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Las instituciones chilenas y las inglesas

Mauricio Rubio
15 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.
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Es una ironía que cuando la izquierda global aún lamentaba el “Rechazo” del voto chileno a un monumental revolcón institucional muriera la cabeza de la monarquía más antigua, rancia y estable del mundo.

La élite jurídica hispana sigue aferrada al voluntarismo intenso, al fetichismo legal, pensando que lo fundamental es redactar minuciosamente todos los derechos sin tener la más mínima idea de cómo se van a ejercer ni quién los protegerá; sin mencionar los inevitables costos de hacerlos efectivos, sin siquiera ponerle atención a los rituales, protocolos y procedimientos que se irrespetan y pisotean con soberbia.

La historia económica fue tal vez la primera disciplina en llamar la atención sobre las peculiaridades del entorno institucional anglosajón. En concreto, hace varias décadas quedó identificado como punto de quiebre del desarrollo occidental el arreglo logrado en el siglo XVII por el Parlamento inglés con la Corona que permitió restringir el poder de la última. Paralelamente, se señaló que un esquema similar no se pudo alcanzar ni en España ni Portugal. Así, explicar la diferencia en las condiciones institucionales que facilitarían el despeje capitalista se ha centrado en la disponibilidad de recursos extractivos de las colonias, que habrían debilitado las Cortes Españolas -el equivalente del Parlamento Inglés- frente a la Corona. Esta visión puramente fiscalista es bastante limitada. Múltiples factores, en campos tan variados como el lenguaje, la familia, las relaciones con la iglesia, la movilidad social durante el feudalismo, el sistema penal y la separación de facto de los poderes antecedieron, y ayudan a explicar, este incidente de índole tributaria.

Las instituciones británicas, tan apreciadas por la economía, una disciplina cuya vertiente anglosajona terminó imponiéndose en el mundo, están bien lejos de poderse considerar universales pues se gestaron en una sociedad en extremo peculiar. Por esa misma razón, buscar transplantarlas a otros contextos puede resultar bastante problemático. Para la muestra un buen botón colombiano ha sido el experimento de la acción de tutela para el cual los constitucionalistas del kinder de Gavira supusieron alegremente que los jueces del common law surgirían espontáneamente en un entorno civilista.

Varios elementos en los que ya existe consenso sobre su impacto positivo en el desarrollo aparecieron muy temprano en las islas británicas. Por esa misma razón, configuraron antes que en otros lugares un entorno institucional favorable al capitalismo no extractivo. La lista de peculiaridades institucionales inglesas incluye cuestiones como la aparición temprana de la familia nuclear, el monopolio efectivo de la coerción, la pacificación del territorio, una separación nítida y real de los poderes públicos -ejecutivo, legislativo y judicial- el control de la corrupción y los excesos del soberano, la separación del poder político y religioso, una sociedad no siempre igualitaria pero sí con canales de movilidad social basados en la acumulación de riqueza, y un desequilibrio más tenue entre los géneros.

Lo que hace más interesante la experiencia inglesa es que muchas de las mutaciones sociales que acabaron configurando unas instituciones sólidas y estables no fueron el resultado de un diseño consciente, sino que surgieron como consecuencias no intencionadas de alguna decisión tomada con otros fines.

Un elemento básico pero fundamental para la coordinación de actividades en una sociedad es el lenguaje. Cuando es compartido y uniforme es más factible la cooperación que cuando se trata de un ámbito fragmentado. En Europa continental, a la variedad lingüística habría que sumarle el dualismo entre el latín como lenguaje de la élite educada y por mucho tiempo el único que se escribía, y el resto de las lenguas y dialectos transmitidos por tradición oral. Por el contrario, “la vieja lengua inglesa fue elevada desde épocas muy tempranas a la dignidad de una lengua literaria y legal. Fue el deseo del Rey Alfredo (849-899) que los jóvenes lo aprendieran en la escuela antes de que los más dotados pasaran al latín. Los poetas lo empleaban en sus canciones, que se escribían y recitaban. También era usado por los reyes en sus leyes; por las cancillerías en los documentos legales preparados para reyes y magnates; y aún por los monjes en sus crónicas. Esto era algo único en esa época, una cultura capaz de mantener el contacto en sus más altos niveles con el medio de expresión empleado por el grueso de la población”.

Este detalle lingüístico pudo facilitar la configuración de una sociedad más integrada como nación, igualitaria, propensa a dejar el registro escrito de los acontecimientos cotidianos, a acumular historia de manera más sólida que por medios orales y, por esa vía, celosa de su tradición y menos propensa a recrear de nuevo y desde cero sus instituciones ante cada propuesta novedosa de cambio social. Como tratan infructuosamente de hacer los idealistas, heterogéneos y diversos chilenos. Continúa.

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