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Patriarcado occidental y violencia machista

Mauricio Rubio
08 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.
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Mientras las agresiones contra las mujeres no se aborden de manera desmenuzada, congruente, rigurosa y con sindéresis, se avanzará muy poco.

Hace unos años, dos profesoras españolas editaron Raíces profundas: La violencia contra las mujeres. Es una recopilación de escritos, sobre todo religiosos, para demostrar que los ataques están tan arraigados “que no resulta fácil su erradicación”.

Un corolario de estos trabajos es que “el feminicidio es tan viejo como la sociedad patriarcal”. La arqueología de abusos ni siquiera menciona las agresiones de pareja en otras culturas. Implícitamente, una causa de los maltratos sería la tradición represiva judeocristiana. Este planteamiento no concuerda con que esta influencia haya sido escasa o nula precisamente en las sociedades actualmente consideradas los peores lugares para que vivan las mujeres, como Afganistán, Pakistán o Irán. En el otro extremo, los “mejores sitios en el mundo para nacer siendo niña” están en Europa y Norteamérica, cuyas instituciones provienen de la tradición religiosa que supuestamente fomentó la violencia contra la mujer.

Al evitar comparaciones con países que muestran alta incidencia de maltrato, estas historiadoras silencian que el fenómeno se ha dado en sociedades muy diferentes, lo que desafía la teoría de las raíces culturales. Tampoco explican por qué, desde hace siglos, no todos los hombres criados con valores judeocristianos abusan o golpean a las mujeres. Ni siquiera se preguntan si han sido muchos o muy pocos los que lo hacen.

Centrarse en la religión como factor de violencia caracteriza la segunda ola del feminismo. En los años 60, tras la primera ola, preocupada por los derechos políticos y el acceso a la educación, aumentó considerablemente la matrícula femenina en las universidades occidentales. Las estudiantes, profesoras y graduadas promovieron entonces cambios más ambiciosos y radicales pues muchas de las líderes provenían de movimientos de izquierda que buscaban el poder. A España esta tendencia llegó más tarde, por el franquismo, que también ayudaría a explicar la obsesión del feminismo ibérico con la Iglesia.

Las nuevas corrientes doctrinarias fueron Freud, la Escuela de Frankfurt y sobre todo el existencialismo y el marxismo, o sea, el anticlericalismo. Simone de Beauvoir será la figura más influyente al señalar que mientras los varones hacen las leyes y moldean la cultura, el papel de la mujer queda reducido al matrimonio. La violencia de pareja se politizó, se vio “como una forma sistemática de control de las mujeres por los hombres”.

De los ejercicios retrospectivos y de la preocupación por cambiar radicalmente la sociedad, inquieta la escasa atención a políticas e intervenciones concretas, que permitan enfrentar la violencia de ahora, no la futura. No sorprende que las sugerencias o recomendaciones basadas en ese conocimiento histórico tengan alcance tan limitado: se reducen a un llamado genérico a fortalecer la educación, a cambiar la cultura, pero brillan por su ausencia acciones específicas. Es desesperanzador, por ejemplo, que una de las principales expertas colombianas en crimen pasional pregone que “para decir ni una menos, hay que dejar de criar princesas indefensas y machitos violentos”. Mientras tanto, ¿qué se hace ahora para evitar que haya víctimas hoy?

Más decepcionante resulta la inclinación reciente de la Corte Constitucional (CC) colombiana a recordar en sus sentencias esa lucha ancestral, sin establecer un vínculo con los incidentes concretos analizados y sin que se aclare por qué evocar esa inercia contribuirá a prevenir agresiones. La Sentencia T-265/16, por ejemplo, resuelve una tutela interpuesta por acoso sexual laboral contra una consultora de la administración distrital, o sea, un entorno inexistente en la mayor parte del pasado de la humanidad. La CC recuerda “esa desventaja a la que han sido sometidas a lo largo de la historia, que las ha dejado en un plano de exclusión por la tradición excluyente de la sociedad”. Se hace alusión a la mujer como “ser económicamente dependiente y por tal motivo sometida a la autoridad de los padres o del marido”, cuando el caso analizado está mediado por un contrato laboral, no por un vínculo familiar, y la víctima es independiente: trabaja por su cuenta y denunció. Lo pertinente sería un diagnóstico sobre por qué en ciertas oficinas hay más acoso, para prevenirlo.

La Sentencia T-967/14 pregona que la violencia contra la mujer es un fenómeno con “causas sociales, culturales, económicas, religiosas, étnicas, históricas y políticas”. Concluye que se trata de “una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres, que conduce a perpetuar la discriminación contra esta”.

Si, como lamenta la CC, la violencia de pareja se origina en una tradición milenaria alrededor del matrimonio “hasta que la muerte los separe”, las mujeres aferradas a la religión, que abundan en Colombia, ¿no reforzarán su creencia de que una agresión sería voluntad divina ante la cual la justicia terrenal es irrelevante? Una víctima muy practicante ¿optará por denunciar o por rezar?

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