La falta de pragmatismo de la paz santista está pasando factura y será costosísima a largo plazo.
El gran yerro fue considerar la subversión un asunto campesino, atávico y doméstico, ignorando motores de la guerra modernos como la geopolítica o los mercados transnacionales de armas y droga.
El coronavirus evidenció la profundidad de la globalización, que se extiende al bajo mundo. Así lo ilustra un incidente que parece sátira del parroquialismo habanero: un exfariano colombiano, nacido en Argentina, hijo de un juez, detenido en Bolivia por dar entrenamiento militar a quienes apoyaban a Evo Morales.
Desde los noventa hubo narcotraficantes graduados en escuelas de negocios norteamericanas. Nuestro hombre en la DEA, de Gerardo Reyes, libro tan bien documentado como poco discutido en el país, muestra que la segunda generación de mafiosos seguía guerreando sin haber sufrido estrechez económica ni obstáculos estructurales del campo.
La Gorda, una exitosa ruta de cocaína, fue concebida en Medellín por estudiantes de maestría. Sirvió en los noventa para exportar más de 60 toneladas. Era tan rentable que permitía ayudar a colegas en dificultades, como Cebollita, que tras una incautación desmanteló su organización para instalarse en Chile. Invirtió sus restos, entre otras, en la sede de la embajada norteamericana en Santiago. Huyó tras un escándalo de corrupción que involucró al hijo de Pinochet. Acabó convertido al cristianismo en Miami. Allá residía cuando las Farc le secuestraron un hermano. Acudió a sus antiguos subalternos para un rescate fulminante apoyado por un general del Gaula y sicarios de La Terraza dirigidos por Ramón, lugarteniente de Don Berna.
Ramón tenía una flota de barcos muy apreciada por Amado Carrillo, gran capo mexicano. Junto con otro narco invirtió en negocios legales, se aficionó al vino y tomó clases de historia del arte en Madrid. Allá conocieron a Clemente, financista español que ficharon para expandir su negocio en Europa. Nacido en Barcelona, operaba desde Andorra, tenía buenas conexiones oficiales y ofreció conseguirles la ciudadanía. Inspiraba tanta confianza entre las autoridades que lo invitaban a dar conferencias sobre prevención de lavado. Gracias a él, los colombianos conocieron a Falaz Al-Shaalan, emparentado con el rey de Arabia Saudita. Aunque desconfiaba de Clemente por creerlo informante de la inteligencia británica, acabó apoyando una nueva ruta, con ganancias estimadas en 100 millones de dólares por viaje.
El proyecto más ambicioso de Ramón fue una planta para fabricar cocaína sintética, que podría instalarse en cualquier parte del mundo sin depender de proveedores de coca. Químicos bogotanos trabajaban desde antes esa tecnología. Buscaron cuidadosamente un lugar para el negocio. Descartaron México pues allá les robarían la fórmula y los matarían a todos. Madagascar fue otra opción porque Clemente tenía buenos contactos. Finalmente escogieron la antigua Yugoslavia pues “el caos que se vivía entonces era ideal para instalar un laboratorio”. Adaptaron las caballerizas de un hipódromo donde albergaron a los químicos colombianos. El costo de producción de un kilogramo sería de 3.000 dólares y el precio de venta en Italia diez veces superior. Todo funcionó hasta que los aviones de la OTAN bombardearon la prometedora factoría. La burocracia militar pensó que en esos laboratorios se fabricaban armas químicas.
Los escenarios anteriores serían inverosímiles aún para guionistas de TV que han captado la versatilidad, capacidad de infiltración e interconexiones del crimen organizado latinoamericano. No merecieron comentarios de intelectuales, novelistas y poetas nacionales cuya especialidad es cómo alcanzar la paz o superar epidemias con buenas intenciones y mayor gasto público. Dan cátedra sobre cualquier tema desde política sanitaria hasta teletrabajo achacándole todos los males a los mismos culpables de siempre. Los narcos globales interesan aún menos a la secta académica que se apropió la exclusividad de la memoria histórica y no tendría reparo en etiquetar a Gerardo Reyes de negacionista por no mencionar en su libro despojo de tierras ni desplazamiento forzado con enfoque de género.
La JEP, con autoría intelectual española y apoyo acrítico de burócratas internacionales, ya empezó a preocupar hasta a sus defensores tradicionales. Acabará citando bodrios tipo “el país que proponemos construir”, publicado por las Farc cuando los comandantes, reacios a firmar la paz, se consolidaban como proveedores de traficantes dispuestos a producir cocaína sintética en cualquier rincón del planeta.
Dos décadas después, la pandemia no detuvo ni el uso de estupefacientes ni su tráfico ilegal. “Pensábamos que el negocio iba a bajar, pero no. Han estado alijando de día y de noche. Sin nadie alrededor, han estado muy tranquilos” anota un policía antinarcóticos andaluz. Cabe pensar que dinámicos emprendedores con equipos en coworking y teletrabajo -psicólogos, químicos, neurólogos y expertos en marketing- estén diseñando la droga que mejor se adecúe a la demanda de personas encerradas y angustiadas por perder su empleo a causa de un virus. Para el menudeo a domicilio no les faltarán informales cesantes.
