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El debate de si un paro cívico es legítimo se debería centrar únicamente en lo que dice la ley al respecto. Las buenas intenciones o la justicia percibida de los reclamos no bastan para evaluar una acción que hace daño.
El cuarto paro cívico nacional que convocó la oposición contra el gobierno de Hugo Chávez se inició en diciembre de 2002. Los principales centros comerciales de los vecindarios de clase media alta y buena parte de las grandes industrias privadas se sumaron a la protesta. El alcance fue inferior al logrado en otras oportunidades a lo largo de ese año. El transporte público funcionó y mucho comercio minorista e informal siguió operando.
La tensión aumentó al saberse que un barco de Petróleos de Venezuela (PDV) fue paralizado por su tripulación en el lago de Maracaibo como apoyo al paro cívico. Ese mismo día se rehabilitó la navegación, pero la nave permaneció en poder de los rebeldes varios días más. Lo mismo hicieron capitanes y tripulaciones de los demás buques de PDV que impidieron el transporte de petróleo y derivados bloqueando los principales puertos del país. Se hizo explícito que el personal de la industria petrolera tenía capacidad de perturbar seriamente el funcionamiento de la economía.
Nunca se decretó formalmente la finalización del paro. A principios de febrero fue la recolección de firmas pidiendo un referendo para revocarle el mandato a Chávez. Un representante de la oposición en la mesa de diálogo auspiciada por la OEA hizo un llamado a flexibilizar posiciones. El cese parcial de actividades estuvo mezclado con planes de emergencia en los que colaboraron militares y sectores populares movilizados. Empezando por los gerentes, desde diciembre empezaron los despidos de empleados petroleros que en poco tiempo llegaron a más de 18.000.
Los promotores del paro protestaron por la ilegalidad de esta drástica respuesta del gobierno, puesto que los cesantes estaban ejerciendo su derecho a la huelga. Frente a eso, también quedaba claro que muchos de los procedimientos y plazos establecidos no se cumplieron y que la paralización no era reivindicativa, como exige la Ley Orgánica del Trabajo, sino que estuvo políticamente motivada. Por eso, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo ordenó desde diciembre el restablecimiento de las actividades de PDVSA.
Sobre la expulsión masiva de empleados de la petrolera estatal venezolana se oyen historias de horror: aparentemente hubo no solo arbitrariedad sino sevicia. Pero es innegable que se trató de un cese de actividades con serios visos de ilegalidad. Algo similar podría decirse del paro que en Colombia 2021 completa ya un mes en medio de aplausos y apoyo irrestricto de la vanguardia progresista, incluyendo una selecta élite de juristas. La sensación de déjà vu es innegable. Uno de los más lamentables legados de la Constitución de 1991 es haber aclimatado la peregrina noción de que una buena causa justifica manipular, retorcer o incumplir la ley. A tal punto que preguntarse si una acción es legal ya se estigmatiza como tic de extrema derecha. En estos días de harakiri económico se han oído exabruptos para legitimar vías de hecho abiertamente ilegales.
Una gran confusión e indudable obstáculo para dialogar, debatir o negociar en Colombia está en confundir dos acepciones del mismo término. Al sugerir que la legitimidad del paro debe basarse en lo que dice la ley, me refiero a un “precepto dictado por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados… En el régimen constitucional, disposición votada por las cortes y sancionada por el jefe del Estado”. En nuestro país hay personas con educación superior que confunden esas leyes, las de los códigos, con “cada una de las relaciones existentes entre los diversos elementos que intervienen en un fenómeno” para ponerlas en el mismo plano.
Por criticar la manipulación de la pobreza del régimen venezolano con fines electorales, recibí un nuevo regaño del mismo amigo que me reprendió severamente cuando osé plantear inquietudes sobre la paz santista antes del plebiscito. Aún adepto al marxismo, confunde las leyes enmarcadas en una Constitución y un sistema de separación de poderes con las leyes sociales o de mercado. Específicamente, reconoce que “los chávez, los castros, los maduros se dedican a regular mezquinamente las necesidades de la gente”, pero exige tener presentes las “doctrinas que proponían manipular el salario de los trabajadores para garantizar un flujo permanente de personas que no pudieran dejar de trabajar por temor a morir de hambre”. En síntesis, que unos tiranos atenten de manera flagrante contra las leyes electorales sería equivalente a no hacer nada para contrarrestar las leyes neoliberales.
Es poco probable que mi amigo hubiese apoyado el saboteo a Chávez promovido por los gerentes de PDVSA, que eran todos empleados y asalariados, pero bien lejos del proletariado y del ejército de reserva que desvelaron a los pensadores decimonónicos.