Si tuviera que recomendar un solo libro para entender las limitaciones del proceso de La Habana y el acuerdo final sería “La batalla por la paz”, de Juan Manuel Santos.
Tenía en mora la lectura de esta obra clave para ilustrar los errores de diagnóstico, la falta de realismo y la ingenuidad política y penal al negociar con curtidos extorsionistas de “la guerrilla más antigua del mundo”. Difícil encontrar un libro colombiano mejor respaldado por estrellas políticas globales: prólogo de Felipe González con recomendaciones de Tony Blair, Bill Clinton y Barack Obama.
Lo más llamativo es el esfuerzo por minimizar el papel de su mentor y luego archienemigo Álvaro Uribe. Santos prefirió expresar gratitud y respeto al papa Francisco por impulsar la paz en Colombia. De 32 fotografías incluidas en el libro, con muchos personajes que dizque contribuyeron a la paz -Hugo Chávez, Fidel Castro, Donald Trump y la cúpula fariana- solo dos aluden al gobierno que lo precedió. Una con Ingrid Betancourt tras la Operación Jaque, “golpe maestro, operación perfecta” y otra dándole la mano a su antecesor con una lúgubre aclaración: “Hacía años que Uribe -desde cuando había decidido calificarme como traidor y aplicarme su implacable oposición- no pisaba la Casa de Nariño. Luego de un saludo amable pero frío tuvimos una reunión”.
A esos dos grandes temas Santos le dedica sendos capítulos en su repaso de los cuatrienios durante los cuales las muertes violentas se redujeron del máximo histórico de 77 homicidios por 100 mil habitantes en 2002 a una séptima parte de esa cifra en 2010. Es ahí cuando, según este oligarca idealista, habría empezado la verdadera pacificación del país. La tradicional revisión histórica de la violencia que azota a Colombia desde su “nacimiento republicano” está salpicada de anécdotas personales, como la protagonizada por unas “aguerridas mujeres liberales” que incluían a “mi madre, mi tía Helena y María Paulina Nieto, abuela de Sergio Jaramillo”. La vocación por lidiar con la guerra, ala, runs in the family.
Un capítulo muy instructivo de la obra describe el momento en el que la crema del establecimiento capitalino decide buscar asesoría de negociadores internacionales para superar la caduca y ruda pretensión de ganar una guerra antisubversiva militarmente. En 1996, en una comida con el presidente de la Asociación Nacional de Industriales y el embajador español pensaron en “un gurú en la materia, que aportara nuevas ideas”. Contactaron a Adam Kahane, ex directivo de la Shell y “experto en resolución de conflictos” con destacado papel en el proceso sudafricano. Gracias a sus contactos con Harvard consiguieron al reputado maestro, cuya agenda estaba copada. Como uno de sus compromisos era en Brasil podría pasar por Bogotá. Esa ventana de oportunidad era estrecha: daba poco tiempo para “reunir a todos los actores del conflicto colombiano”.
La Fundación Buen Gobierno encaró el desafío. Fue tan eficaz que mereció una felicitación de Kahane: “ustedes lograron en tres semanas lo que en Sudáfrica demoró quince años: sentar alrededor de una mesa a los actores del conflicto”.
La enumeración de los asistentes a esa reunión con la que se iniciaba el largo camino hacia la verdadera paz y luego al premio Nobel deja a cualquiera boquiabierto. Alfonso López Michelsen, Rodrigo Pardo, Juan Carlos Esguerra, Augusto Ramírez, Luis Fernando Jaramillo, Rodrigo Rivera, “la cúpula de la Iglesia y de las Fuerzas Militares y Antanas Mockus”. Hubo representantes de asociaciones campesinas, empresarios rurales, industriales y sindicalistas, académicos, políticos y militares retirados. También “participaron representantes o simpatizantes de las autodefensas y –vía telefónica- Felipe Torres y Francisco Galán del ELN, desde la cárcel de Itagüí, con Raúl Reyes y Olga Marín de las Farc desde Costa Rica.” Narcos, variadas mafias, sicarios, pandillas urbanas e intervención extranjera poco tenían que ver con el conflicto.
El único pincelazo de guerra sucia en ese histórico encuentro es cuando Aída Avella rehúsa sentarse con Víctor Carranza porque la ha “mandado matar en cinco ocasiones”. Santos revira que para evitar la sexta “vaya y siéntese”.
La trascendencia de esta asamblea multitudinaria la destaca su organizador: “Nunca antes se había logrado una convocatoria tan amplia, tan diversa y tan exitosa de sectores de la sociedad colombiana, muchos de ellos absolutos contradictores o enemigos, en aras de un acercamiento al fin del conflicto”.
Santos veía la violencia colombiana como secuela del desacuerdo ideológico dentro del establecimiento que frenaba el desarrollo. La paz, según esta interpretación, se logra con víctimas disuadiendo victimarios. La represiva justicia penal se vuelve redundante pero únicamente para los elegidos por una élite iluminada. Desde aquel entonces, en la pazología santista primaron la criminología progresista de salón, el dividendo de la paz rural con coaching experto sobre el perdón, la transición desde una guerra civil o la inclusión de cualquier minoría, todo adobado con irrespeto a la constitución y propaganda a tope.
