El retorno a la guerra liderado por Iván Márquez puso al descubierto falacias e incoherencias del proceso de paz.
Primero, mostró que el problema agrario y el campesinado sin acceso a la tierra, médulas de la retórica santista, son apenas una pequeña parte de las muchísimas reivindicaciones de los subversivos para reforzar con armas su interacción con políticos, funcionarios o empresarios y, ahora explícitamente, controlar el bajo mundo. “La única impuestación válida será la que se aplique a las economías ilegales”, anunciaron.
Fue una típica movida política. No es casual que Márquez haya insistido tanto en conservar la sigla FARC para el partido reinsertado y la nueva insurgencia. Santos, respaldado por su plana mayor, declaró que “ellos mismos escogieron convertirse en otra banda criminal”. Quienes hicieron todas las maromas imaginables para establecer conexidad con el delito político e indultar crímenes atroces asimilan una declaración pública que cualquier penalista tipificaría como rebelión a una extraña forma de delincuencia común. Márquez, Santrich y el Paisa fueron asesinos, secuestradores, traficantes de droga, reclutadores de menores o terroristas que merecían tratamiento penal favorable. Pero que esos mismos criminales le sumen a su abultado prontuario un discurso en el que manifiestan querer derrocar al Gobierno los convierte en vulgares bandoleros. Delincuente político sería el que recibe como respuesta a sus crímenes lo que decida arbitrariamente el gobierno de turno.
“Esto es supremamente doloroso. Tuvieron todas las garantías posibles… Precisamente se había venido demostrando que el Estado de derecho funcionaba”, trinó compungida y soberbia Patricia Linares, presidenta de la JEP. Silenció lo bien que funcionó esa instancia a favor de Santrich. Como Santos y su equipo, la magistrada no asimiló el manifiesto de Márquez, que enumeró todos los motivos para rebelarse contra ese Estado opresor, sin garantías, cipayo del imperialismo y cuya perversidad se remonta a Francisco de Paula Santander.
Adormecidos por apoyar a Santos sin crítica ni análisis, varios expertos en conflicto no fueron más allá de expresar sus deseos. “Es un proyecto llamado al fracaso y desfasado con la realidad del país”. Como si la ciudadanía pudiera controlarlos, y hubiera avalado el infierno de los 80 y 90, consideran “ilusoria” la propuesta de que “la sociedad acepte el regreso a la política con armas”. Alcanzan a sugerir que tocará dialogar: “El acuerdo de paz concientizó a gran parte del país de que la guerra no es la salida”. Con la misma ingenuidad legalista de la JEP, declaran que “no se justifica que estén incumpliendo el acuerdo”. La actitud de cura convencido es inocultable: “Márquez se equivocó profundamente al retomar las armas. El camino correcto es el de Timochenko y los congresistas del partido político FARC”. Sobre la posible alianza con elenos, por favor, la evidencia histórica es contundente: “Cuando los dos grupos subversivos intentaron unirse no tuvieron grandes resultados… es una alianza condenada al fracaso”.
Voces más sensatas reconocen a Marquetalia 2, la “paz patas arriba” o el “tiro al aire” que puede causar mucho daño. Con sobrada razón desvirtúan el argumento simplón de que “son muy pocos” y mencionan un elemento clave de la situación: Nicolás Maduro.
Fuera de la pobreza analítica, se destacan la polarización y fijación enfermiza con Uribe. En un momento bien delicado, con eventual reencauche de una “coordinadora guerrillera” refugiada en Venezuela, apoyada por militares y jefe de gobierno corruptos, seguramente por Cuba, el mayor costo del levantamiento de Inírida sería que Uribe “vuelve y gana”.
El reflejo automático y pueril de evaluar cualquier acontecimiento político o de seguridad exclusivamente en función de los réditos para el enemigo ubicuo puede venir empacado como elucubración digna de análisis psiquiátrico: las miradas opacas de Márquez y Santrich “solo admiten una comparación con la mirada igualmente inescrutable, inexpresiva y vacía del otro sociópata que completa el trío… Álvaro Uribe, el principal beneficiario de este funesto comunicado guerrillero, que también sabe cómo mirar sin que lo miren, ocultar, reprimir y neutralizar sus emociones detrás de las gafas fotosensibles, mientras se le pinta en la boca una tenue mueca de goce. Ojos vacíos y medias sonrisas son el indicio de la psicopatía de nuestros tres chiflados”. La iluminante reflexión es de un supuesto demócrata tolerante que busca la reconciliación entre todos los colombianos, de los cuales la mitad, intelectual y moralmente inferior, admira a su obsesiva pesadilla.
Como es corriente en los fanáticos que buscan tomarse el poder con las armas, a Márquez y su séquito les faltó astucia política. Con tan sólo declarar que se rebelaban contra Duque habrían ganado mucha fanaticada preparada y erudita, como la que probablemente los ayudó con la JEP y definitivamente los asesoró en la redacción de su pormenorizado y actualizado memorial de agravios, que contiene quejas por inseguridad jurídica, fast track y decisiones de la Corte Constitucional.
