Poetas y escritores mantienen relaciones bien especiales y dispares con el mercado y la política.
El alegato de William Ospina en defensa del traficante de poemas multado por invadir el espacio público fue un gesto de solidaridad dentro del oficio. En un arranque conmovedor y algo proselitista, Ospina invitó a todos los poetas a salir sin pedirle permiso a ningún policía ni burócrata para compartir su arte, como se hacía en la Antigüedad o se acostumbra en las comunidades indígenas.
La actitud de este indignado defensor del rebusque con las letras cambiaría si se tratara de ventas callejeras de libros piratas. Tal vez el poeta y escritor callaría ante la detención de alguno de esos infractores por la policía y jamás lanzaría un grito de batalla del tipo “vendedores ambulantes de impresos clandestinos, uníos” para, sin permiso de las autoridades, ni de agentes literarios, ni de empresas editoriales o de distribución, impulsar la lectura, un hábito que siempre conviene promover.
La relación de la literatura con los negocios es peculiar por los misteriosos incentivos de la parte creadora al inicio de la cadena. A partir de allí impera la cruda lógica del mercado. Es casi lugar común anotar que quienes escriben poemas, novelas, cuentos, teatro o ensayos, de plata no hablan. Además, el secreto se intensifica con el éxito: “Entre más dinero ganan, menos quieren discutir el tema”, anota después de entrevistar gente del gremio la editora de un conjunto de trabajos sobre ese enigmático tabú.
Más que un descuido, en el medio literario hay una aversión aguda a discutir las finanzas personales. Así lo demuestra el espectáculo Escritores hablan de plata de Fabrice Luchini en París. Aunque para el público ha sido un enorme éxito de taquilla, con llenos completos durante meses, el comediante fue calificado por la crítica, las ligas menores del oficio, de payaso, “arribista obsceno”, hasta de Harpagón, el personaje de El avaro, de Molière.
Si la relación de la literatura con el capitalismo es opaca, refleja incomodidad y tiene lugar como a escondidas, los vínculos con la “cosa pública” y el poder son generalmente explícitos, entusiastas y apasionados. En este punto me temo que persisten importantes diferencias entre escritores y escritoras. La tradición de un oficio predominantemente masculino podría explicar esta ambigüedad de cercanía con la política a espaldas del mercado. En épocas precapitalistas, la literatura no pagaba: panaderos, herreros, carpinteros o prostitutas podían ganarse la vida con sus oficios, los autores no. “Escribir era un arte liberal, un pasatiempo, no una profesión. Era la noble ocupación de personas ricas, de reyes, notables del reino y hombres de Estado, de patricios y otros gentilhombres financieramente independientes”. Todos tenían profundo interés por arreglar el mundo, pero ninguno se rebajaba a hablar del vil metal.
Los obispos, monjes, profesores universitarios, a veces los soldados, también escribían, pero en sus ratos libres. Alguien del montón “con un impulso irresistible por escribir primero tenía que asegurarse otra fuente de ingresos”. Así, por ejemplo, Spinoza fabricaba lentes y los Mill, padre e hijo, trabajaban en Londres para la Compañía de las Indias Orientales. La imposibilidad de vivir de la literatura al iniciar la carrera perdura: la alternativa más usual de escritores contemporáneos reconocidos ha sido la de “oficios varios”, pero la publicidad, la burocracia y la academia se pueden considerar usuales. Para Colombia habría que agregar el periodismo, que también se ejerce a veces por amor al arte.
Hasta la Revolución Francesa, los escritores vivían de la generosidad de sus mecenas. Reyes, príncipes y algunos nobles competían entre ellos por patrocinar artistas. “Las cortes eran el refugio de la literatura”. Ludwig von Mises plantea que gracias a la puja entre monarcas y nobles el sistema garantizaba a los autores total libertad de expresión. “Los patrones no intentaban imponer su filosofía ni su gusto y ética a sus protegidos. Con frecuencia buscaban defenderlos de las autoridades eclesiásticas. Para un autor vetado por una corte era posible encontrar refugio en una corte rival”.
Por desgracia, la competencia de mecenazgos desapareció, y con ella se enredaron las relaciones de muchos escritores con ciertos regímenes políticos. Particularmente chocante ha sido la insistencia en apoyar tiranos y dictadores simplemente por proclamarse progresistas, preocupados por el pueblo, sin que importen mucho sus excesos. El comandante Fidel murió incólume: su autocracia no ha sufrido el revés de opinión de la China maoísta o la Unión Soviética, que ya nadie defiende ignorando los crímenes que cometieron. No siempre fue así. Cuando Albert Camus publicó el Hombre rebelde criticando el totalitarismo comunista, su antiguo amigo Jean Paul Sartre, servil como pocos ante las dictaduras, decretó contra él un verdadero linchamiento intelectual. Catherine Camus recuerda que su madre le dijo: “¿Y qué esperaba Albert? Son unos supositorios. Y los supositorios se funden”.