La falta de pragmatismo de la paz santista está pasando factura y será costosísima a largo plazo.
El gran yerro fue considerar la subversión un asunto campesino, atávico y doméstico, ignorando motores de la guerra modernos como la geopolítica o los mercados transnacionales de armas y droga.
El coronavirus evidenció la profundidad de la globalización, que se extiende al bajo mundo. Así lo ilustra un incidente que parece sátira del parroquialismo habanero: un exfariano colombiano, nacido en Argentina, hijo de un juez, detenido en Bolivia por dar entrenamiento militar a quienes apoyaban a Evo Morales.
Desde los noventa hubo narcotraficantes graduados en escuelas de negocios norteamericanas. Nuestro hombre en la DEA, de Gerardo Reyes, libro tan bien documentado como poco discutido en el país, muestra que la segunda generación de mafiosos seguía guerreando sin haber sufrido estrechez económica ni obstáculos estructurales del campo.
La Gorda, una exitosa ruta de cocaína, fue concebida en Medellín por estudiantes de maestría. Sirvió en los noventa para exportar más de 60 toneladas. Era tan rentable que permitía ayudar a colegas en dificultades, como Cebollita, que tras una incautación desmanteló su organización para instalarse en Chile. Invirtió sus restos, entre otras, en la sede de la embajada norteamericana en Santiago. Huyó tras un escándalo de corrupción que involucró al hijo de Pinochet. Acabó convertido al cristianismo en Miami. Allá residía cuando las Farc le secuestraron un hermano. Acudió a sus antiguos subalternos para un rescate fulminante apoyado por un general del Gaula y sicarios de La Terraza dirigidos por Ramón, lugarteniente de Don Berna.
Ramón tenía una flota de barcos muy apreciada por Amado Carrillo, gran capo mexicano. Junto con otro narco invirtió en negocios legales, se aficionó al vino y tomó clases de historia del arte en Madrid. Allá conocieron a Clemente, financista español que ficharon para expandir su negocio en Europa. Nacido en Barcelona, operaba desde Andorra, tenía buenas conexiones oficiales y ofreció conseguirles la ciudadanía. Inspiraba tanta confianza entre las autoridades que lo invitaban a dar conferencias sobre prevención de lavado. Gracias a él, los colombianos conocieron a Falaz Al-Shaalan, emparentado con el rey de Arabia Saudita. Aunque desconfiaba de Clemente por creerlo informante de la inteligencia británica, acabó apoyando una nueva ruta, con ganancias estimadas en 100 millones de dólares por viaje.
El proyecto más ambicioso de Ramón fue una planta para fabricar cocaína sintética, que podría instalarse en cualquier parte del mundo sin depender de proveedores de coca. Químicos bogotanos trabajaban desde antes esa tecnología. Buscaron cuidadosamente un lugar para el negocio. Descartaron México pues allá les robarían la fórmula y los matarían a todos. Madagascar fue otra opción porque Clemente tenía buenos contactos. Finalmente escogieron la antigua Yugoslavia pues “el caos que se vivía entonces era ideal para instalar un laboratorio”. Adaptaron las caballerizas de un hipódromo donde albergaron a los químicos colombianos. El costo de producción de un kilogramo sería de 3.000 dólares y el precio de venta en Italia diez veces superior. Todo funcionó hasta que los aviones de la OTAN bombardearon la prometedora factoría. La burocracia militar pensó que en esos laboratorios se fabricaban armas químicas.
Los escenarios anteriores serían inverosímiles aún para guionistas de TV que han captado la versatilidad, capacidad de infiltración e interconexiones del crimen organizado latinoamericano. No merecieron comentarios de intelectuales, novelistas y poetas nacionales cuya especialidad es cómo alcanzar la paz o superar epidemias con buenas intenciones y mayor gasto público. Dan cátedra sobre cualquier tema desde política sanitaria hasta teletrabajo achacándole todos los males a los mismos culpables de siempre. Los narcos globales interesan aún menos a la secta académica que se apropió la exclusividad de la memoria histórica y no tendría reparo en etiquetar a Gerardo Reyes de negacionista por no mencionar en su libro despojo de tierras ni desplazamiento forzado con enfoque de género.
La JEP, con autoría intelectual española y apoyo acrítico de burócratas internacionales, ya empezó a preocupar hasta a sus defensores tradicionales. Acabará citando bodrios tipo “el país que proponemos construir”, publicado por las Farc cuando los comandantes, reacios a firmar la paz, se consolidaban como proveedores de traficantes dispuestos a producir cocaína sintética en cualquier rincón del planeta.
Dos décadas después, la pandemia no detuvo ni el uso de estupefacientes ni su tráfico ilegal. “Pensábamos que el negocio iba a bajar, pero no. Han estado alijando de día y de noche. Sin nadie alrededor, han estado muy tranquilos” anota un policía antinarcóticos andaluz. Cabe pensar que dinámicos emprendedores con equipos en coworking y teletrabajo -psicólogos, químicos, neurólogos y expertos en marketing- estén diseñando la droga que mejor se adecúe a la demanda de personas encerradas y angustiadas por perder su empleo a causa de un virus. Para el menudeo a domicilio no les faltarán informales cesantes.