Desde antes del COVID-19 y el paro, el feminismo puritano anglosajón había logrado disminuir el interés por el sexo. La pandemia y la crisis podrían reforzar la mojigatería y la abstinencia.
Con la campaña #MeToo, muchas empresas norteamericanas redujeron las celebraciones en las oficinas a mínimos no vistos desde la Gran Depresión. Hacerlas exigía un detallado protocolo para supervisarlas y un inventario explícito de conductas reprochables. Entre las sugerencias estaba prohibir el dirty dancing y que el personal no saludase de beso. Para una fiesta exitosa y sin incidentes, se reiteraba que la gerencia debía permanecer “de guardia”. La lista de recordatorios incluía: “No tocarse, incluso cuando se baila”, y evitar que la fiesta continuara fuera de la oficina.
Reconociendo que su nombre era de otra época, la revista Vice anunciaba que la nueva generación casi no salía de rumba. Un púdico adolescente confesaba: “Vemos más televisión y pasamos más tiempo con nuestros teléfonos, negándonos a socializar en persona. (Cada vez más) jóvenes eligen pasar una noche tranquila en casa”.
Una razón aludida para no salir era la económica, antes de que se deteriorara aún más. Tomar trago en un bar para charlar resulta siempre más oneroso que hacerlo en casa, en un parque o en la calle con bebidas de supermercado. Pero no todo era cuestión de precios relativos. “Los millennials, en contraste con los depravados hedonistas de Friends, que tenían como mascotas animales exóticos, incluyendo monos, son una clase frugal, reacia al riesgo, rasgos que no se prestan a convertir los sábados por la noche en domingos por la mañana”.
A finales de 2018, un artículo en The Atlantic preguntaba: “¿Por qué la gente joven está teniendo tan poco sexo?”. Señalaba la contradicción entre una prolongación de la virginidad con la aparente liberación de las costumbres, por el acceso al porno en internet y la aceptación de la diversidad sexual. Entre 1991 y 2017 el porcentaje de estudiantes de secundaria gringos que habían tenido relaciones sexuales se redujo del 54% al 40%. El sexo pasó de ser algo que la mayoría de jóvenes de colegio habían experimentado a algo que la mayoría no ha hecho. Ya entonces había “indicios de que la demora en las relaciones sexuales entre adolescentes puede haber sido el primer síntoma de una pérdida de interés más amplia por la intimidad física que se extiende hasta la edad adulta”.
Un ejemplo ilustrativo del checklist matapasión exigido por algunas mujeres de vanguardia en el tema del sexo seguro fue un artículo del NYT de septiembre de 2018. La autora, orgullosamente feminista, promueve una “cultura del consentimiento” que implique “cuidado genuino por la otra persona”. Relata una experiencia amorosa casi de ensueño, pero echada a perder. Para la primera cita, el galán había llegado a su casa bajo una tormenta. Mientras la nieve caía afuera, se sentaron en el sofá y él le habló de poesía. Dos horas después, ella “esperaba que me besara, y lo hizo”. Era un “dulce besador”. Por cerca de una hora la acarició delicadamente, con mucha ternura.
Se habían conocido por Tinder. Ella tenía 30 años y él 24, pero la brecha parecía mayor. No porque él fuera impetuoso sino porque, a diferencia de otros hombres, pedía consentimiento para todo. Hubo una delicada solicitud de permisos con sus respectivas autorizaciones. “¿Podemos ir a la habitación?… ¿me quito esto?... ¿y esto?”. Todo seguido de coquetos OK.
La pretendida se recostó en la cama y el seductor preguntó si podía ponerse a su lado. Aunque ser invitado a casa en una noche de invierno implica algo como un consentimiento global, el caballero aclaró: “No me siento cómodo con eso”, besándole el brazo de una manera que ella rechazó por considerarla demasiado íntima. A pesar de una década de ser sexualmente activa y liberada, no se sentía cómoda con algunos avances de su date. Pero qué caray, tanta dulzura ablandaba cualquier corazón.
Al final de la noche el joven se paró, se vistió y se despidió. Ella quedó desconcertada. Le gustó su forma de tratarla, pero recordó a los hombres que se van después del sexo, cuando aumenta la sensación de vulnerabilidad. Otro día se acostaron de nuevo y él se volvió a escabullir.
“Al pedirme permiso para todo, el sexo fue casi un ritual… Pero al desaparecer, el honor recíproco y el respeto se esfumaron”. El consentimiento no debería dejar ese mal sabor. “Nuestro cuerpo es sólo parte de una constelación, el cuidado no puede ser sólo físico y debe perdurar después del encuentro sexual”.
Este testimonio lleva a preguntarse: ¿qué pasó con la liberación sexual de la mujer? Los guardianes de la virtud hace un siglo, o más, pensaban parecido a esta feminista supuestamente emancipada. Eso, sin sumarle aversión al contagio y precaución con gastos innecesarios.