Poetas y escritores mantienen relaciones bien especiales y dispares con el mercado y la política.
El alegato de William Ospina en defensa del traficante de poemas multado por invadir el espacio público fue un gesto de solidaridad dentro del oficio. En un arranque conmovedor y algo proselitista, Ospina invitó a todos los poetas a salir sin pedirle permiso a ningún policía ni burócrata para compartir su arte, como se hacía en la Antigüedad o se acostumbra en las comunidades indígenas.
La actitud de este indignado defensor del rebusque con las letras cambiaría si se tratara de ventas callejeras de libros piratas. Tal vez el poeta y escritor callaría ante la detención de alguno de esos infractores por la policía y jamás lanzaría un grito de batalla del tipo “vendedores ambulantes de impresos clandestinos, uníos” para, sin permiso de las autoridades, ni de agentes literarios, ni de empresas editoriales o de distribución, impulsar la lectura, un hábito que siempre conviene promover.
La relación de la literatura con los negocios es peculiar por los misteriosos incentivos de la parte creadora al inicio de la cadena. A partir de allí impera la cruda lógica del mercado. Es casi lugar común anotar que quienes escriben poemas, novelas, cuentos, teatro o ensayos, de plata no hablan. Además, el secreto se intensifica con el éxito: “Entre más dinero ganan, menos quieren discutir el tema”, anota después de entrevistar gente del gremio la editora de un conjunto de trabajos sobre ese enigmático tabú.
Más que un descuido, en el medio literario hay una aversión aguda a discutir las finanzas personales. Así lo demuestra el espectáculo Escritores hablan de plata de Fabrice Luchini en París. Aunque para el público ha sido un enorme éxito de taquilla, con llenos completos durante meses, el comediante fue calificado por la crítica, las ligas menores del oficio, de payaso, “arribista obsceno”, hasta de Harpagón, el personaje de El avaro, de Molière.
Si la relación de la literatura con el capitalismo es opaca, refleja incomodidad y tiene lugar como a escondidas, los vínculos con la “cosa pública” y el poder son generalmente explícitos, entusiastas y apasionados. En este punto me temo que persisten importantes diferencias entre escritores y escritoras. La tradición de un oficio predominantemente masculino podría explicar esta ambigüedad de cercanía con la política a espaldas del mercado. En épocas precapitalistas, la literatura no pagaba: panaderos, herreros, carpinteros o prostitutas podían ganarse la vida con sus oficios, los autores no. “Escribir era un arte liberal, un pasatiempo, no una profesión. Era la noble ocupación de personas ricas, de reyes, notables del reino y hombres de Estado, de patricios y otros gentilhombres financieramente independientes”. Todos tenían profundo interés por arreglar el mundo, pero ninguno se rebajaba a hablar del vil metal.
Los obispos, monjes, profesores universitarios, a veces los soldados, también escribían, pero en sus ratos libres. Alguien del montón “con un impulso irresistible por escribir primero tenía que asegurarse otra fuente de ingresos”. Así, por ejemplo, Spinoza fabricaba lentes y los Mill, padre e hijo, trabajaban en Londres para la Compañía de las Indias Orientales. La imposibilidad de vivir de la literatura al iniciar la carrera perdura: la alternativa más usual de escritores contemporáneos reconocidos ha sido la de “oficios varios”, pero la publicidad, la burocracia y la academia se pueden considerar usuales. Para Colombia habría que agregar el periodismo, que también se ejerce a veces por amor al arte.
Hasta la Revolución Francesa, los escritores vivían de la generosidad de sus mecenas. Reyes, príncipes y algunos nobles competían entre ellos por patrocinar artistas. “Las cortes eran el refugio de la literatura”. Ludwig von Mises plantea que gracias a la puja entre monarcas y nobles el sistema garantizaba a los autores total libertad de expresión. “Los patrones no intentaban imponer su filosofía ni su gusto y ética a sus protegidos. Con frecuencia buscaban defenderlos de las autoridades eclesiásticas. Para un autor vetado por una corte era posible encontrar refugio en una corte rival”.
Por desgracia, la competencia de mecenazgos desapareció, y con ella se enredaron las relaciones de muchos escritores con ciertos regímenes políticos. Particularmente chocante ha sido la insistencia en apoyar tiranos y dictadores simplemente por proclamarse progresistas, preocupados por el pueblo, sin que importen mucho sus excesos. El comandante Fidel murió incólume: su autocracia no ha sufrido el revés de opinión de la China maoísta o la Unión Soviética, que ya nadie defiende ignorando los crímenes que cometieron. No siempre fue así. Cuando Albert Camus publicó el Hombre rebelde criticando el totalitarismo comunista, su antiguo amigo Jean Paul Sartre, servil como pocos ante las dictaduras, decretó contra él un verdadero linchamiento intelectual. Catherine Camus recuerda que su madre le dijo: “¿Y qué esperaba Albert? Son unos supositorios. Y los supositorios se funden”.