Frecuento una piscina en la que algunos padres entran al vestidor masculino con hijas menores de edad aunque allí siempre haya hombres desnudos, desde verdaderos adonis hasta grotescos barrigones.
La escena que más me ha impactado fue la mirada morbosa de un viejo verde a una niña en bragas. Aclaro que siempre fui pudoroso y desde el colegio era reacio a desnudarme delante de mis compañeros después de gimnasia. En casa, con mis hijos, la máxima exposición fue andar como Tarzán por la selva. Pero este asunto supera consideraciones de mojigatería: ¿no es incoherente con el discurso de la generalidad del abuso contra menores la exposición a la desnudez de varones totalmente extraños?
Consulté a una amiga terapeuta de jóvenes. También hablé con una psicóloga infantil. Ambas estuvieron de acuerdo en que escribiera una carta a la administración de la piscina señalando que me sentía incómodo compartiendo el vestidor con niñas pequeñas.
Otra amiga inglesa, abogada y feminista ponderada, me habló de la política del gimnasio al que ella iba en Londres. “Nadie mayor de 8 años debía estar en los vestidores del otro sexo. Siempre pensé que era un límite un poco alto”. Inicialmente, me contó sus impresiones desprevenidas sobre esas experiencias, sugiriendo diferencias importantes por género. “Me avergonzaba la mirada de algunos niños de 7 años que obviamente estaban disfrutando tener mujeres desnudas a la vista. Con una niña pequeña y hombres desnudos, es probable que algunos de ellos sean los que estén disfrutando ver a la niña”.
Con su lógica legal me recomendó averiguar las restricciones en la piscina. Consciente de meterme en terrenos pantanosos -como la edad razonable para que una menor vea cuerpos de machos desnudos- le dije que era precisamente ese límite arbitrario lo que me suscitaba interrogantes. Me atreví a especular que entre menor sea una niña, menos debe estar expuesta a la desnudez masculina de extraños.
Le recordé el caso de Wolinski, el caricaturista francés de Charlie Hebdo que se especializó, obsesivamente, en desnudos femeninos. Cuando en una entrevista le preguntaron de dónde venía esa fijación, contó que haber estado a los nueve años en un hammam lleno de féminas sin ropas fue definitivo. Le envié el link a una columna en la que criticaba a Maryse, su segunda esposa, a quien Wolinski había conocido en medio de bacanales, por haberse transformado luego en feminista recalcitrante que no soportaba la cosificación que hacía su antiguo amor de las mujeres.
La mezcla de burla y reproche a la fanática ex del admirador de la belleza femenina convertido en misógino debió despertar en mi amiga cierta solidaridad pues sus comentarios se alinearon al discurso correcto para familias diversas. “Muchas personas son solteras o divorciadas que tienen que cuidar solas a sus hijos”. Al observarle que eso es importante, pero que debe suceder garantizando no causarle daño a menores, subió un poco el tono. “Siempre pudiste darte el lujo de una esposa que llevara las niñas a la piscina. Injusto decirle a un padre divorciado que no vaya con su hija a nadar”.
Por haber especulado que, como pregona el activismo, presenciar una escena chocante en edad temprana puede causar daño o trauma duradero, el ataque ya fue directo. “Un amigo en Londres tenía trastorno bipolar. Tomaba medicamentos, pero durante periodos de mucho estrés, sufría episodios maniacos. Tu reacción hacia la niña me recuerda mucho sus crisis. Él quería ayudar a personas que pensaba estaban siendo aprovechadas por el dueño de su apartamento, por su jefe, etc.”.
Buscando aclarar mis ideas esperé varios meses después del incidente para escribir esta columna. El avance ha sido precario. Ocasionalmente le pregunto a personas que trabajan en la piscina qué opinan de esa práctica y el único “hecho estilizado” que tengo es que las mujeres con hijas la rechazan sin titubeos. También he corroborado que los hombres que llevan a sus hijas al vestidor son mayoritariamente “modernos” o “progres”: con coleta, tatuajes o piercing.
Sigo sin entender cómo en un ambiente político tan preocupado por el abuso sexual contra las mujeres, con un #MeToo cada vez más retrospectivo, se pueda considerar irrelevante que una niña observe, mientras su padre la desviste o la viste, penes masculinos de unos, dice la doctrina, violadores potenciales.
El abuso sexual aparece como otra conducta cuya gravedad dependería de ciertas características del infractor. Varios escenarios de la misma situación, adultos y menores desnudos, mezclados en un mismo espacio, provocarían enorme debate y escándalo mediático, como un vestidor de curas y sus alumnos o uno con mujeres trans.
La reacción de la abogada feminista muestra que, para ella, activista ocasional, “pensar es lo que más le duele”. En lugar de reflexionar o enfrentar dilemas, mejor adoptar fórmulas ya empacadas, políticamente respaldadas y en boga. Y atacar a quien manifieste dudas.
