Con su habitual ingenuidad, Thomas Piketty, enfant terrible de la economía global, le recomienda a su ubicuo y nunca bien definido dictador benevolente sancionar a los oligarcas rusos, no al pueblo.
Sin siquiera esbozar una eventual hoja de ruta para su propuesta, sugiere imaginar nuevas y audaces medidas centradas en someter a los amigotes multimillonarios que han prosperado alrededor de Vladimir Putin para que tributen lo que les corresponde. Tras preguntarse por qué se ha avanzado tan poco en esa dirección, en un giro usual para analistas de escritorio, recurre a misteriosas conspiraciones orquestadas por un grupo tan etéreo como el de los afectados por sus políticas. “Los ricos occidentales temen que esa transparencia acabe por perjudicarlos. Esa es una de las principales contradicciones de nuestro tiempo”.
Remata con una perla, cómodamente escrita desde algún despacho o café parisino. “Se exagera el enfrentamiento entre democracias y autocracias, olvidando que los países occidentales comparten con Rusia y China una ideología hipercapitalista desenfrenada y un sistema jurídico, fiscal y político cada vez más favorable a las grandes fortunas. En Europa y Estados Unidos se hace todo lo posible por distinguir a los útiles y meritorios empresarios occidentales de los dañinos y parasitarios oligarcas rusos, chinos, indios o africanos. Pero la verdad es que tienen mucho en común. En particular, la inmensa prosperidad de los multimillonarios en todos los continentes desde 1980-1990 se explica en gran medida por los mismos factores, y en particular por los favores y privilegios que se les conceden”. ¡Voilà!
El período 1947-1953, inicio de la Guerra Fría, se caracterizó por una dura y fanática confrontación ideológica. En los EE. UU. predominó el lema “mejor muerto que rojo”. Lo anterior a pesar de que este país había salido victorioso de la confrontación bélica, con cerca de la mitad del producto bruto global, un fuerte aparato militar recién construido y con perspectivas de una sólida expansión económica. No es fácil explicar tanta paranoia, ansiedad, miedo y odio provocado por su aliado para derrotar a los nazis.
La desconfianza con los soviéticos venía desde la revolución de 1917 y fue reforzada por las purgas estalinistas de los años treinta. El individualismo, pilar de los valores norteamericanos, se consideraba amenazado por el énfasis rojo en la colectivización de actividades y del aparato productivo. A pesar de lo anterior, se buscó una alianza de conveniencia contra Hitler que se desvaneció al finalizar la guerra, cuando Rusia impuso gobiernos comunistas en Polonia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Albania y Yugoslavia.
Los americanos empezaron a ver la vida soviética como un inmenso campo de concentración en el que personas individuales eran totalmente aplastadas, convertidas a la esclavitud por unos pocos líderes fanáticos. Se pensaba que el Estado mantenía el control prácticamente, sobre todo. Con alta tecnología, Stalin y el politburó habían puesto en marcha una sofisticada maquinaria basada en la fuerza física para aplastar la oposición y atropellar a la gente.
Después de la Segunda Guerra las publicaciones sobre Rusia y sus países satélites prestaron mucha atención a las medidas destinadas al control de la mente y el lavado cerebral. Se imaginaban hordas de conformistas que aceptaban cualquier cosa de sus líderes. Stalin era descrito como un asesino paranoico dispuesto a medidas extremas para garantizar su seguridad personal. La desconfianza en el poder sin límite la reforzó una década de impresionantes logros económicos, en educación y salud, contemplados en los planes quinquenales iniciados a final de los años 20.
Cuando, en 1949, George Orwell publicó su novela distópica, 1984, el ambiente cultural norteamericano no podía ser más favorable para su éxito inmediato. Tanto entre académicos como entre el público, el esquema orwelliano ilustraba a la perfección el totalitarismo soviético. El primer año se vendieron 400 mil copias y para principios de los setenta ya superaban los once millones. 1984 tuvo mucho mejor acogida en los EE. UU. que en Inglaterra, en donde algunos críticos señalaron que el trabajo era “demasiado sombrío y constituía un superarma ideológica de la guerra fría”.
De acuerdo con George Woodcock, biógrafo de Orwell, y varios comentaristas de la época, 1984 buscaba describir no sólo el régimen soviético sino también las sociedades industrializadas occidentales, y en especial los EE. UU. Woodcock insistía que se trataba de una crítica a la sociedad moderna.
Con mucho menos gracia y lectores, Thomas Piketty hace lo mismo que el célebre novelista inglés. Pero Orwell es un autor de ficción y puede suponer lo que se le antoje, matizar hasta hacer desaparecer las diferencias entre uno y otro régimen, mientras que Piketty, que pretende ser un académico serio y riguroso, no debería permitirse esas gaffes pueriles, ni tener una imaginación tan surrealista, sin el talento de Magritte.
