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“Abrazos, no balazos”, el plan de López Obrador para lidiar con criminales en México, fracasó. La mano dura de Bukele en El Salvador tampoco funcionará. La Paz Total deberá combinar prevención con represión.
En Latinoamérica, algunos gobiernos, como el mexicano y el colombiano, “han adoptado una visión romántica de la política de paz. Esta visión ignora los profundos incentivos que muchos tienen para ser violentos y confía que la gentileza del Estado hacia éstos los llevará a transitar a prácticas pacíficas”. La frase, con la que es difícil no estar de acuerdo, es de Javier Mejía Cubillos, un lúcido y original violentólogo joven colombiano, quien agrega que hay violencias distintas, en crueldad y duración, que sería iluso pretender eliminarlas todas y por lo tanto puede ser deseable optar, de manera focalizada, por la que menos haga daño para disminuir las más letales. Concluye que “la pacificación de la humanidad no ha sido producto de una serie de epifanías en las que los violentos reconocen lo valiosa que es la paz. La innovación institucional ha sido el gran motor detrás de la reducción de la violencia entre humanos en el largo plazo, y quizá la más importante de todas estas innovaciones ha sido el aumento de la capacidad represiva del Estado”.
Es fácil prever tanto la lluvia de críticas a esta visión provenientes de la izquierda como el nutrido aplauso desde las toldas de la derecha. Nayib Bukele, por ejemplo, pésimo historiador, estaría tentado a invitar a Mejía a visitar sus nuevas cárceles en las que según el joven caudillo y sus admiradores se estarían gestando las nuevas instituciones represivas latinoamericanas.
Como el tema de la violencia y su adecuado control siempre se contamina por la posición ideológica de quienes lo discuten puede ser útil ilustrar las diferencias de enfoque con una disciplina menos politizada, como la medicina. De manera desordenada, casi caótica, los “saberes médicos” que se enseñaban en varias universidades francesas desde la Edad Media correspondían a intervenciones drásticas, incluso agresivas, en el cuerpo de los pacientes, tanto con versiones primitivas de los fármacos como con cirugías.
La aparición de la salud pública preventiva fue bastante posterior, enmarcada en el gran movimiento de la “medicina social” a principios del siglo XX, siguiendo los trabajos de Louis Pasteur y sus discípulos. Es de Perogrullo afirmar que es preferible, individual y socialmente, prevenir una enfermedad letal, como un cáncer, que enfrentarla después con medidas, tardías y extremas, como quimioterapia o cirugía, cuando ya está desarrollada. Pero esa afirmación no puede llevar a la conclusión apresurada que si no se tomaron medidas tempranas y oportunas ya no hay nada que hacer.
Con los comportamientos criminales y violentos sucede algo similar. Es evidente que se deben y se pueden prevenir desde la infancia con inculcando valores y buenos hábitos, pero ¿qué hacer cuando esa tarea quedó pendiente? ¿Qué tratamiento le debe dar una sociedad a criminales activos, experimentados y reincidentes?
Ningún demócrata en su sano juicio debería alegrarse con las escalofriantes escenas de jóvenes mareros salvadoreños semidesnudos, tatuados, rapados y arrastrándose cuerpo a cuerpo en una macabra coreografía teatral montada por Bukele. Además del evidente atentado contra la dignidad y los derechos humanos de los encarcelados, es probable que abunden allí las detenciones arbitrarias. Lo más irónico para quienes ven en estas cárceles el preámbulo de un sistema penal idóneo es que muchos de esos jóvenes delincuentes son resultado de los excesos del sistema carcelario norteamericano, que un buen día decidió deportar a Centroamérica el exceso de pandilleros detenidos por delitos menores relacionados con la droga.
Igualmente nefasta para las instituciones democráticas fue la fofa y coja respuesta del gobierno de la Paz Total ante el ataque de campesinos en el Caguán, que incluyó un policía degollado y decenas de secuestrados mal denominados “retenidos”. Todo terminó con la complacencia oficial por la vía dialogada para darle fin al impasse y el silencio más absoluto sobre los responsables de los graves crímenes que allí se cometieron contra la autoridad.
Entre Bukele y la Paz Total, que entre un diablo y escoja de acuerdo a la ideología con la que fue formado. En ambos casos, con diferente escala y distintas víctimas afectadas, se están cometiendo injusticias que acabarán pasando factura. Sobre todo por tratarse de países con larga tradición de violencia homicida, dónde muchos grandes capos fueron reclutados desde niños por organizaciones criminales expertas no sólo en hacer de la ilegalidad un lucrativo negocio sino en el arte de aplicar impunemente justicia por su propia mano. Si con esos pocos individuos hace tiempo falló la prevención, una democracia que pretenda ser viable no puede darse el lujo de ignorar la represión prevista en la ley.
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