Desde antes del COVID-19 y el paro, el feminismo puritano anglosajón había logrado disminuir el interés por el sexo. La pandemia y la crisis podrían reforzar la mojigatería y la abstinencia.
Con la campaña #MeToo, muchas empresas norteamericanas redujeron las celebraciones en las oficinas a mínimos no vistos desde la Gran Depresión. Hacerlas exigía un detallado protocolo para supervisarlas y un inventario explícito de conductas reprochables. Entre las sugerencias estaba prohibir el dirty dancing y que el personal no saludase de beso. Para una fiesta exitosa y sin incidentes, se reiteraba que la gerencia debía permanecer “de guardia”. La lista de recordatorios incluía: “No tocarse, incluso cuando se baila”, y evitar que la fiesta continuara fuera de la oficina.
Reconociendo que su nombre era de otra época, la revista Vice anunciaba que la nueva generación casi no salía de rumba. Un púdico adolescente confesaba: “Vemos más televisión y pasamos más tiempo con nuestros teléfonos, negándonos a socializar en persona. (Cada vez más) jóvenes eligen pasar una noche tranquila en casa”.
Una razón aludida para no salir era la económica, antes de que se deteriorara aún más. Tomar trago en un bar para charlar resulta siempre más oneroso que hacerlo en casa, en un parque o en la calle con bebidas de supermercado. Pero no todo era cuestión de precios relativos. “Los millennials, en contraste con los depravados hedonistas de Friends, que tenían como mascotas animales exóticos, incluyendo monos, son una clase frugal, reacia al riesgo, rasgos que no se prestan a convertir los sábados por la noche en domingos por la mañana”.
A finales de 2018, un artículo en The Atlantic preguntaba: “¿Por qué la gente joven está teniendo tan poco sexo?”. Señalaba la contradicción entre una prolongación de la virginidad con la aparente liberación de las costumbres, por el acceso al porno en internet y la aceptación de la diversidad sexual. Entre 1991 y 2017 el porcentaje de estudiantes de secundaria gringos que habían tenido relaciones sexuales se redujo del 54% al 40%. El sexo pasó de ser algo que la mayoría de jóvenes de colegio habían experimentado a algo que la mayoría no ha hecho. Ya entonces había “indicios de que la demora en las relaciones sexuales entre adolescentes puede haber sido el primer síntoma de una pérdida de interés más amplia por la intimidad física que se extiende hasta la edad adulta”.
Un ejemplo ilustrativo del checklist matapasión exigido por algunas mujeres de vanguardia en el tema del sexo seguro fue un artículo del NYT de septiembre de 2018. La autora, orgullosamente feminista, promueve una “cultura del consentimiento” que implique “cuidado genuino por la otra persona”. Relata una experiencia amorosa casi de ensueño, pero echada a perder. Para la primera cita, el galán había llegado a su casa bajo una tormenta. Mientras la nieve caía afuera, se sentaron en el sofá y él le habló de poesía. Dos horas después, ella “esperaba que me besara, y lo hizo”. Era un “dulce besador”. Por cerca de una hora la acarició delicadamente, con mucha ternura.
Se habían conocido por Tinder. Ella tenía 30 años y él 24, pero la brecha parecía mayor. No porque él fuera impetuoso sino porque, a diferencia de otros hombres, pedía consentimiento para todo. Hubo una delicada solicitud de permisos con sus respectivas autorizaciones. “¿Podemos ir a la habitación?… ¿me quito esto?... ¿y esto?”. Todo seguido de coquetos OK.
La pretendida se recostó en la cama y el seductor preguntó si podía ponerse a su lado. Aunque ser invitado a casa en una noche de invierno implica algo como un consentimiento global, el caballero aclaró: “No me siento cómodo con eso”, besándole el brazo de una manera que ella rechazó por considerarla demasiado íntima. A pesar de una década de ser sexualmente activa y liberada, no se sentía cómoda con algunos avances de su date. Pero qué caray, tanta dulzura ablandaba cualquier corazón.
Al final de la noche el joven se paró, se vistió y se despidió. Ella quedó desconcertada. Le gustó su forma de tratarla, pero recordó a los hombres que se van después del sexo, cuando aumenta la sensación de vulnerabilidad. Otro día se acostaron de nuevo y él se volvió a escabullir.
“Al pedirme permiso para todo, el sexo fue casi un ritual… Pero al desaparecer, el honor recíproco y el respeto se esfumaron”. El consentimiento no debería dejar ese mal sabor. “Nuestro cuerpo es sólo parte de una constelación, el cuidado no puede ser sólo físico y debe perdurar después del encuentro sexual”.
Este testimonio lleva a preguntarse: ¿qué pasó con la liberación sexual de la mujer? Los guardianes de la virtud hace un siglo, o más, pensaban parecido a esta feminista supuestamente emancipada. Eso, sin sumarle aversión al contagio y precaución con gastos innecesarios.