Si tuviera que recomendar un solo libro para entender las limitaciones del proceso de La Habana y el acuerdo final sería “La batalla por la paz”, de Juan Manuel Santos.
Tenía en mora la lectura de esta obra clave para ilustrar los errores de diagnóstico, la falta de realismo y la ingenuidad política y penal al negociar con curtidos extorsionistas de “la guerrilla más antigua del mundo”. Difícil encontrar un libro colombiano mejor respaldado por estrellas políticas globales: prólogo de Felipe González con recomendaciones de Tony Blair, Bill Clinton y Barack Obama.
Lo más llamativo es el esfuerzo por minimizar el papel de su mentor y luego archienemigo Álvaro Uribe. Santos prefirió expresar gratitud y respeto al papa Francisco por impulsar la paz en Colombia. De 32 fotografías incluidas en el libro, con muchos personajes que dizque contribuyeron a la paz -Hugo Chávez, Fidel Castro, Donald Trump y la cúpula fariana- solo dos aluden al gobierno que lo precedió. Una con Ingrid Betancourt tras la Operación Jaque, “golpe maestro, operación perfecta” y otra dándole la mano a su antecesor con una lúgubre aclaración: “Hacía años que Uribe -desde cuando había decidido calificarme como traidor y aplicarme su implacable oposición- no pisaba la Casa de Nariño. Luego de un saludo amable pero frío tuvimos una reunión”.
A esos dos grandes temas Santos le dedica sendos capítulos en su repaso de los cuatrienios durante los cuales las muertes violentas se redujeron del máximo histórico de 77 homicidios por 100 mil habitantes en 2002 a una séptima parte de esa cifra en 2010. Es ahí cuando, según este oligarca idealista, habría empezado la verdadera pacificación del país. La tradicional revisión histórica de la violencia que azota a Colombia desde su “nacimiento republicano” está salpicada de anécdotas personales, como la protagonizada por unas “aguerridas mujeres liberales” que incluían a “mi madre, mi tía Helena y María Paulina Nieto, abuela de Sergio Jaramillo”. La vocación por lidiar con la guerra, ala, runs in the family.
Un capítulo muy instructivo de la obra describe el momento en el que la crema del establecimiento capitalino decide buscar asesoría de negociadores internacionales para superar la caduca y ruda pretensión de ganar una guerra antisubversiva militarmente. En 1996, en una comida con el presidente de la Asociación Nacional de Industriales y el embajador español pensaron en “un gurú en la materia, que aportara nuevas ideas”. Contactaron a Adam Kahane, ex directivo de la Shell y “experto en resolución de conflictos” con destacado papel en el proceso sudafricano. Gracias a sus contactos con Harvard consiguieron al reputado maestro, cuya agenda estaba copada. Como uno de sus compromisos era en Brasil podría pasar por Bogotá. Esa ventana de oportunidad era estrecha: daba poco tiempo para “reunir a todos los actores del conflicto colombiano”.
La Fundación Buen Gobierno encaró el desafío. Fue tan eficaz que mereció una felicitación de Kahane: “ustedes lograron en tres semanas lo que en Sudáfrica demoró quince años: sentar alrededor de una mesa a los actores del conflicto”.
La enumeración de los asistentes a esa reunión con la que se iniciaba el largo camino hacia la verdadera paz y luego al premio Nobel deja a cualquiera boquiabierto. Alfonso López Michelsen, Rodrigo Pardo, Juan Carlos Esguerra, Augusto Ramírez, Luis Fernando Jaramillo, Rodrigo Rivera, “la cúpula de la Iglesia y de las Fuerzas Militares y Antanas Mockus”. Hubo representantes de asociaciones campesinas, empresarios rurales, industriales y sindicalistas, académicos, políticos y militares retirados. También “participaron representantes o simpatizantes de las autodefensas y –vía telefónica- Felipe Torres y Francisco Galán del ELN, desde la cárcel de Itagüí, con Raúl Reyes y Olga Marín de las Farc desde Costa Rica.” Narcos, variadas mafias, sicarios, pandillas urbanas e intervención extranjera poco tenían que ver con el conflicto.
El único pincelazo de guerra sucia en ese histórico encuentro es cuando Aída Avella rehúsa sentarse con Víctor Carranza porque la ha “mandado matar en cinco ocasiones”. Santos revira que para evitar la sexta “vaya y siéntese”.
La trascendencia de esta asamblea multitudinaria la destaca su organizador: “Nunca antes se había logrado una convocatoria tan amplia, tan diversa y tan exitosa de sectores de la sociedad colombiana, muchos de ellos absolutos contradictores o enemigos, en aras de un acercamiento al fin del conflicto”.
Santos veía la violencia colombiana como secuela del desacuerdo ideológico dentro del establecimiento que frenaba el desarrollo. La paz, según esta interpretación, se logra con víctimas disuadiendo victimarios. La represiva justicia penal se vuelve redundante pero únicamente para los elegidos por una élite iluminada. Desde aquel entonces, en la pazología santista primaron la criminología progresista de salón, el dividendo de la paz rural con coaching experto sobre el perdón, la transición desde una guerra civil o la inclusión de cualquier minoría, todo adobado con irrespeto a la constitución y propaganda a tope.