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El viernes pasado murió Raimundo Rivas de Zubiría, amigo entrañable durante medio siglo. Su vida ilustra peculiaridades de la vieja aristocracia bogotana y los obstáculos para que personas íntegras como él le sirvan al país.
Rai era menor que yo y nos juntó una casualidad. Después del bachillerato en el Liceo Francés, donde se mezclaban clases sociales, hice un año adicional de matemáticas, física y química para poder irme a estudiar becado a Francia. Él iba a ser abogado. Le importaban un pepino las materias científicas, actitud compartida con una patota divertida a morir pero antipática y elitista con terceros que algún envidioso del mismo curso literario —eufemismo francés para segregar a quienes les aburren los números— bautizó el Grupo Piloto.
Ese fue el año más estimulante, divertido y atípico de mi vida. A la tranquilidad de que me iría a estudiar a Europa se sumaban la calidad de las clases casi particulares que recibía con profesores de primera línea, generosos e informales cursos de protocolo y buenos modales mezclados con la irreverencia, mamadera de gallo y planes excéntricos del Grupo Piloto. Muchísimo antes de los restaurantes gourmet en Bogotá, las madres elegantes y refinadas de nuestras compinches femeninas nos transmitieron sus saberes culinarios y el arte de la mesa. Encima, nos querían y consentían. Tal vez pensaban que como chichipatos preuniversitarios no atentábamos contra ningún futuro buen partido. Ingenuamente preveían que la memoria del abuelo de Rai, homónimo, historiador y canciller de la Generación del Centenario, le bastaría para una brillante carrera política.
Fuimos invitados a los Juegos Panamericanos de Cali alojados en una mansión campestre, con minuciosa agenda desde el desayuno y boletas para los eventos deportivos. Por un par de meses jugamos ping pong todas las noches en una casona desocupada del barrio El Nogal, con receso para disfrutar un exquisito roast beef y luego contemplar el amanecer en la vía a La Calera, o desayunar en una hacienda sabanera. Como locos bajábamos desde el retén de Patios a casi 100 km/h en los vehículos de una embajada que nuestro agente, hijo de diplomático, se robaba cuando el chofer se iba al final del día. Las noches de luna llena paseábamos con las luces apagadas alrededor de la represa de Sesquilé o subíamos a pie hasta la laguna de Guatavita. Poco trago, nada de droga, de vez en cuando un cacho que nunca pude aspirar. Y Raimundo, mucho cigarrillo, el que lo acabó matando.
Con inevitables confusiones, el flirteo se hacía por fuera del Grupo Piloto, ellas con tipos mayores, nosotros con “viejas” menores. Siempre le tuve envidia a Rai por su éxito con las mujeres de distintas edades. No era un donjuán tradicional que se esforzara para conquistarlas, simplemente se dejaba querer por féminas enternecidas con su figura menuda y su carita infantil.
Desde aquella época, y a diferencia del resto del grupo, o cualquiera de esa edad, a Rai le fascinaba la política electoral y en concreto el desempeño del gran Partido Liberal. La guacharaca subió al cielo, metáfora que usó su hija para anunciar que se había ido, fue tal vez influencia de Alfonso López Michelsen. Ante Rai, nadie podía criticar al fundador y líder del MRL sin meterse en una álgida e interminable discusión. Algo similar le pasaba con varios pupilos del Pollo vallenato también convencidos de la infalibilidad del trapo rojo tras volver al redil oficialista.
Los contactos precoces con el establecimiento político le permitieron a Rai empezar temprano su carrera de servidor público. Más de una vez, al bajarse del carro oficial en algún evento, los organizadores le preguntaron por qué el importante funcionario que esperaban había mandado a un jovencito como él para representarlo.
Nunca se lo mencioné, pero Rai fue definitivo en mi decisión de no hacer la tesis y devolverme de los EE. UU. con lo que por aquella época pasaba por un diploma, el “Ph.D. candidate”. Él era la prueba viviente de que para ser doctor y tener un buen puesto no eran necesarios muchos pergaminos sino buenos contactos.
Aprendimos después que muchas de esas carreras públicas en Colombia tienen un techo no de cristal sino de inmundicia. En algún momento, el partido empezó a exigirle a Rai contraprestaciones por su apoyo. Trabajar duro, hacer bien las cosas, ser responsable y tratar de sacar una organización adelante se convirtieron en objetivos secundarios ante la prioridad absoluta de apoyar la maquinaria proselitista. Rai no ascendió más en la burocracia por una razón bien simple: no era corrupto. Y en Colombia, desde hace varias décadas, esa característica no la perdona una clase política ya bien alejada de Los Elegidos del mismo López Michelsen.
Aunque muchas cosas cambiaron, el Grupo Piloto sobrevivió. Estamos al tanto de todo, nos apoyamos y mantenemos un chat muy activo. Así seguiremos, hasta que la muerte nos separe.