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La criminología analiza por qué unas pocas personas delinquen, pero no ayuda a entender a quienes sin ser criminales apoyan la violencia y disfrutan privilegios de la élite social, económica o intelectual.
“Cuando el M19 inició la búsqueda de diálogo y se pactó la tregua, se instaló en mi casa; vivían en el piso de abajo y era muy divertido porque, para que Liborio no notara su presencia, tan pronto se aproximaba la hora de su llegada o sonaba el pito del carro, volaban por toda la casa desocupando ceniceros, recogiendo vasos, todo el desorden. Era muy tierno, no te logras imaginar a los monstruos que describe el establecimiento limpiando ceniceros, barriendo, arreglando las sillas y demás para que todo quedara en orden y luego, en absoluto silencio, se encerraban en su cuarto”.
La frase anterior podría ser de una joven militante, pero es de una elegante dama bogotana, elegida del sistema, a quien le parecía divertido colaborar con quienes tomaron las armas y cometieron crímenes graves dizque para cambiar el mundo.
Casada con un conservador laureanista, típico representante de la extrema derecha, María Mercedes Araújo tuvo dos hijas que estudiaron en el colegio Nueva Granada, el más costoso de Colombia, para luego instalarse en EE. UU. con sendos maridos norteamericanos. Era lo más cercano al prototipo de mamerta que se pueda imaginar. Antimilitarista visceral, replicó que “a un militar no se le puede creer” cuando le explicaron que las amenazas contra su amigo guerrillero Ricardo Lara Parada provenían del cura Pérez del ELN, no como “todos pensábamos que se trataba del ejército”. Con sinceridad conmovedora acepta que deploró la Operación Jaque en la que las FFAA liberaron a Íngrid Betancourt y otros secuestrados de las FARC porque “se había cerrado la opción de diálogo y triunfado el militarismo … descorazonaba tener que reconocer el éxito de la política de seguridad democrática”.
Su oposición al establecimiento y su extrema aversión a denunciar la llevó a cubrir a un partícipe en el secuestro de Álvaro Gómez. Momia, un “gamín que tenía cuarenta años, y era una especie de dirigente callejero que mantenía organizados a los chicos” conocía el lugar de cautiverio del célebre rehén:
- Yo sé exactamente dónde está, qué hace, qué come y cómo lo tienen
- Por Dios Momia, eso no es posible, debe estar confundido
- ¿Quiere que le dé pruebas?
Camilo Torres Restrepo fue hijo de un prestigioso médico casado con Isabelita, “compañera fiel y perenne de las causas de su amado hijo”. A pesar de su origen aristocrático, desde pequeño sintió “especial inclinación hacia los pobres y sus dificultades”. Su formación y educación fueron privilegiadas. “A la edad de dos años lo llevamos a Europa, donde vivió por espacio de tres años en Bélgica y España (específicamente en Barcelona). Allí adquirió una escarlatina, y su padre, preocupado por su salud, le prodigó múltiples cuidados, razón por la cual contrató una institutriz que le enseñó a leer y escribir”.
De regreso a Bogotá, con ocho años, ingresó al Colegio Alemán, donde cursó la primaria hasta que el establecimiento cerró a causa de la guerra. El primer día de clases un compañerito alemán habló mal de Colombia y Camilo “le contestó a puñetazos tumbándole los dientes”. Gracias a este incidente temprano de matoneo ganó mucho respeto entre sus camaradas. “Joven inteligente, brillante, lúcido, ya en cuarto de bachillerato editaba un periódico, El Puma. Excelente deportista, no hubo deporte que no practicara”. Ingresó luego al Seminario Mayor, en donde tuvo un desempeño brillante. Las autoridades eclesiásticas le adelantaron la ordenación sacerdotal para que fuera a estudiar sociología a la Universidad de Lovaina, en Bélgica.
En su época de seminarista estuvo en contacto con dos curas franceses que tuvieron gran influencia sobre él. Después de estudiar en Lovaina regresó al país cuando cayó Rojas Pinilla. Luego volvió a Europa para graduarse y en París entró en contacto con revolucionarios argelinos que luchaban contra la colonización francesa.
De nuevo en Bogotá fue nombrado capellán y profesor de la Universidad Nacional. Por su activa participación en el movimiento estudiantil lo destituyeron. Se acercó a organizaciones que pregonaban la lucha armada. Participó en varios seminarios internacionales contra las estructuras de poder y redactó una plataforma de acción revolucionaria. Abogaba por “la necesidad de una revolución para dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y realizar el bienestar de las mayorías de nuestro pueblo”. Consideraba necesario “quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres… la revolución es no sólo permitida, sino obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos”. Tomó las armas con el ELN y murió en un enfrentamiento con el ejército. Su mensaje cristiano pero violento tuvo enorme influencia entre intelectuales de Colombia y toda América Latina.
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