Frecuento una piscina en la que algunos padres entran al vestidor masculino con hijas menores de edad aunque allí siempre haya hombres desnudos, desde verdaderos adonis hasta grotescos barrigones.
La escena que más me ha impactado fue la mirada morbosa de un viejo verde a una niña en bragas. Aclaro que siempre fui pudoroso y desde el colegio era reacio a desnudarme delante de mis compañeros después de gimnasia. En casa, con mis hijos, la máxima exposición fue andar como Tarzán por la selva. Pero este asunto supera consideraciones de mojigatería: ¿no es incoherente con el discurso de la generalidad del abuso contra menores la exposición a la desnudez de varones totalmente extraños?
Consulté a una amiga terapeuta de jóvenes. También hablé con una psicóloga infantil. Ambas estuvieron de acuerdo en que escribiera una carta a la administración de la piscina señalando que me sentía incómodo compartiendo el vestidor con niñas pequeñas.
Otra amiga inglesa, abogada y feminista ponderada, me habló de la política del gimnasio al que ella iba en Londres. “Nadie mayor de 8 años debía estar en los vestidores del otro sexo. Siempre pensé que era un límite un poco alto”. Inicialmente, me contó sus impresiones desprevenidas sobre esas experiencias, sugiriendo diferencias importantes por género. “Me avergonzaba la mirada de algunos niños de 7 años que obviamente estaban disfrutando tener mujeres desnudas a la vista. Con una niña pequeña y hombres desnudos, es probable que algunos de ellos sean los que estén disfrutando ver a la niña”.
Con su lógica legal me recomendó averiguar las restricciones en la piscina. Consciente de meterme en terrenos pantanosos -como la edad razonable para que una menor vea cuerpos de machos desnudos- le dije que era precisamente ese límite arbitrario lo que me suscitaba interrogantes. Me atreví a especular que entre menor sea una niña, menos debe estar expuesta a la desnudez masculina de extraños.
Le recordé el caso de Wolinski, el caricaturista francés de Charlie Hebdo que se especializó, obsesivamente, en desnudos femeninos. Cuando en una entrevista le preguntaron de dónde venía esa fijación, contó que haber estado a los nueve años en un hammam lleno de féminas sin ropas fue definitivo. Le envié el link a una columna en la que criticaba a Maryse, su segunda esposa, a quien Wolinski había conocido en medio de bacanales, por haberse transformado luego en feminista recalcitrante que no soportaba la cosificación que hacía su antiguo amor de las mujeres.
La mezcla de burla y reproche a la fanática ex del admirador de la belleza femenina convertido en misógino debió despertar en mi amiga cierta solidaridad pues sus comentarios se alinearon al discurso correcto para familias diversas. “Muchas personas son solteras o divorciadas que tienen que cuidar solas a sus hijos”. Al observarle que eso es importante, pero que debe suceder garantizando no causarle daño a menores, subió un poco el tono. “Siempre pudiste darte el lujo de una esposa que llevara las niñas a la piscina. Injusto decirle a un padre divorciado que no vaya con su hija a nadar”.
Por haber especulado que, como pregona el activismo, presenciar una escena chocante en edad temprana puede causar daño o trauma duradero, el ataque ya fue directo. “Un amigo en Londres tenía trastorno bipolar. Tomaba medicamentos, pero durante periodos de mucho estrés, sufría episodios maniacos. Tu reacción hacia la niña me recuerda mucho sus crisis. Él quería ayudar a personas que pensaba estaban siendo aprovechadas por el dueño de su apartamento, por su jefe, etc.”.
Buscando aclarar mis ideas esperé varios meses después del incidente para escribir esta columna. El avance ha sido precario. Ocasionalmente le pregunto a personas que trabajan en la piscina qué opinan de esa práctica y el único “hecho estilizado” que tengo es que las mujeres con hijas la rechazan sin titubeos. También he corroborado que los hombres que llevan a sus hijas al vestidor son mayoritariamente “modernos” o “progres”: con coleta, tatuajes o piercing.
Sigo sin entender cómo en un ambiente político tan preocupado por el abuso sexual contra las mujeres, con un #MeToo cada vez más retrospectivo, se pueda considerar irrelevante que una niña observe, mientras su padre la desviste o la viste, penes masculinos de unos, dice la doctrina, violadores potenciales.
El abuso sexual aparece como otra conducta cuya gravedad dependería de ciertas características del infractor. Varios escenarios de la misma situación, adultos y menores desnudos, mezclados en un mismo espacio, provocarían enorme debate y escándalo mediático, como un vestidor de curas y sus alumnos o uno con mujeres trans.
La reacción de la abogada feminista muestra que, para ella, activista ocasional, “pensar es lo que más le duele”. En lugar de reflexionar o enfrentar dilemas, mejor adoptar fórmulas ya empacadas, políticamente respaldadas y en boga. Y atacar a quien manifieste dudas.