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La feminista del siglo XX, el siglo del feminismo, fue Simone Veil. A su lado, palidece cualquier defensora de los derechos de la mujer, académica, política o activista. Misteriosamente, su vida y sus aportes se han ido olvidando.
Incluso en Francia la “mujer política cuya legitimidad está menos puesta en duda” fue abiertamente silenciada en los temas más complejos y controvertidos de la agenda feminista.
En 1993, cuando fue nombrada ministra de Asuntos Sociales y Salud, el SIDA causaba estragos. De manera inmediata tomó medidas que explicó con detalle en su primera conferencia de prensa dedicada íntegramente al VIH. Invitó a no ceder al “miedo colectivo”, subrayando que la respuesta al SIDA “será humanista o no será”.
Para ella, los cambios debían darse “en la familia, la escuela, el hospital, la empresa, la sociedad en su conjunto”. En sus dos años al frente de ese ministerio hizo de la lucha contra el SIDA “una prioridad absoluta”. Se duplicaron los créditos para la atención domiciliaria, aumentaron las plazas disponibles en apartamentos terapéuticos, se financió la atención psicológica, se ofreció apoyo jurídico y social a los afectados y se mejoró la formación de profesionales de la salud.
La decidida ministra destacó las dramáticas consecuencias de la epidemia entre usuarios de drogas. En 1993, cerca del 30 % de las jeringas para inyectarse estaban infectadas con el VIH. Negándose a “clasificar entre la buena y la mala vida”, Simone Veil anunció en 1994 varias medidas para frenar la contaminación entre personas tan vulnerables: puso fin al monopolio de las farmacias en jeringuillas estériles y autorizó la distribución por asociaciones. También potenció la sustitución de metadona, aumentando la disponibilidad de “centros de acogida para drogodependientes”. Entre 1993 y 1995 los programas de intercambio de jeringas se multiplicaron por diez.
La historia de cómo, en el pico de la epidemia del SIDA, siendo ministra, Simone Veil se convirtió en voluntaria que, a escondidas de las cámaras, visitaba enfermos terminales en el hospital de Broussais, no tiene parangón en los anales de la política o el feminismo.
Su eficacia y contundencia fueron posibles gracias a su buen conocimiento del terreno. Cuando trabajó en la dirección de la administración de prisiones entre 1957 y 1964, dedicaba gran parte de su tiempo a giras de inspección en los establecimientos. “Recorrí el territorio para descubrir una realidad desesperada que nunca podría haber imaginado. La situación carcelaria no se explicaba por una coyuntura particular. Era el resultado de malentendidos y negligencias firmemente arraigadas en las costumbres administrativas hasta el punto de que, al visitar las prisiones, a veces tenía la sensación de sumergirme en la Edad Media. Las condiciones de detención eran indescriptibles y escandalosas. Fue aterrador”.
En sus memorias Simone Veil destaca la importancia que tuvo para ella su deportación a los campos de concentración nazis para desarrollar “una sensibilidad extrema a todo lo que, en las relaciones humanas, genera humillación y desprecio de las otras personas”. Así, inspeccionando las prisiones y “detestando la promiscuidad física tanto como la alienación moral” no tuvo, según ella, alternativa distinta a convertirse en una especie de “militante de las prisiones”. Se preocupó en particular por la suerte de las detenidas. Aunque su número era infinitamente inferior al de los hombres y que, además, eran mucho más disciplinadas que ellos, “sufrían condiciones de detención particularmente rigurosas”. Para ella, todo parecía ocurrir como si la sociedad, a través del personal de vigilancia, se esforzara “no sólo por castigarlas, sino también por humillarlas”. En un centro penitenciario recientemente construido, “descubrió con estupor prácticas particularmente perversas”. Las detenidas vivían en celdas individuales decentes, pero la directora “insistía en envenenar su existencia para saldar su deuda con la sociedad”. Obsesionada por la homosexualidad, “se aferraba a los detalles más anodinos para multiplicar las amenazas y la intimidación”. Bastaba, por ejemplo, que una detenida le pasara un poco de azúcar a una compañera para recibir una sanción ejemplar.
Parece increíble que, con este historial, ninguna persona vinculada al periodismo, la historia o el feminismo se molestara en preguntarle a Simone Veil las razones por las que el 13 de enero de 2013 saliera, acompañada de su esposo, a la manifestación contra el matrimonio igualitario con una pancarta de los organizadores de la marcha.
Varios medios reportaron que ella simplemente salió a “saludar manifestantes”; una periodista la disculpó anotando con displicencia que sí fue feminista, pero también “una mujer de su época”, léase homófoba. Sólo el Huffpost osó plantear que era probable que se opusiese a la adopción gay, un tema sobre el que había reflexionado. Una perspicaz investigadora de Le Monde concluyó que de ese incómodo misterio no podría deducirse que Simone Veil estuviera en contra de una ley tan progresista e incluyente puesto que “ella nunca ha tomado una posición pública sobre este tema, a través de textos o discursos”.
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