungiendo de líderes populistas. Sigue faltando un diagnóstico idóneo para controlar tales excesos. Cual Trump ante el coronavirus, se optó por ignorar los efectos perversos de una justicia politizada, con clara vocación totalitaria.
Por la puerta trasera, sin que jamás se diera una discusión amplia y democrática al respecto, un pequeño grupo de constitucionalistas de la capital fue configurando un colombianísimo esperpento judicial que se entromete en la política y la administración pública sin que prácticamente nadie cuestione su desproporcionada interferencia en decisiones estatales y privadas.
El irresponsable y contagioso evento con el que Trump celebró la llegada de la juez Barrett –católica y tradicionalista- a la Corte Suprema norteamericana ni siquiera fue invento suyo. Como buen demagogo, reprodujo el que había montado Bill Clinton para presentar en 1993 a la célebre magistrada progresista Ruth Bader Ginsburg, que acaba de fallecer. Pero el giro ideológico en el alto tribunal no implica ningún atentado contra las reglas del juego previamente establecidas para las relaciones entre el Ejecutivo y la rama judicial. En Colombia, por el contrario, la abusiva injerencia presidencial en la administración de justicia ha sido una práctica común que no corrigió la Constitución del 91. Un ejemplo reciente y protuberante de atentado contra la división de poderes fue la creación de la JEP por el régimen santista. Lo que se empieza a saber sobre décadas de estrechos vínculos de las Farc, amnistiadas por fast track, con carteles de la droga que financiaban campañas presidenciales, produce efectos como de coronavirus: falta de aire, dolor en el pecho, algo de rebote.
La descontrolada injerencia de la Corte Constitucional y la manipulación del Ejecutivo sobre la justicia las justifican algunos tartufos con razones nobles, como la paz o la defensa de derechos fundamentales manufacturados. Por eso olvidan fácilmente la mermelada y la flagrante corrupción. Pero la captura de una corte por la derecha, que hoy celebran Trump y los republicanos, también podría ocurrir en Colombia. Este giro ideológico provocará espasmos en un constitucionalismo sesgado, acrítico y parroquial. Cuando un petit comité se dedique a legalizar con jurisprudencia el porte de armas, atacar frontalmente la dosis personal, penalizar con severidad el aborto, prohibir la adopción homoparental, garantizarles inmunidad a militares y policías por razones de orden público o dejar la vigilancia privada sin control, esa misma hipócrita élite jurídica se rasgará las vestiduras sin reconocer que semejantes boquetes los abrió el irresponsable idealismo que ignoró nuestra tradición legislativa. Ahí sí evocarán con angustia a Montesquieu.
Un escenario ilustrativo de la importancia de separar poderes fue la ceremonia con que Donald Trump oficializó en la Casa Blanca la nominación de Amy Coney Barrett como juez de la Corte Suprema.
Las pesquisas apuntan a que el Covid-19 le cayó al señor presidente el día de esa irresponsable reunión en los jardines de su mansión, con casi 100 personas codo a codo y sin mascarilla. El engreído líder ignoró olímpicamente las recomendaciones más elementales para prevenir el contagio. Algunos eufóricos personajes republicanos se abrazaron celebrando la victoria sobre las decisiones judiciales de cierre. La asesora de comunicación del Ejecutivo, el exgobernador de Nueva Jersey y un senador resultaron positivos junto con Trump, su esposa y varias personas más. Un asistente lamentó públicamente su “error de juicio” por no usar tapabocas.
España también sufre dolencias similares. Al preguntarse si la arquitectura normativa del poder judicial lleva a los políticos a inmiscuirse en asuntos que no deberían, un constitucionalista añora la época en la que los jueces eran, como recomendaba Montesquieu en el Espíritu de las leyes, “poco menos que invisibles, unos anónimos funcionarios que aplicaban las leyes aprobadas por el Poder Legislativo”. Lamenta la carga ideológica de muchas sentencias judiciales contemporáneas, que ocupan lugar destacado en los medios de comunicación y se critican públicamente como si fueran manifiestos políticos y no “resoluciones derivadas de aplicar el ars iuris a unos hechos concretos”.
Las quejas españolas sobre politización de la rama judicial se basan en una especie de puerta giratoria en la que los jueces que prestan “servicios especiales” pueden ocupar puestos estatales y luego retornar a la judicatura. A diferencia de los militares, que para dedicarse a la política deben renunciar a su profesión, los jueces, al igual que otros funcionarios públicos, pueden volver a ejercerla. Está por otro lado la elección de los integrantes del Consejo General del Poder Judicial escogidos “según cuotas de partidos, con la coda de su presidente también pactado”.
Estos síntomas de disfunción institucional tienen poco que ver con la interferencia en las tareas legislativas y ejecutivas que de manera arbitraria y contraria al principio de separación de poderes fue autoasignándose la justicia constitucional colombiana. Cual contagioso virus, la tutela contaminó y prácticamente paralizó todas las jurisdicciones. Las megatutelas han sido actos de magistrados soberbios fungiendo de líderes populistas. Sigue faltando un diagnóstico idóneo para controlar tales excesos. Cual Trump ante el coronavirus, se optó por ignorar los efectos perversos de una justicia politizada, con clara vocación totalitaria.
Por la puerta trasera, sin que jamás se diera una discusión amplia y democrática al respecto, un pequeño grupo de constitucionalistas de la capital fue configurando un colombianísimo esperpento judicial que se entromete en la política y la administración pública sin que prácticamente nadie cuestione su desproporcionada interferencia en decisiones estatales y privadas.
El irresponsable y contagioso evento con el que Trump celebró la llegada de la juez Barrett –católica y tradicionalista- a la Corte Suprema norteamericana ni siquiera fue invento suyo. Como buen demagogo, reprodujo el que había montado Bill Clinton para presentar en 1993 a la célebre magistrada progresista Ruth Bader Ginsburg, que acaba de fallecer. Pero el giro ideológico en el alto tribunal no implica ningún atentado contra las reglas del juego previamente establecidas para las relaciones entre el Ejecutivo y la rama judicial. En Colombia, por el contrario, la abusiva injerencia presidencial en la administración de justicia ha sido una práctica común que no corrigió la Constitución del 91. Un ejemplo reciente y protuberante de atentado contra la división de poderes fue la creación de la JEP por el régimen santista. Lo que se empieza a saber sobre décadas de estrechos vínculos de las Farc, amnistiadas por fast track, con carteles de la droga que financiaban campañas presidenciales, produce efectos como de coronavirus: falta de aire, dolor en el pecho, algo de rebote.
La descontrolada injerencia de la Corte Constitucional y la manipulación del Ejecutivo sobre la justicia las justifican algunos tartufos con razones nobles, como la paz o la defensa de derechos fundamentales manufacturados. Por eso olvidan fácilmente la mermelada y la flagrante corrupción. Pero la captura de una corte por la derecha, que hoy celebran Trump y los republicanos, también podría ocurrir en Colombia. Este giro ideológico provocará espasmos en un constitucionalismo sesgado, acrítico y parroquial. Cuando un petit comité se dedique a legalizar con jurisprudencia el porte de armas, atacar frontalmente la dosis personal, penalizar con severidad el aborto, prohibir la adopción homoparental, garantizarles inmunidad a militares y policías por razones de orden público o dejar la vigilancia privada sin control, esa misma hipócrita élite jurídica se rasgará las vestiduras sin reconocer que semejantes boquetes los abrió el irresponsable idealismo que ignoró nuestra tradición legislativa. Ahí sí evocarán con angustia a Montesquieu.