El retorno a la guerra liderado por Iván Márquez puso al descubierto falacias e incoherencias del proceso de paz.
Primero, mostró que el problema agrario y el campesinado sin acceso a la tierra, médulas de la retórica santista, son apenas una pequeña parte de las muchísimas reivindicaciones de los subversivos para reforzar con armas su interacción con políticos, funcionarios o empresarios y, ahora explícitamente, controlar el bajo mundo. “La única impuestación válida será la que se aplique a las economías ilegales”, anunciaron.
Fue una típica movida política. No es casual que Márquez haya insistido tanto en conservar la sigla FARC para el partido reinsertado y la nueva insurgencia. Santos, respaldado por su plana mayor, declaró que “ellos mismos escogieron convertirse en otra banda criminal”. Quienes hicieron todas las maromas imaginables para establecer conexidad con el delito político e indultar crímenes atroces asimilan una declaración pública que cualquier penalista tipificaría como rebelión a una extraña forma de delincuencia común. Márquez, Santrich y el Paisa fueron asesinos, secuestradores, traficantes de droga, reclutadores de menores o terroristas que merecían tratamiento penal favorable. Pero que esos mismos criminales le sumen a su abultado prontuario un discurso en el que manifiestan querer derrocar al Gobierno los convierte en vulgares bandoleros. Delincuente político sería el que recibe como respuesta a sus crímenes lo que decida arbitrariamente el gobierno de turno.
“Esto es supremamente doloroso. Tuvieron todas las garantías posibles… Precisamente se había venido demostrando que el Estado de derecho funcionaba”, trinó compungida y soberbia Patricia Linares, presidenta de la JEP. Silenció lo bien que funcionó esa instancia a favor de Santrich. Como Santos y su equipo, la magistrada no asimiló el manifiesto de Márquez, que enumeró todos los motivos para rebelarse contra ese Estado opresor, sin garantías, cipayo del imperialismo y cuya perversidad se remonta a Francisco de Paula Santander.
Adormecidos por apoyar a Santos sin crítica ni análisis, varios expertos en conflicto no fueron más allá de expresar sus deseos. “Es un proyecto llamado al fracaso y desfasado con la realidad del país”. Como si la ciudadanía pudiera controlarlos, y hubiera avalado el infierno de los 80 y 90, consideran “ilusoria” la propuesta de que “la sociedad acepte el regreso a la política con armas”. Alcanzan a sugerir que tocará dialogar: “El acuerdo de paz concientizó a gran parte del país de que la guerra no es la salida”. Con la misma ingenuidad legalista de la JEP, declaran que “no se justifica que estén incumpliendo el acuerdo”. La actitud de cura convencido es inocultable: “Márquez se equivocó profundamente al retomar las armas. El camino correcto es el de Timochenko y los congresistas del partido político FARC”. Sobre la posible alianza con elenos, por favor, la evidencia histórica es contundente: “Cuando los dos grupos subversivos intentaron unirse no tuvieron grandes resultados… es una alianza condenada al fracaso”.
Voces más sensatas reconocen a Marquetalia 2, la “paz patas arriba” o el “tiro al aire” que puede causar mucho daño. Con sobrada razón desvirtúan el argumento simplón de que “son muy pocos” y mencionan un elemento clave de la situación: Nicolás Maduro.
Fuera de la pobreza analítica, se destacan la polarización y fijación enfermiza con Uribe. En un momento bien delicado, con eventual reencauche de una “coordinadora guerrillera” refugiada en Venezuela, apoyada por militares y jefe de gobierno corruptos, seguramente por Cuba, el mayor costo del levantamiento de Inírida sería que Uribe “vuelve y gana”.
El reflejo automático y pueril de evaluar cualquier acontecimiento político o de seguridad exclusivamente en función de los réditos para el enemigo ubicuo puede venir empacado como elucubración digna de análisis psiquiátrico: las miradas opacas de Márquez y Santrich “solo admiten una comparación con la mirada igualmente inescrutable, inexpresiva y vacía del otro sociópata que completa el trío… Álvaro Uribe, el principal beneficiario de este funesto comunicado guerrillero, que también sabe cómo mirar sin que lo miren, ocultar, reprimir y neutralizar sus emociones detrás de las gafas fotosensibles, mientras se le pinta en la boca una tenue mueca de goce. Ojos vacíos y medias sonrisas son el indicio de la psicopatía de nuestros tres chiflados”. La iluminante reflexión es de un supuesto demócrata tolerante que busca la reconciliación entre todos los colombianos, de los cuales la mitad, intelectual y moralmente inferior, admira a su obsesiva pesadilla.
Como es corriente en los fanáticos que buscan tomarse el poder con las armas, a Márquez y su séquito les faltó astucia política. Con tan sólo declarar que se rebelaban contra Duque habrían ganado mucha fanaticada preparada y erudita, como la que probablemente los ayudó con la JEP y definitivamente los asesoró en la redacción de su pormenorizado y actualizado memorial de agravios, que contiene quejas por inseguridad jurídica, fast track y decisiones de la Corte Constitucional.