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Como cualquier esfuerzo para prevenir una conducta dañina, combatir el abuso sexual en el medio estudiantil requiere un diagnóstico muy preciso que, a su vez, sólo se logra con información detallada y focalizada.
Al hacerse públicos los testimonios de cinco víctimas que “aseguran haber sido sometidas a distintas formas de acoso por parte de Víctor de Currea-Lugo”, profesor universitario, surgió la reacción usual de señalar que su comportamiento muestra “patrones idénticos” tanto con actuaciones pasadas suyas como con otros agresores. Es pernicioso, contraproducente e injusto reaccionar ante casos concretos haciendo alusión a categorías vagas y generales como la cultura patriarcal, la sociedad misógina o la justicia machista que no dan la menor pista sobre cómo superar el daño causado o impedir que se repitan casos similares.
El acoso sexual en el entorno académico presenta diferencias sustanciales por países, regiones, ciudades, universidades e incluso entre facultades de una misma institución. En los años 90, cuando dicté mi primer curso en una facultad de Derecho, me sorprendió enormemente la metamorfosis que sufrían los estudiantes en época de exámenes finales, por lo general orales. Las camisetas y los jeans usuales a lo largo del semestre daban paso a la corbata, la chaqueta, la minifalda y el escote. En la facultad de Economía, donde la mayor parte de evaluaciones eran escritas, la “pinta” no cambiaba al finalizar el curso.
Dos décadas después, con alumnos de un semillero de investigación en otra universidad bogotana, quisimos contrastar, entre otras, la hipótesis del impacto del ritual de cambio de vestimenta sobre el acoso. Hicimos una encuesta a estudiantes de distintas carreras en varias universidades. La respondieron 497 mujeres y 337 hombres. Un resultado fue que en las facultades “donde son tan usuales las pruebas no escritas como la minifalda y escote para presentarlas, es más frecuente que se hagan comentarios machistas en clase, que los profesores busquen relaciones con alumnas, que la encuestada haya recibido avances de algún doctor y que conozca personalmente parejas de docentes con estudiantes”. Este ejercicio mostró que, en una ciudad como Bogotá, hay universidades y facultades mucho más patriarcales y machistas que otras.
Al semestre siguiente, al pretender ampliar la muestra de la encuesta, quedé atónito cuando una decana de Derecho, reconocida constitucionalista y feminista, me prohibió terminantemente hacerla entre sus estudiantes acusándome de ser un machista que justificaba la violación por la manera como se vestían las mujeres. La rígida doctrina que supuestamente defiende los derechos de las mujeres considera incorrecto averiguar empíricamente cuáles son los factores, institucionales o culturales, que atentan contra la libertad sexual de las estudiantes. Para eso basta la ideología.
Esta encuesta mostró diferencias entre facultades que se extendían a las actividades extra curriculares. Las alumnas de ambientes universitarios machistas “rumbean más, en grupos donde se bebe mucho trago… y se emborrachan con mayor frecuencia”. Además, en esos entornos, es más común la impresión de que hay estudiantes que “utilizan sus encantos para obtener buenas notas”.
Un número no despreciable de estudiantes reportaron haber sido violadas por algún compañero, pero la muestra aún era pequeña para analizar las diferencias entre universidades y no aparecieron violaciones por profesores universitarios. Entre todas las víctimas, tan sólo una de 24 (4%) había denunciado el ataque ante las autoridades. Este resultado sugiere que la reticencia a denunciar no es tan simple como el temor a las represalias de alguien con mayor poder en la universidad.
El principal mensaje de este ejercicio es que la ley o la cultura nacionales no bastan para explicar el fenómeno del acoso sexual en el ambiente universitario. Tradiciones, costumbres o normas informales que pueden ser específicas a nivel de establecimiento muestran un impacto significativo sobre la probabilidad de ser víctima de un incidente. La reglamentación de las conductas y comportamientos al interior de cada institución académica deben hacerse teniendo en cuenta qué es lo que ocurre entre sus estudiantes y el cuerpo profesoral en vez de recurrir esquemas poco conducentes, como el macho patriarcal que enseña y ejerce influencia intelectual sobre sus pupilas. Es indispensable discriminar los casos en los que hubo coerción o amenaza de aquellos en los que el abuso se basó en la persuasión o manipulación. Aunque suene a herejía es apenas sensato identificar los abusos mediados por el consumo voluntario de alcohol o droga.
La reticencia a denunciar a los victimarios de ataques sexuales, incluso cuando se trata de una violación, es un factor crucial para disminuir la incidencia de tales conductas y, como muchos otros parámetros, podría considerarse específico a cada institución. Por lo tanto, los protocolos para asistir a las víctimas y orientarlas también deben ser “a la medida”. Esta diversidad no implica que los esfuerzos por combatir la violencia sexual en el entorno universitario deban abordarse de manera aislada. Al contrario, la variedad de diagnósticos y soluciones contribuiría a una mejor comprensión del fenómeno y al diseño de esquemas más eficaces para prevenirlo.
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