Con su habitual ingenuidad, Thomas Piketty, enfant terrible de la economía global, le recomienda a su ubicuo y nunca bien definido dictador benevolente sancionar a los oligarcas rusos, no al pueblo.
Sin siquiera esbozar una eventual hoja de ruta para su propuesta, sugiere imaginar nuevas y audaces medidas centradas en someter a los amigotes multimillonarios que han prosperado alrededor de Vladimir Putin para que tributen lo que les corresponde. Tras preguntarse por qué se ha avanzado tan poco en esa dirección, en un giro usual para analistas de escritorio, recurre a misteriosas conspiraciones orquestadas por un grupo tan etéreo como el de los afectados por sus políticas. “Los ricos occidentales temen que esa transparencia acabe por perjudicarlos. Esa es una de las principales contradicciones de nuestro tiempo”.
Remata con una perla, cómodamente escrita desde algún despacho o café parisino. “Se exagera el enfrentamiento entre democracias y autocracias, olvidando que los países occidentales comparten con Rusia y China una ideología hipercapitalista desenfrenada y un sistema jurídico, fiscal y político cada vez más favorable a las grandes fortunas. En Europa y Estados Unidos se hace todo lo posible por distinguir a los útiles y meritorios empresarios occidentales de los dañinos y parasitarios oligarcas rusos, chinos, indios o africanos. Pero la verdad es que tienen mucho en común. En particular, la inmensa prosperidad de los multimillonarios en todos los continentes desde 1980-1990 se explica en gran medida por los mismos factores, y en particular por los favores y privilegios que se les conceden”. ¡Voilà!
El período 1947-1953, inicio de la Guerra Fría, se caracterizó por una dura y fanática confrontación ideológica. En los EE. UU. predominó el lema “mejor muerto que rojo”. Lo anterior a pesar de que este país había salido victorioso de la confrontación bélica, con cerca de la mitad del producto bruto global, un fuerte aparato militar recién construido y con perspectivas de una sólida expansión económica. No es fácil explicar tanta paranoia, ansiedad, miedo y odio provocado por su aliado para derrotar a los nazis.
La desconfianza con los soviéticos venía desde la revolución de 1917 y fue reforzada por las purgas estalinistas de los años treinta. El individualismo, pilar de los valores norteamericanos, se consideraba amenazado por el énfasis rojo en la colectivización de actividades y del aparato productivo. A pesar de lo anterior, se buscó una alianza de conveniencia contra Hitler que se desvaneció al finalizar la guerra, cuando Rusia impuso gobiernos comunistas en Polonia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Albania y Yugoslavia.
Los americanos empezaron a ver la vida soviética como un inmenso campo de concentración en el que personas individuales eran totalmente aplastadas, convertidas a la esclavitud por unos pocos líderes fanáticos. Se pensaba que el Estado mantenía el control prácticamente, sobre todo. Con alta tecnología, Stalin y el politburó habían puesto en marcha una sofisticada maquinaria basada en la fuerza física para aplastar la oposición y atropellar a la gente.
Después de la Segunda Guerra las publicaciones sobre Rusia y sus países satélites prestaron mucha atención a las medidas destinadas al control de la mente y el lavado cerebral. Se imaginaban hordas de conformistas que aceptaban cualquier cosa de sus líderes. Stalin era descrito como un asesino paranoico dispuesto a medidas extremas para garantizar su seguridad personal. La desconfianza en el poder sin límite la reforzó una década de impresionantes logros económicos, en educación y salud, contemplados en los planes quinquenales iniciados a final de los años 20.
Cuando, en 1949, George Orwell publicó su novela distópica, 1984, el ambiente cultural norteamericano no podía ser más favorable para su éxito inmediato. Tanto entre académicos como entre el público, el esquema orwelliano ilustraba a la perfección el totalitarismo soviético. El primer año se vendieron 400 mil copias y para principios de los setenta ya superaban los once millones. 1984 tuvo mucho mejor acogida en los EE. UU. que en Inglaterra, en donde algunos críticos señalaron que el trabajo era “demasiado sombrío y constituía un superarma ideológica de la guerra fría”.
De acuerdo con George Woodcock, biógrafo de Orwell, y varios comentaristas de la época, 1984 buscaba describir no sólo el régimen soviético sino también las sociedades industrializadas occidentales, y en especial los EE. UU. Woodcock insistía que se trataba de una crítica a la sociedad moderna.
Con mucho menos gracia y lectores, Thomas Piketty hace lo mismo que el célebre novelista inglés. Pero Orwell es un autor de ficción y puede suponer lo que se le antoje, matizar hasta hacer desaparecer las diferencias entre uno y otro régimen, mientras que Piketty, que pretende ser un académico serio y riguroso, no debería permitirse esas gaffes pueriles, ni tener una imaginación tan surrealista, sin el talento de Magritte.